VITALI SHENTALINSKI nació en 1939 en Siberia, pasó su infancia en un pueblo tártaro y se trasladó a Moscú para estudiar Periodismo. Después de unos años trabajando en la estación polar de una isla en los confines del planeta, donde participó en cinco expediciones al Ártico, desarrolló durante muchos años una importante labor como editor de radio y televisión en diversos medios de comunicación soviéticos. Ha colaborado en la producción de varios documentales entre los que destacan Confidential life of the Soviet Union en 1990, KGB and publicity en 1992 y The Manuscripts do not burn en 1997.
En 1988, en plena perestroika, cuando el país pugnaba por abrirse a la democracia, Shentalinski presionó a la Organización de Escritores, a la opinión pública y a los gerifaltes del Partido para formar una comisión que pudiera sacar a la luz pública la verdad sobre el incierto destino de los intelectuales rusos represaliados, cuya historia permanecía oculta en los archivos de la Lubianka. Fue así el primero en abrir los archivos literarios del KGB y en rescatar valiosos manuscritos y documentos relacionados con la vida de notables escritores rusos como Mandelstam, Berdiáyev, Platónov, Tsvietáieva, Ajmátova o Pasternak. Los logros de sus investigaciones aparecieron recogidos en la trilogía compuesta por los títulos: Esclavos de la libertad (2005), Denuncia contra Sócrates (2006) y Crimen sin castigo (2007), en la que, a través de informes clasificados y documentos secretos, reconstruye los procesos que arruinaron la carrera y la vida de tantos hombres. En este nuevo libro, el autor reordena y amplía la información ya presentada en esta trilogía.
Vitali Shentalinski es autor también de varios poemarios y de ensayos traducidos a diversas lenguas, así como responsable —junto con el profesor de literatura rusa Ricardo San Vicente— de la colección «La tragedia de la cultura», que reúne seis volúmenes de clásicos de la literatura rusa del siglo XX, publicados por Galaxia Gutenberg.
EL ARRESTO
Quince de mayo de 1939. Amanece. Moscú aún duerme acunada por el trino apacible de los pájaros. De tarde en tarde una corneja lanza un graznido mientras un portero arrastra la escoba por el pavimento. De nuevo reina el silencio.
A las cinco, las puertas de hierro de la Lubianka se abren y sale un coche de servicio. No va muy lejos, se dirige a Chistie Prudí, al callejón de Nikolo-Vorobinski. Unos cuantos militares bajan del coche delante del número 4, sin prisas encuentran el piso que andan buscando y llaman a la puerta.
Les abre una joven soñolienta.
—¿Está el dueño en casa?
—No, está en la dacha. ¿Qué quieren?
—Recoja sus cosas, iremos a buscar a su marido…
El coche circula a toda velocidad por la carretera de Minsk, gira en dirección a Peredélkino, la zona de dachas de escritores.
Se detienen enfrente de la casa; entran. El dueño aún está durmiendo en su habitación. Su mujer llama a la puerta, y tan pronto como se asoma en el umbral, los desconocidos se abalanzan sobre él.
—¡Manos arriba! —Lo cachean de arriba abajo buscando armas—. ¡Está usted arrestado!
Es probable que el dueño de la dacha hubiera descrito una escena semejante en un libro sobre los chequistas si se lo hubieran permitido. Pero esa mañana del mes de mayo, este maestro de la literatura soviética de fama mundial acababa de convertirse en un detenido desprovisto de derechos. El escritor se había encarnado en la piel de uno de sus personajes y tenía que hacer todo el recorrido, pero no sobre el papel, sino en la vida real. De ahora en adelante, con la ayuda de los diligentes coautores y redactores del NKVD, se verá obligado a cumplir un «encargo social» y representar el papel de su doble, el papel de espía y terrorista, de enemigo del pueblo. Dicha obra será una fantasmagoría con final trágico, y el autor-protagonista no morirá en la ficción, sino en la vida real. Y ya no será posible reescribirla, corregirla o rehacerla, porque la vida, como todos sabemos, no emplea borradores, se escribe sólo una vez y al momento se disipa.
