PERRY ANDERSON, ensayista e historiador, es profesor emérito de Historia en la Universidad de California (UCLA). Editor y piedra angular durante muchos años de la revista New Left Review, es autor de un volumen ingente de estudios y trabajos de referencia internacional entre los que cabe destacar: Transiciones de la Antigüedad al feudalismo, El Estado absolutista, Consideraciones sobre el marxismo occidental, Teoría, política e historia. Un debate con E. P. Thompson, Tras las huellas del materialismo histórico, Spectrum, El Nuevo Viejo Mundo, Imperium et Consilium, La ideología india y Las antinomias de Antonio Gramsci.
CAPÍTULO I
Orígenes
Históricamente, los orígenes del término «hegemonía» son, por supuesto, griegos, a partir de un verbo que significa «guiar» o «dirigir» y que se remonta, al menos, a Homero. Como sustantivo abstracto, ἡγεμονία [hêgemonia] aparece por primera vez en Herodoto, para designar el liderazgo de una alianza de ciudades-Estado para alcanzar un fin militar común, posición de honor concedida a Esparta en la resistencia frente a la invasión persa de Grecia. Estaba ligado a la idea de una coalición, cuyos miembros eran en principio iguales, alzándose uno de ellos para dirigirlos a todos con un propósito determinado. Desde el principio coexistió con otro término que indica el predominio o mando en un sentido general: ἀρχή [arjê]. ¿Cuáles eran las relaciones entre los dos? En un famoso pasaje de su Historia de Grecia, sobre la evolución de la Liga de Delos encabezada en el siglo V .
Una oposición tan tajante era, sin embargo, ajena a los autores de la época. En Herodoto y Jenofonte, hêgemonia y arjê son utilizados casi indistintamente. ¿Era Tucídides más puntilloso? El párrafo en el que se basa Grote se inicia con el primer término y concluye con el segundo, presentando un desarrollo de uno a otro sin contraponerlos.
Que había una continuidad conceptual, más que un contraste claro entre las ideas de hegemonía y de imperio en la Grecia clásica, era algo arraigado en los significados de ambos. En el primer estudio erudito de la primera, de Hans Schaefer, escrito al final de la República de Weimar, se mostraba que la hegemonía era, de hecho, el liderazgo libremente concedido por los miembros de una liga, pero como comisión específica, no como una autoridad general; lo que le correspondía era el mando en el campo de batalla Si la hegemonía era intrínsecamente inflable en un extremo del espectro del poder, el arjê era constitutivamente ambiguo en el otro, traducible según el contexto (o la inclinación del traductor) como mando neutral o imperio dominante. En la retórica del siglo V a. C., las asociaciones del primero con el consentimiento y del segundo con la coerción estaban tácticamente disponibles, pero la superficie de deslizamiento entre ellos impedía una demarcación estable.
En el siglo IV .
Retrospectivamente, Aristóteles escribiría sobre Atenas y Esparta que «cada uno de los dos Estados que fueron hegemónicos en Grecia tomó su forma de gobierno como norma y la impuso a otras ciudades, en un caso las democracias y en el otro las oligarquías, sin tener en cuenta el interés de las ciudades, sino solo su propia ventaja», hasta que se convirtió en «un hábito del pueblo de las distintas ciudades no desear la igualdad, sino pretender la supremacía o resignarse a la obediencia cuando son vencidos». Al concluir que «es en el papel del hegemón donde hay que buscar el verdadero secreto de la Liga de Corinto», podía estar diciendo más de lo que pretendía.
II
Allí, en tiempos de Aristóteles, el término quedó en reposo. El vocabulario político de Roma, donde los aliados eran quebrantados y absorbidos en una república en expansión cuya estructura ninguna ciudad-Estado griega podía igualar, no lo requería; había menos necesidad de ambigüedad o eufemismos. Tras la caída de Roma, la hegemonía tampoco halló un lugar en las lenguas de la Europa medieval o principios de la moderna. En la traducción de Hobbes de Tucídides, la palabra no aparece en ninguna parte.
