Agradecimientos
Cuando nacían nuestros estudiantes actuales, yo fundaba un taller de teatro en el Seminario de Filología inglesa de la Universidad de Hamburgo. Desde entonces, cada semestre venimos representando una obra escrita en inglés. Cada una de estas representaciones va acompañada de un programa que consta de unos treinta artículos y que ofrece información general sobre el autor, el tema y las características de la obra. Para ello se constituye un equipo de redacción, cuya primera reunión se abre desde hace muchos semestres con esta pregunta: «¿Qué conocimientos podemos presuponer en nuestro público, y qué hemos de explicarle?». La creciente popularidad de la que goza este programa entre estudiantes y profesores nos hace pensar que hemos logrado conectar con el público. Excepto yo, los miembros del equipo de redacción son todos estudiantes. Han sido ellos quienes me han enseñado lo que un libro como éste debía contener.
Uno de los exmiembros de este taller de teatro es Andreas Dedring, a quien debo la mayor parte del capítulo dedicado a la música, aunque naturalmente el responsable de su redacción definitiva soy yo. Andreas escribió la música para Macbarsch, nuestra parodia de Macbeth, representada en el Deutsches Schauspielhaus tras darse a conocer el «caso Barschel». Andreas fue el responsable de la puesta en escena del Amadeus de Peter Schaffer y es licenciado en Filología inglesa y en Musicología.
En relación con el capítulo sobre el arte, he de expresar mi gratitud a dos doctorandas en Historia del Arte. Barbara Glindemann también pertenece al equipo de redacción del taller de teatro y ha escrito un trabajo sobre Iñigo Jones. En la actualidad, está ultimando su tesis doctoral sobre «La escritura creativa en Inglaterra y en Alemania», tesis subvencionada por la Fundación FACIT. Por otra parte, Christiane Zschirndt me ha ayudado de forma considerable a entender mejor el arte moderno. Actualmente, trabaja en una tesis doctoral sobre «Impotencias literarias y la invención del inconsciente» y en un léxico de Shakespeare.
Para evitar que este libro fuese únicamente el resultado de las experiencias de gentes del norte de Alemania, fue sometido al control del sur. La señora Angela Glindemann, jefe de estudios del Instituto Helmholtz de Heidelberg, discutió con los alumnos gran parte del manuscrito y me comunicó detalladamente sus reacciones, que han influido en el libro. A ella y a su instituto les estoy especialmente agradecido.
Asimismo, he de expresar mi gratitud a mi familia, a mi esposa Gesine y a nuestros hijos Christoph y Alexandra, a todos mis conocidos y amigos, así como a aquellos con quienes he charlado por teléfono y a quienes me han visitado, incluidos los repartidores de periódicos y los carteros. Durante más de medio año no he dejado de preguntarles qué saben y qué saben sobre lo que saben los demás, sin que ninguno de ellos me haya amenazado jamás con tirarme a la cabeza un tomo del Brockhaus. Una mención muy especial merece el inolvidable Hubertos Rabe, de la editorial Rowohlt, que anteriormente trabajó para las editoriales Hoffmann y Campe: nuestras interesantes conversaciones me han ayudado a recorrer el camino que ha acabado en este libro.
Lo mismo he de decir de mis colaboradores y amigos del taller de teatro y de la Universidad de Hamburgo, Patrick Li, Peter Theiss, Susanne Maiwald, Tina Shoen, Martina Hütter, Nina Stedman, Dominic Farnsworth, Alexander Koslowski y Stefan Mussil.
Y finalmente, pero no con menos efusividad, quisiera dar las gracias a la primera lectora de este libro, Virginia Kretzer, que me ha propuesto continuamente variaciones del manuscrito y me ha advertido sobre posibles pasajes oscuros. Es a ella a quien la segunda lectora del libro ha de agradecerle su rectificación. Ojalá les sigan cientos de miles de lectoras y lectores y se apropien de él: es suyo.
