No pretendo escribir una oda al abatimiento sino jactarme con tanto brío como el gallo encaramado a su palo por la mañana, aunque sólo sea para despertar a sus vecinos.
H. D. T HOREAU , Walden
PRÓLOGO
Cómo no filosofar
Me preguntan a menudo si me siento filósofa y cómo llegué a serlo. Interpelar a quien se dedica a la filosofía es interpelar a la persona. No me imagino que a un dentista se le preguntara si se siente dentista o que a una ingeniera se le cuestionara si se siente ingeniera. Pero la filosofía proyecta un porqué siempre abierto sobre una decisión vital. Más allá de estar vinculada a una profesión o a un campo de estudio, la actividad filosófica es una posibilidad por la que se apuesta como una forma de vida. Tiene consecuencias personales, pero también colectivas, sobre el entorno y sobre el propio tiempo. ¿Es posible hacer esta apuesta hoy?
Preguntarme a mí si me siento filósofa y cómo llegué a serlo es, también, preguntarnos a nosotros mismos por la posibilidad y el lugar de la filosofía en nuestra sociedad. Nuestra sociedad no es algo abstracto: son nuestras escuelas y nuestras universidades pero también nuestras preocupaciones, nuestras conversaciones y nuestros modos de relacionarnos con lo que ocurre. La filosofía es la manía de algunos, que sin embargo necesariamente incumbe a todos.
Empecé a estudiar filosofía en el momento en que el arrinconamiento institucional de la filosofía iba mano a mano con un discurso ampliamente aceptado sobre el fin de la filosofía. Esto ocurría, además, en un país y en unas lenguas, el catalán y el castellano en mi caso, que no tienen una tradición filosófica fuerte. Así, lo que no había llegado nunca a empezar del todo, estaba llegando extrañamente a su fin. En ese momento, principios de los años noventa, apostar por la filosofía era, por tanto, entrar en un limbo. Han pasado veinticinco años desde ese momento inicial. El arrinconamiento institucional de la filosofía no sólo persiste sino que va ampliando sus efectos en el sistema escolar y universitario. Pero la muerte de la filosofía no se ha llegado a consumar, más bien todo lo contrario. La filosofía nació al aire libre y a las calles vuelve. Nació en la discusión y vuelve a ser discutida. Se abrió como posibilidad del discurso en la guerra entre ciudades y formas de vida. Y hoy vivimos en la evidencia de que una guerra sin tanques ha puesto en grave conflicto nuestras formas de vida.
Apostar por la filosofía hoy es rebelarse contra su imposibilidad y su muerte. Esto se ha traducido, demasiado a menudo, en posiciones justificatorias y en el fondo victimistas acerca de la defensa de la filosofía, como si fuera una especie en extinción que hay que preservar en un zoológico. Pero la filosofía no puede justificarse ni mucho menos preservarse. Todo lo contrario: tiene que practicarse y exponerse. Salir de allí donde se decreta su muerte para redescubrir su necesidad. Ya en 1978, la filósofa húngara Agnes Heller escribía: «La necesidad de la filosofía crece sin cesar; tan sólo la propia filosofía lo ignora todavía».
Pero la filosofía no es nada si se la aísla. No está encerrada en sus obras ni encapsulada en la oferta académica ni en el conjunto de profesiones que supuestamente se ocupan de la filosofía. Es una práctica de vida que desplaza los límites de lo que es visible y pensable en cada tiempo y para cada contexto histórico y social, a partir de la pregunta por una verdad que debe ser buscada con el pensamiento. No es una actividad gratuita u ociosa. Es un exceso, sí, y en este sentido un lujo, pero su exceso tiene que ver con un vacío y con un deseo: el de la imposibilidad de colmar de sentido y de orientación a la existencia humana. De esa imposibilidad de unidad y de inmediatez emerge el deseo de una verdad que oriente a la vida, de un saber que a la vez sea capaz de proponer un modo de vida.
