PREFACIO
Mapas del tiempo reúne la historia natural y la historia humana en una narración única, grandiosa y comprensible. Es una gran hazaña, semejante a la que protagonizó Isaac Newton en el siglo XVII cuando unió los cielos y la tierra bajo las leyes uniformes del movimiento; incluso diría que se parece más a la que realizó Darwin en el siglo XIX al agrupar a la especie humana y otras formas de vida en un único proceso evolutivo.
La historia natural que cuenta David Christian en los primeros capítulos es una reformulación radical de la historia natural de los primeros tiempos. Comienza por el big bang, hace unos 13.000 millones de años, momento en que, según los cosmólogos del siglo XX , el mundo que conocemos comenzó a expandirse y a transformarse. Estos procesos siguen vigentes desde entonces, cuando (quizá) comenzaron el tiempo y el espacio, permitiendo que la materia y la energía se separasen y se distribuyeran por todo el espacio con densidad diferente y con distinta velocidad de flujo energético en respuesta a las fuerzas fuertes y débiles. La materia, concentrada en grumos locales por efecto de la gravedad, se transformó en estrellas que se agruparon en galaxias. Alrededor de estas estructuras brotaron complejidades nuevas y nuevos flujos de energía. Entonces, hace 4.600 millones de años, alrededor de una estrella, el Sol, se formó el planeta Tierra, que muy poco después fue escenario de procesos más complicados aún, incluida la vida en todas sus formas. La humanidad añadió otro nivel de comportamiento hace apenas 250.000 años, cuando gracias al uso del lenguaje y otros símbolos quedó capacitada de un modo extraordinario para lo que Christian llama «aprendizaje colectivo». Este hito hizo posible a su vez algo excepcional, que las sociedades humanas unieran sus esfuerzos para alterar y ocasionalmente ampliar una variada serie de nichos del ecosistema local, y con el tiempo, nos englobáramos todos en un sistema planetario único.
La historia humana que Christian inserta en la última versión de la historia natural del universo es también una creación intelectual del siglo XX . Pues mientras los físicos, los cosmólogos, los geólogos y los biólogos establecían la historia de las ciencias naturales, los antropólogos, los arqueólogos, los historiadores y los sociólogos se afanaban por ampliar el conocimiento sobre el paso de los humanos por la tierra. Retrocedían en el tiempo y abarcaban toda la superficie del planeta para dar cuenta de los recolectores, los primeros agricultores y otros grupos que no dejaron testimonios escritos y, por lo tanto, habían sido excluidos de la historia «científica», basada en documentos, del siglo XIX .
La mayoría de los historiadores, como es lógico, pasaba por alto la prehistoria o la existencia de las poblaciones ágrafas, ya que casi todos andaban enfrascados en sus propias polémicas profesionales. Durante el siglo XX , estas polémicas y el estudio de multitud de textos euroasiáticos y de algunos africanos y amerindios ampliaron sustancialmente el volumen de la información histórica y dilataron el horizonte de nuestras ideas sobre las conquistas de las poblaciones urbanizadas, alfabetizadas y civilizadas de la tierra. Algunos profesionales de la historia mundial, entre los que me contaba yo, trataban de ensamblar estas investigaciones para dar una imagen más coherente de la trayectoria general de la humanidad. Yo llegué a escribir un ensayo programático, «History and the Scientific Worldview» (History and Theory 37, n.o 1 [1998], pp. 1-13), en el que contaba lo sucedido en las ciencias naturales y animaba a los historiadores a generalizar con audacia suficiente para vincular su disciplina con la historización de las ciencias naturales que se había producido a nuestras espaldas. Ya hay varios investigadores que trabajan en este sentido, pero sólo cuando empecé a cartearme con David Christian supe que había un historiador que estaba escribiendo la obra que deseábamos.
Lo que realmente sorprende en la obra de Christian es que el autor encuentra pautas de transformación parecidas en todos los niveles. He aquí, por ejemplo, lo que dice a propósito de las estrellas y las ciudades:
En el universo primitivo, la gravedad se apoderó de los átomos y con ellos esculpió estrellas y galaxias. En la era descrita en este capítulo veremos que una especie de gravedad social esculpió ciudades y estados con comunidades dispersas de agricultores. Conforme las poblaciones agrícolas se agrupaban en comunidades mayores y más densas, aumentaron las interacciones entre los grupos y creció la presión social hasta que, por un proceso asombrosamente parecido al de la formación de las estrellas, aparecieron estructuras nuevas y un nuevo nivel de complejidad. Al igual que las estrellas, las ciudades y los estados reorganizaron y energizaron los objetos menores dentro de su campo gravitatorio (p. 262).
O adviértanse las palabras con que el autor cierra este extraordinario libro:
Dado que somos criaturas complejas, sabemos por experiencia propia lo que cuesta subir por la escalera de bajada, ir contra la corriente universal hacia el desorden, de modo que es inevitable que nos maravillen otras entidades que al parecer hacen lo mismo. Por eso este tema —la obtención de orden a pesar o quizá con ayuda de la segunda ley de la termodinámica— está presente en todas las partes de la historia que hemos contado. El interminable vals que bailan el caos y la complejidad es una de las ideas aglutinadoras de este libro (p. 605).
Yo me atrevo a decir que el descubrimiento del orden en «el interminable vals que bailan el caos y la complejidad» no es sólo un tema aglutinador entre otros, sino el hallazgo supremo de este libro.
Estamos, pues, ante una obra maestra de historia y de pensamiento, clara, coherente, erudita, elegante, audaz y concisa, que presenta al lector una magnífica síntesis de lo que los investigadores académicos y los científicos han aprendido sobre el mundo que nos rodea en los últimos cien años, y le muestra cómo las sociedades humanas, por extraño que parezca, siguen formando parte, en profundidad, de la naturaleza y se sienten cómodas en el universo, a pesar de su extraordinario poder, de su excepcional autoconciencia y de su inagotable capacidad para el aprendizaje colectivo.
Quizá debería terminar estas palabras de introducción hablando de David Christian. Ante todo hay que decir que tiene raíces internacionales, ya que su padre era inglés, su madre norteamericana y los dos se conocieron y se casaron en Izmir, Turquía. La madre volvió a Nueva York en 1946, para dar a luz, y el padre, tras causar baja en el puesto que había ocupado durante la guerra en el ejército británico, entró en la administración colonial y fue funcionario de distrito en Nigeria. Su mujer se reunió con él allí poco tiempo después, y David pasó su primera infancia en los campos nigerianos, hasta que a los siete años lo enviaron a un internado de Inglaterra. Con el tiempo fue a Oxford y se licenció en historia moderna en 1968. (Esto, en Oxford, quiere decir empaparse de fragmentos aislados de la historia de Inglaterra desde los tiempos de los romanos, de fragmentos aislados de la historia general europea y de algunas décadas ocasionalmente seleccionadas de la historia de Estados Unidos: lo contrario de la «gran historia».) Durante dos años trabajó de tutor en la universidad canadiense de Ontario Occidental, donde obtuvo un máster. Por entonces había decidido especializarse en la historia de Rusia y volvió a Oxford, donde se doctoró en 1974 con una tesis sobre las reformas administrativas del zar Alejandro I. Al igual que su padre, contrajo matrimonio con una ciudadana estadounidense, con la que ha tenido dos hijos