Cuando los griegos querían aplacar la ira de los dioses, los honraban con sacrificios. Ahora, los Cinco Libros de Moisés (el Pentateuco) cuentan en distintos episodios cómo la Ley va sustituyendo paulatinamente al sacrificio. Así, Caín mata a su hermano Abel porque Dios prefiere el olor a carne quemada de los sacrificios animales de Abel a las ofrendas vegetales de Caín. Cuando cesa el destructor ataque de ira de Dios y Noé, tras semanas enteras de lluvia, puede abandonar el arca, el aroma a carne quemada de sus sacrificios refuerza en Dios la voluntad de empezar a tratar con cuidado el mundo. A partir de ese momento ya no quiere más sacrificios, y como signo de la Nueva Alianza pone el arco iris en el cielo.
Abraham
La siguiente historia, en la que, entre otras cosas, Dios destruye la ciudad de Sodoma porque en ella se practicaba la homosexualidad, habla de la supresión del sacrificio humano: Dios profetiza a Abraham una numerosa descendencia, aunque él y su esposa Sara son ya muy mayores. Como signo de la consagración de su virilidad a Dios, Abraham introduce la circuncisión. Y contra todas las leyes de la naturaleza, la centenaria Sara tiene a su hijo Isaac. Entonces Dios pone a prueba la fe y la obediencia de Abraham pidiéndole que sacrifique a este su único hijo. Cuando Abraham se muestra dispuesto a hacerlo, en el último momento Dios cambia al niño por un carnero: otra estación en el camino de la supresión del sacrificio y de su sustitución por la Ley de Moisés.
Jacob, llamado Israel
La historia de Jacob, hijo de Isaac, es la que más nos aproxima a los griegos, pues aquél guarda un cierto parecido con Ulises. En efecto, Jacob arrebata su derecho como primogénito a su peludo hermano Esaú cubriéndose con una piel de cordero y consiguiendo mediante este engaño la bendición de su padre ciego (como Ulises había hecho con Polifemo); además, sirviéndose de un truco de ganadero, engaña a su tío Labán, se queda con las ovejas recién nacidas y toma como esposas a sus hijas Lía y Raquel. Después lucha durante una noche con el ángel del Señor, quien le disloca la cadera y lo bautiza con el nombre de Israel.
José en Egipto
Lía da a Jacob diez hijos —entre ellos Judá, el patriarca de los judíos— y Raquel otros dos: José y Benjamín, el menor. Los hijos de Lía se sienten molestos por el amor de Jacob hacia José y por el gran porvenir que éste sueña para sí mismo, de modo que lo venden como esclavo en Egipto. Aquí, la esposa de su dueño Putifar pretende utilizarlo para alegrar su matrimonio; pero en vista de la indiferencia que muestra, lo acusa de querer violarla. Ya en prisión, José impresiona al copero provisional del Faraón por su capacidad para interpretar certeramente los sueños y pronosticar el futuro. Cuando el copero oficial vuelve a su cargo, manda a buscar a José, quien en esta ocasión interpreta de forma tan rápida y certera los sueños del Faraón que éste manda almacenar provisiones, consiguiendo evitar con ello una hambruna en Egipto. José hace carrera y, cuando la hambruna amenaza a sus parientes, consigue que éstos, que tienen derecho a reunirse con él, se trasladen a Egipto con un permiso de residencia ilimitado.
Moisés
En Egipto viven bien, pero caen paulatinamente en la esclavitud convirtiéndose en víctimas de la xenofobia y los «pogromos». El Faraón, por temor a la extranjerización de su pueblo, organiza una matanza masiva de niños. Sólo se salva de ella el pequeño Moisés, pues su madre lo echa en una cesta a las aguas del Nilo, de donde lo rescata una de las hijas del Faraón que lo educa como a un aristócrata. Sin embargo, Sigmund Freud, que veía en todas partes intereses ocultos, sospechó que esta historia había sido inventada para hacer del hijo egipcio de la hija del Faraón un judío de pura cepa. Egipcio o no, lo cierto es que Moisés no hace la vista gorda ante una de las persecuciones que sufren los judíos y da muerte a un esbirro egipcio especialmente sádico. Después tuvo que exiliarse y marchar a Madián, donde se casó y cuidó el rebaño de su suegro. Allí se le apareció Dios, en forma de zarza ardiente, y le ordenó sacar de Egipto a los hijos de Israel y conducirlos a la Tierra Prometida de Canaán, de la que manaban leche y miel.