Los nombres de los personajes y de los acontecimientos referidos aquí tampoco son inventados, sino auténticos. Se describen tal como fueron en realidad.
El escritor se llamaba Isaak Bábel. Lavrenti Beria, comisario del Pueblo de Interior, había cursado la orden de arresto, y sus fieles subordinados, con el suboficial Nazárov a la cabeza, se encargaron de la operación.
Mientras duró el registro, Bábel y su mujer se quedaron sentados sin abrir la boca, cogidos de las manos. Observaron cómo amontonaban y empaquetaban los papeles: nueve carpetas de manuscritos, libretas de notas, cartas: el trabajo del escritor ingresaba en prisión junto con él.
—No me habéis dejado terminar mi trabajo —dijo Bábel. Y musitó a su mujer—: Avisa a Andréi. —Aludía a su amigo André Malraux.
Durante el trayecto, Bábel, que trataba de bromear, preguntó a sus escoltas:
—No deben de dormir mucho, ¿verdad? —Y de nuevo a media voz le dijo a su mujer—: Procura que a nuestra hija no le falte nada, te lo ruego…
Las puertas de la Lubianka engullieron el coche. Durante quince años —hasta 1954— no se tuvo ninguna noticia cierta sobre Bábel.
También registraron su piso de Moscú. Se llevaron: quince carpetas de manuscritos, dieciocho blocs y libretas de notas, 517 cartas, postales y telegramas, un total de 254 hojas dispersas… Incluso deshojaron las páginas de libros con dedicatorias.
Ahora ya sabemos qué patrimonio de Bábel fue a parar a la Lubianka, ¡y podemos cifrarlo en varios tomos!
Tampoco Bábel se libró del registro. Se quedaron con sus documentos de identidad, con las llaves de su casa e incluso con ciertos objetos sin valor pero indispensables: pasta dentífrica, crema de afeitar, unos tirantes, unos elásticos para los calcetines, una jabonera, una esponja de baño y, como reza el recibo adjunto con el expediente, «una correa gastada de unas sandalias usadas»…
No permitieron que el detenido tuviera la mínima posibilidad de despedirse de esta vida. Lo tenían todo calculado y concebido de antemano: al desvestirlo y hacer que se quedara medio desnudo, lo despojaban de los últimos signos del mundo material que lo unían con su existencia diaria, con su familia, para convertirlo en un individuo desprotegido e insignificante: ¿quién se creía que era, solo, sucio y sin afeitar, con los pantalones caídos y los zapatos sin nada que los sujetara, ante el poder destructor de todo un Estado?
A continuación, le hicieron unas fotografías, le tomaron las huellas dactilares y le dieron un impreso para que lo cumplimentara. No era un simple trámite: es imposible que no le pasara por la cabeza que esas fotografías podían ser las últimas de su vida, y que al tomarle las huellas insinuaban que era un delincuente. Con el impreso parecían decirle: «Venga, suéltanos tu vida, que nosotros ya nos encargaremos de saber si vale lo que pesa, si no esconde manchas sospechosas…».
Nacido en 1894, en Odesa. Escritor. No adscrito a ningún Partido. Judío. Últimos lugares de trabajo: Soyuzdetfilm, Goslitizdat. Estudios: superiores, Instituto de Comercio de Kiev…
Miembros de la familia. Padre: comerciante, murió en 1924. Madre: Fania Arónovna Bábel, setenta y cinco años, ama de casa, vive en Bélgica. Esposa: Antonina Nikoláyevna Pirozhkova, treinta años, ingeniera del Metrostroi. Hijos: Lidia, dos años; Natalia (de su primera esposa), diez años (vive en Francia). Hermana: María Sháposhnikova, cuarenta y dos años, vive en Bélgica.
El trámite se lleva a término de acuerdo a lo establecido. Al día siguiente, el 16 de mayo, el detenido Bábel fue de nuevo introducido en un coche y conducido fuera de la ciudad, a un lugar aún más aislado, la prisión más terrible del NKVD, Sujánovka, especializada en torturas, con objeto de «trabajarlo».