BIBLIOGRAFÍA
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PROLOGO
POR EL GENERAL FERNANDEZ-LONGORIA ,
JEFE DEL ESTADO MAYOR DEL AIRE
CAPÍTULO II
LAS COSAS SE PONEN SERIAS
Poco antes de que acabarse el bachillerato mi padre me llevó a pasear, cosa que desde mucho tiempo atrás no había hecho. De niño le había acompañado muchas veces, y fue él quien me dejó en herencia el amor a la naturaleza y la afición a la caza y me instruyó sobre ella. Bajo su vigilancia cacé a los siete años de edad mi primera liebre, hecho lo cual me dio a fumar la primera pipa, con resultados deplorables para mis pantalones. «Solo así es posible educar a verdaderos cazadores», acostumbraba a decir mi padre.
Aquel paseo en común tenía un motivo especial. Si un padre invita a su hijo adolescente a acompañarlo en solitarias caminatas, su acción siempre tiene relación con alguna cuestión de importancia. Así sucedió aquel día. Bastante inesperadamente me planteó la pregunta: «Dime hijo, ¿ya has meditado acerca de lo que va a ser de ti? ¿Qué profesión piensas abrazar?». Por mi parte, lo había meditado. Dicho con mayor precisión: para mí aquel asunto estaba decidido. No titubeé un instante en darle mi respuesta: «Quiero ser aviador».
No me hacía ilusiones acerca de la reacción de mi padre. Bien sabía que él no sentía ni remotamente tanto entusiasmo por la aviación como yo. Jamás había opuesto dificultades a mi afición; por el contrario, me había ayudado una y otra vez. Pero mi pasión aeronáutica en cierto modo había estado bajo su dirección, encaminada por senderos razonables, para que no sufrieran demasiado otros menesteres que él consideraba más importantes. Sobre todo sabía yo que no tenía simpatía por la aviación como medio de ganarse el pan. Las perspectivas que en aquel tiempo se ofrecían en Alemania a un aviador profesional, eran en efecto infinitamente pequeñas. Millares de aspirantes formaban fila a la espera de alguno de los contados puestos de piloto que podía ofrecer la Lufthansa. Por entonces volar era en mi país un arte mal retribuido.
Por otra parte, el autor de mis días veía en la profesión de aviador un cierto parentesco con el oficio de chófer de taxi o el de maquinista ferroviario, modos de ganarse la vida que consideraba perfectamente honorables, pero que no podía admitir como máxima ambición de su hijo. Así me lo dijo sin rodeos. Recalcó que no deseaba ejercer ninguna presión sobre mí, que podía elegir la profesión por la cual sintiera verdadera vocación. Consideraba sin embargo un deber recordarme las exigencias de la vida práctica, a la cual debía incorporarme en breve. Si así lo deseaba, podía abrazar una carrera académica. Por fortuna estaba en situación de poder ofrecer a sus hijos una buena preparación en cualquier profesión que eligieran.
«Entonces permíteme que sea aviador», le pedí. Y mi padre consintió: «Si lo has pensado detenidamente, hijo mío…». Desde aquel instante, por encima del natural sentimiento de cariño y devoción que el hijo debe al padre, siento por el mío una inmensa gratitud, pues lo que yo me proponía en las condiciones de aquella época era en realidad bastante falto de sentido y poco prometedor. Pero él seguramente conocía a su hijo lo suficiente para saber que su afición no era un simple capricho pasajero, sino que con ella iba aparejada la conciencia de una firme voluntad.
No transcurrió mucho tiempo sin que tuviera oportunidad de demostrarlo. Cuando solicité mi ingreso en la escuela de aviación de líneas aéreas Braunschweig, me encontré con más de 4000 rivales para solo 20 plazas a distribuir. En estas cifras se reflejaba no solamente el enorme entusiasmo de la juventud alemana de aquellos días por la aviación, sino también los efectos de la terrible desocupación que en el año 1922 llegó a su culminación en Alemania. Seis millones de hombres sin trabajo gravitaban como una pesadilla sobre la economía nacional. Interminables filas de grises siluetas miserables se apretujaban ante las oficinas municipales que distribuían los subsidios. Millones de jóvenes se veían incapacitados para hallar, una vez que dejaron las aulas, una conexión cualquiera con las actividades productivas. Gran parte fue víctima de la propaganda de los partidos extremistas y colmaba las filas de las organizaciones de combate políticas, que frecuentemente se enfrentaban en sangrientas batallas callejeras.
Me dirigí a Braunschweig con sentimientos contrarios. Los exámenes de ingreso en la escuela de pilotos comerciales durarían 10 días y de ellos dependería mi futuro derrotero por la vida. Las probabilidades de ser admitido eran muy pocas; uno de cada 200 aspirantes podría ingresar en los cursos. Por consiguiente, la Lufthansa estaba en condiciones de realizar una rigurosa selección. Durante diez días se nos «exprimió a fondo» y debimos hacer frente a exámenes exhaustivos y exigencias psicofisiológicas completas.