Desde las guerras de liberación contra Napoleón, los pensadores liberales y nacionalistas habían mirado a Prusia esperando que aportara unidad a una nación astillada; las esperanzas de su eventual Führung o Vorherrschaft en tal empresa eran comunes en una aspiración todavía incipiente. En 1831 un jurista liberal de Wurtemberg, Paul Pfizer, un clasicista consumado, alteró por primera vez ese vocabulario elaborando una argumentación mucho más desarrollada sobre el papel que Berlín debía desempeñar en el futuro de Alemania, bajo la forma de un diálogo entre dos amigos, Briefwechsel zweier Deutscher. ¿Debía Alemania alcanzar primero la libertad política para lograr la unidad nacional, o la libertad solo podría llegar cuando el poder militar prusiano hubiera logrado la unidad nacional? Pfizer dejaba pocas dudas sobre cuál era el argumento más fuerte: «Si todos los signos no nos engañan, Prusia está llamada a ejercer el protectorado de Alemania por el mismo destino que otrorgó a Federico el Grande»; una «hegemonía» que, al mismo tiempo, estimularía «el desarrollo de una vida pública, la interacción y la lucha de diferentes fuerzas» en el espacio interno del país.
En el momento de la Revolución de 1848, el término se había convertido en una consigna para los historiadores liberales, que presionaban a Prusia para que asumiera un papel que la corte de Berlín declinaba. Mommsen, una estrella en ascenso en el estudio del derecho romano, sumido en el periodismo, declaró que «los prusianos tienen derecho de insistir en su hegemonía como condición para su entrada en Alemania», porque «solo la hegemonía prusiana puede salvar a Alemania»».
Droysen estaba, pues, perfectamente posicionado para desempeñar un papel de primer orden en el Parlamento de Fráncfort de 1848, de cuyo Comité Constitucional fue secretario. «¿No es el poder y la grandeza de Prusia una bendición para Alemania?», había preguntado un año antes. En vísperas del Parlamento, señaló en abril: «Prusia es ya un esbozo para Alemania», con la que debía fundirse, convirtiendo su ejército y su tesoro en marco de un país unido, porque «necesitamos un poderoso Oberhaupt». Él dedicó el resto de su vida a la historia de la monarquía Hohenzollern y sus sirvientes.
Más radical que Droysen y otros amigos en la Casino-Fraktion del Parlamento, el historiador literario Gervinus —uno de los siete de Gotinga destituidos de sus cargos por desafiar la abrogación real de la Constitución de Hannover [Staatsgrundgesetz für das Königreich Hannover]— había fundado la Deutsche Zeitung a mediados de 1847 como la voz combativa del liberalismo alemán, después de años en los que, como más tarde él mismo iba a escribir, «yo prediqué el liderazgo prusiano en los asuntos alemanes, desde la cátedra y en la prensa, en un momento en que ningún periódico prusiano se atrevía a decir algo de ese tipo».
A su debido tiempo el resto de su generación se iba a adherir, de un modo u otro, al Segundo Reich; le correspondería a su colega Heinrich von Treitschke celebrar su triunfo. Ardiente defensor de una Alemania uniforme y centralizada a diferencia de sus mayores, superó su decepción de que la constitución bismarckiana conservara a príncipes menores y reinos en una estructura federal, exaltando al hegemón históricamente sin precedentes que, después de todo, había dado forma al sistema imperial manteniendo el mando firme de su ejército, su diplomacia y su economía como ningún otro había hecho.
Con la consolidación del nuevo régimen, esas discusiones se difuminaron. Se habían apoyado en una analogía, más que en una teoría, de la que no quedaron huellas y que incluso resultaba inconveniente una vez que se logró la unificación. Prusia conservó su preeminencia en el Imperio, ciertamente, pero exaltarla con demasiado entusiasmo como el poder hegemónico que mantenía unido al país podía ser contraproducente. Lo más relevante en el discurso oficial era, más bien, la unidad natural de la nación alemana, por fin recuperada. Los discursos de 1848 y el giro de la década de 1860 quedaron como meros episodios, sin continuidad posterior ni siquiera académica. Significativamente, cuando Brunner, Conze y Koselleck publicaron en 1975 su famoso compendio en ocho volúmenes de conceptos históricos básicos, Geschichtliche Grundbegriffe, no había lugar en él para la hegemonía.