Hay un desajuste o una distancia entre la vida y sus posibilidades, entre los hechos y los valores, entre lo que hay y lo que tendría que haber, entre lo que sabemos y lo que siempre entendemos que se nos escapa aunque no sepamos qué es. La lista de desajustes es infinita, porque son las múltiples caras de una misma distancia: la que recorre a velocidad infinita el pensamiento de un ser finito. Un ser finito, nosotros: eso que no sabemos dónde empieza y donde acaba pero que provisionalmente localizamos en el espacio y el tiempo como nosotros, los humanos. ¿Cuáles son los límites y las condiciones de posibilidad del pensamiento que se rebela contra su propia finitud y contra sus propios límites? Eso es lo que hace el pensamiento: ir más allá de lo que inmediatamente somos, pero no para encontrar cualquier cosa, sino algo que sea, de algún modo, verdad.
Desde ahí, desde ese cuerpo a cuerpo del pensamiento con nuestros propios límites, la pregunta no puede ser ¿cómo aún filosofar?, sino: ¿cómo no filosofar? Con ella terminaba Jean-François Lyotard sus cuatro conferencias de 1964, dirigidas a estudiantes de primer curso en la Sorbona. Anunciadas bajo el título ¿Por qué filosofar?, se cierran, tras una convincente y emocionante explicación acerca de la necesidad y del deseo de filosofía, con la pregunta: «En verdad, ¿cómo no filosofar?». Como demuestra Lyotard, hay argumentos de peso para defender la existencia de la filosofía, pero no la convierten en una opción más atrayente o más útil que otra para la vida. Simplemente, es inevitable, siempre que estemos dispuestos a percibir y a querer nombrar la distancia entre nosotros y el mundo. Por tanto, no se trata de estirar el pasado de una historia moribunda, sino de abrirnos al presente de una filosofía inacabada. Es una pregunta, además, que abre la interpelación de la filosofía potencialmente a todos. ¿Cómo no filosofar? Es una pregunta que se dirige a filósofos y a no filósofos, reunidos en esa potencia común, que es la potencia del pensamiento.
La filosofía es como la música. Algunos la practican hasta el virtuosismo, otros tratan más informalmente con ella. Unos conocen a fondo determinadas culturas y lenguajes musicales, otros no tanto. Pero todos los humanos tenemos relación con la música. Con la filosofía ocurre lo mismo. No hace falta haber leído a Platón para adentrarse, hasta lo más profundo, en una pregunta como ¿qué es la justicia? No hace falta haberse aventurado en las sentencias de Wittgenstein para comprender el alcance e importancia de nuestros silencios y de todo aquello que no podemos decir. ¿Significa eso que ni Platón ni Wittgenstein son necesarios porque todos somos naturalmente filósofos? Esto sería tan absurdo como sostener que la música existiría en nosotros sin formar parte de ninguna herencia musical elaborada. Pero lo propio de la música y de la filosofía es la relación entre una práctica minoritaria y una experiencia compartida por todos. La música y la filosofía no son saberes particulares, conocimientos que se puedan tener o no tener. Más allá de dedicarnos a la música o a la filosofía, hay una experiencia de la música y del pensar filosófico que nos atraviesa queramos o no. No se puede escapar a la música, como no se puede escapar a la filosofía.
Desde este paralelismo, qué absurdo sería plantear la muerte de la música, como se ha hecho a lo largo del siglo XX y aún hoy con la filosofía. Sí es cierto que la música, en el sistema escolar, ha sufrido un arrinconamiento institucional parecido, cada vez más extremo también. Los estudios musicales han quedado reducidos a ese tiempo extra, extraescolar, del que sólo pueden gozar quienes tienen el tiempo y el dinero para hacerlo. Sin embargo, ¿a alguien se le ocurre imaginar una sociedad y una vida sin música? Respecto a la filosofía hemos jugado demasiado con esta idea, la de una sociedad sin filosofía o postfilosófica.
Se objetará que hay otras maneras de elaborar el sentido siempre inacabado de la existencia humana, como el arte o la religión, en su diversidad de expresiones. La religión nos ofrece un horizonte de trascendencia y el arte un aquí y un ahora de una expresión, capaz de proyectarse más allá de ella misma. El arte, la religión y la filosofía no se sustituyen unos a otros. Se reparten, se continúan y, en según qué casos, se combaten como modos antagónicos de estar en el mundo. Pero lo que no hay es resolución religiosa o artística de lo filosófico, aunque la teología o cierta estética de la existencia lo hayan podido pretender.
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