ANTONIO SITGES-SERRA (Barcelona, 1951) es catedrático de Cirugía de la Universidad Autónoma de Barcelona y jefe del Departamento de Cirugía del Hospital del Mar. Originalmente se especializó en cirugía general en el Hospital de Bellvitge para después ejercer en el Hospital del Mar, donde dirigió las primeras tesis doctorales y dinamizó la investigación clínica. Tiene una extensa trayectoria asistencial y académica en diversas áreas de interés clínico, sobre todo en el campo de la cirugía endocrina. Ha sido presidente de la Societat Catalana de Cirurgia, de la European Society of Parenteral and Enteral Nutrition y de la European Society of Endocrine Surgeons, de la que fue miembro fundador. Ha publicado más de cuatrocientos artículos científicos y participado en cerca de cien libros. Asimismo, es autor y editor de varias obras relacionadas con su especialidad. En el ámbito periodístico, colaboró en El Periódico de 1997 al 2017. Es además miembro fundador y vicepresidente de Federalistes d’Esquerres, una asociación cívica que alienta la reforma federal de la Constitución española. En 1998 ganó el Premi Miquel Martí i Pol de poesía de la Universidad Autónoma de Barcelona (Amor Roig, Ed. Bellaterra) y ha publicado El Perímetro del Congreso, sobre anécdotas posibles en el entorno de los congresos médicos.
Medicina, cultura y ciencia
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte.
JORGE LUIS BORGES
Nuestra concepción de la salud y de la enfermedad depende en gran manera de nuestras actitudes sociales y nuestras creencias personales respecto a la muerte. Pero hay otros factores determinantes en nuestra práctica y concepción de la medicina contemporánea: el contexto económico, las tradiciones académicas, las políticas sanitarias, los objetivos personales, los intereses de la industria, el punto de vista de los líderes de opinión, las tomas de posición de las sociedades científicas o los grupos de trabajo. Obviamente, la ciencia y la investigación básica y aplicada han desempeñado y seguirán desempeñando un papel fundamental en el progreso del conocimiento médico. Sin embargo, la ciencia progresa con más lentitud de lo que la sociedad cree. Requiere la prueba del tiempo para confirmar sus hipótesis y tiene su fundamento en una metodología estricta, así como en la integridad personal, virtud que en los últimos tiempos se echa a menudo en falta. Una adhesión mimética y precipitada a las propuestas científicas puede constituir un grave error que, tarde o temprano, se paga con la propia salud o con la de los pacientes. Antes de dar por cierta una hipótesis, antes de aprobar un fármaco o una nueva técnica quirúrgica para su uso generalizado, cabe considerar siempre el principio de precaución para evitar daños. La medicina es una actividad práctica y, como tal, exige tomar decisiones; de hecho, el saber tomar las acertadas en cada momento marca el talante y la competencia de un médico. Y no es un proceso fácil: un sinfín de condicionamientos se ceban sobre cada una de las decisiones que se toman en la clínica sin que se tenga conciencia de ello.
Al recetar un fármaco a un paciente hipertenso, un médico escoge, de entre los muchos a su disposición, el que le parece más adecuado, siguiendo un método hasta cierto punto inconsciente que incluye la información que le han proporcionado los visitadores médicos, lo que aprendió durante la carrera, las guías que pueda haber redactado una sociedad científica o la opinión subjetiva del paciente. En el caso de un cirujano, la toma de decisiones es con frecuencia intuitiva debido a la premura con que debe ejecutarse uno u otro gesto quirúrgico en el curso de una intervención compleja. Indiscutiblemente la ciencia aporta muchos elementos para la toma de decisiones, pero aun así el campo de incertidumbre que rodea a diagnósticos y tratamientos es considerable.
Cuando hablamos de medicina, cuando reflexionamos sobre el sentido, el objetivo o la adecuación de las profesiones sanitarias, hemos de tener en cuenta su carácter sistémico y su posición central en un entramado cultural, científico y económico complejo. La complejidad es una característica inherente de nuestras sociedades posindustriales y el debate sobre la salud y la enfermedad no puede escapar a un enfoque global en el que cabe incluir múltiples actores, todos ellos interactuando en función de objetivos diversos. Edgar Morin, en Ciencia con consciencia, es tal vez quien mejor ha teorizado la complejidad del mundo que hemos creado después de 1914: «La necesidad de pensar globalmente la complementariedad, la concurrencia y el antagonismo de las nociones de orden y desorden plantea precisamente el problema de cómo pensar la complejidad de la realidad física, biológica y humana».
LA MEDICINA PRECEDE A LA CIENCIA
Desde tiempos inmemoriales, las diversas culturas han delegado la curación de las enfermedades y de los daños corporales infligidos por traumatismos en personas con una alta cualificación social y conocimientos específicos. El legado que nos ha dejado la medicina egipcia del 3000 a.C. guarda aún vigencia, sobre todo en lo relativo a la ética profesional. Fueron siglos en que la observación inteligente y la práctica empírica que de ellos derivaban se transmitieron de generación en generación, y florecieron especialmente entre árabes y judíos. Esta base empírica de la medicina ha sido y sigue siendo esencial para una buena práctica clínica. De hecho, buena parte de los conocimientos que manejamos hoy en día se nutren de la experiencia y de las agudas observaciones de nuestros antepasados más que de la cuantificación estadística o de los estudios experimentales. Cuando el cirujano estadounidense Charles McBurney (1845-1913) propuso extirpar el apéndice en casos de peritonitis que hasta entonces eran casi siempre mortales, dio un paso de gigante en la curación de la apendicitis aguda, una enfermedad que hoy consideramos banal pero que en el pasado causaba millones de muertes. Si la apendicectomía hubiera debido apoyarse en pruebas científicas como las que hoy consideramos esenciales, millones de pacientes habrían fallecido prematura e innecesariamente.
La medicina como cuerpo de conocimientos ha avanzado sobre dos carriles: el de la observación y la práctica empírica, y el de la ciencia. Debemos ser respetuosos, no acríticos, con la tradición empírica, porque en muchos ámbitos ha funcionado y funciona como base del ejercicio cotidiano. Además, el empirismo pone en valor la observación clínica, que aún es una fuente de inspiración para nuevas propuestas científicas e innovaciones terapéuticas.
DE LAS FORMAS Y LAS FUNCIONES A LA BIOLOGÍA MOLECULAR
Cuando en el siglo XVI Andrea Vesalio, por entonces médico y cirujano de la Universidad de Padua, comenzó a disecar cadáveres, demostró lo poco que se sabía de la anatomía humana. Sus estudios sistemáticos y las láminas que nos legó en su monumental obra representan el primer paso propiamente científico en la historia de la medicina.
Desde entonces, ¿de qué fuentes ha bebido el enorme acervo científico que fundamenta la medicina? Simplificando, se puede decir que de dos ramas de la investigación: las ciencias de las formas, o ciencias morfológicas, y las ciencias de las funciones. El objetivo de las primeras es la descripción de la arquitectura macro y microscópica de los órganos internos y son herederas de Vesalio. Las ciencias funcionales, que se engloban bajo el gran paraguas de la fisiología, son herederas del primer investigador de la fisiología humana, William Harvey (1578-1657), descubridor del doble circuito del sistema circulatorio. En ambos casos, el progreso científico ulterior ha consistido en proceder al estudio de niveles de organización formal y funcional cada vez inferiores, es decir, más pequeños, más detallados e invisibles.