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Juan Arnau - Historia de la imaginación

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Juan Arnau Historia de la imaginación
  • Libro:
    Historia de la imaginación
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    2020
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Historia de la imaginación: resumen, descripción y anotación

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La imaginación ha sido objeto de reflexión por parte de los pensadores de todos los tiempos y culturas, enfrentada o emparejada con lo material. La revolución científica intentó destruirla y reducir el mundo a lo tangible, pero, como el autor defiende, sin ella es imposible concebir aquel. Sin imaginación la historia ni siquiera existiría. En cuanto al futuro, el destino del mundo dependerá de cómo seamos capaces de imaginarlo.

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EL ANTIGUO EGIPTO

NUESTRA HERENCIA ORIENTAL

La historia de Occidente se encuentra íntimamente ligada al antiguo Egipto. Para la civilización griega, Egipto constituía el origen de todas las ciencias. Los filósofos de la Hélade cruzaban el mar para iniciarse en una sabiduría transmitida a orillas del Nilo desde tiempo inmemorial. Pitágoras visitó la corte del faraón Amasis y, según Clemente de Alejandría, Platón viajó a Egipto y se convirtió allí en simple viajero y alumno cuando en Atenas era un maestro incomparable. De los jeroglíficos egipcios surgió el alfabeto griego, de su ciencia de los astros el calendario, de sus conocimientos anatómicos y quirúrgicos la medicina, de sus faraónicas construcciones la arquitectura helénica. La deuda de la cultura europea con Egipto es inmensa y no siempre bien reconocida. Sin embargo, esa influencia no se limitó a los conocimientos positivos, pues la imaginación egipcia impregnaría, a través de Grecia, Palestina y Roma, toda la cultura occidental.

Baste por ahora recordar un mito egipcio. Cuando Atum creó el Cielo y la Tierra, estos quedaron abrazados pero sometidos a la orden de no acoplarse. Esa orden fue transgredida y hubo un castigo: por obra de Shu, en el Cielo se formó la bóveda celeste y la Tierra quedó separada, yaciendo en el suelo. Los empeños de la Tierra por reunirse con su vieja amada dieron lugar a las montañas. Esa separación primordial produjo la vida tal y como la conocemos. Una vida que no escapa al sufrimiento ni a la muerte, como tampoco a la antigua aspiración de alcanzar lo divino. De esa distancia, fruto de una desobediencia primigenia, surgieron diversos dioses (Osiris, Isis, Neftis, Seth y Horus) interesados en la condición humana. Ese mundo espiritual egipcio no solo influyó en los griegos (y por ende en los romanos), sino también en los hebreos y en los primeros cristianos a través de incontables mitos y aspiraciones compartidas.

Heródoto, padre de la historia, estuvo en Egipto cuatro siglos antes que César. Vio cosas que no se han conservado, pero nada dice de la Gran Esfinge de Guiza, esculpida en la roca de la meseta, mitad león, mitad filósofo, con las garras clavadas en el desierto. Tutmosis IV (1419-1386 a. e. c.) la restauró, construyó una capilla entre sus patas y le añadió la Estela del sueño, que cuenta un episodio onírico de la vida del faraón: siendo príncipe, fue de cacería y se quedó dormido cerca del monumento; entonces se le apareció en sueños la esfinge, que le ofreció el trono del Alto y el Bajo Egipto a cambio de que restaurara su figura de piedra.

El culto a la esfinge se reactivó en la dinastía XVIII con la ascensión al poder de Amenhotep II, que le erigió un nuevo templo en el noreste. Heródoto nos habla de una inscripción que registra la cantidad de ajos, cebollas y rábanos consumidos por los más de cien mil esclavos y obreros que construyeron las tumbas y edificaciones más presuntuosas que haya conocido la historia. Durante veinte años levantaron la necrópolis de Guiza, las grandes pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, los templos del valle y las calzadas, embarcaderos y mastabas de cortesanos y sacerdotes. El sueño de los faraones quedó sellado en piedra.

Cuando Plutarco visita Egipto, en el siglo II, se encuentra una civilización de más de tres mil años de antigüedad helenizada por la conquista de Alejandro Magno. El país ha sido gobernado por los Ptolomeos, dinastía griega de origen macedonio. Los historiadores y cronistas helenos llaman a los dioses egipcios con nombres griegos. Osiris se convierte en Dioniso, una divinidad lunar que encarna la metamorfosis y el crecimiento natural de los seres. Pero los egipcios hablaban un idioma mitológico diferente, próximo al pensamiento mitopoético y arquetípico.

El descubrimiento del antiguo Egipto supuso el inicio de la arqueología moderna. La nueva disciplina coincidió con el despertar del Romanticismo europeo: en Inglaterra, con Wordsworth, Coleridge y William Blake; en Alemania, con Schiller, Novalis y Goethe. Más allá de las pirámides, ni el Renacimiento ni la Edad Media sabían nada de Egipto. Los historiadores, dibujantes e ingenieros que seguían las campañas de Napoleón en África dieron los primeros pasos para el redescubrimiento de una civilización olvidada. Sin embargo, no fue fácil descifrar los textos inscritos en los templos, tumbas y obeliscos. Ocurrió gracias a una casualidad y a la paciente labor del estudioso Jean-François Champollion. Las tropas de Napoleón hallaron en el delta del Nilo, junto a la ciudad de Rosetta (Rashid), una losa de piedra negra que contenía una inscripción en tres idiomas diferentes: jeroglífico, demótico y griego. Champollion ya había identificado algunos de los jeroglíficos gracias a las inscripciones en griego de los obeliscos. Tras veinte años de investigación, logró descifrar todo el texto. Su descubrimiento contribuyó a recuperar una imaginación perdida.

El mundo egipcio es esencialmente imaginal. Ya desde su escritura misma, de naturaleza visual, la cultura se expresaba y entendía mediante el dibujo. La palabra, compuesta por signos abstractos, suele producir en la mente una imagen. En este caso se ofrece la propia imagen, por lo que cabría pensar que la mente queda huérfana o sin tarea; veremos que no fue así. La imaginación europea recreará el mundo egipcio en las artes, el cine y la literatura. Aunque los europeos siempre han situado su origen cultural en la Grecia clásica, recientemente se ha empezado a reconocer todo lo que el mundo helénico debe a Egipto. Cuanto más sabemos, más patente resulta nuestra herencia oriental. En Oriente se desarrollaron las civilizaciones más antiguas que conocemos, las cuales forman la base de la cultura grecorromana. Nos sorprendería constatar cuántas de nuestras más preciadas invenciones, científicas, políticas o literarias, proceden de Egipto. Ahora que China y la India reclaman el liderazgo mundial y declina la hegemonía europea, es un buen momento para asumir esta herencia.

UN PAISAJE IMAGINAL

El paisaje de Egipto proyecta una geometría a un tiempo cósmica y terrenal. El eje vertical es el río Nilo, árbol a cuya sombra acuden los pueblos y los cultivos. El eje horizontal lo marca la itinerancia divina, el recorrido del dios Sol. Un triángulo verde, semejante a la copa de una palmera, corona el esbelto tronco del río: se trata del delta más grande y fértil que conoció la Antigüedad, solo comparable al de Bengala. Un inmenso llano aluvial abonado por las aguas rojas provenientes de Etiopía, atravesado por canales de riego y cuyo fango, orlado de datileras, cultivan millones de campesinos. En esta geometría vertical acosada por la hostil arena, campa a sus anchas el escarabajo, símbolo sagrado del devenir.

En el vértice izquierdo de ese triángulo verde se encuentra el puerto perfecto. A su abrigo hay una pequeña isla donde se erigió una de las siete maravillas del mundo: el faro de Alejandría, cuya luz guía a las embarcaciones hacia la ciudad fundada por Alejandro Magno, punto de encuentro de Oriente y Occidente. Alejandría custodia una biblioteca que atesora toda la cultura de Egipto, Palestina y Grecia. De ella nos ocuparemos en el próximo capítulo.

Dice un proverbio árabe: «Todo el mundo teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides». El propósito de las pirámides no era arquitectónico sino imaginal. Estas enormes tumbas se enmarcaban en la tradición neolítica de los montículos funerarios. Se creía que en toda persona habitaba un doble espiritual, llamado ka, que sobrevivía a la muerte física y cuyo bienestar dependía de que el cadáver fuera debidamente preservado y embalsamado. El ka era la esencia vital de lo divino, un poder vivificante que se transmitía mediante el abrazo y que en los jeroglíficos se representaba con dos brazos unidos. La muerte implicaba regresar al propio ka, que se estrechaba de nuevo en el abrazo original. Se le aparecía al difunto como el ave fénix, como un pájaro de luz.

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