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Rémy Chauvin - Darwinismo. El fin de un mito

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Rémy Chauvin Darwinismo. El fin de un mito
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    Darwinismo. El fin de un mito
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Darwinismo. El fin de un mito: resumen, descripción y anotación

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¿Debemos olvidar definitivamente las ideas de Darwin? Lo más importante en una teoría para el científico es que sea eficaz, que inspire experimentos. Es innegable que Darwin es uno de los padres de la biología moderna, pero ¿puede todavía aportarnos algo? ¿Qué lugar ocupa el darwinismo en la biología actual? ¿Puede aún contribuir al progreso de la ciencia? Algunos defensores acérrimos de esta corriente quieren hacernos creer que el darwinismo lo explica absolutamente todo. ¿No caemos en una tautología al afirmar que la evolución natural existe puesto que las especies actuales han evolucionado? Estas posturas, que ciertos darwinistas defendieron con gran ardor, revelan los límites de las teorías evolucionistas. En esta polémica obra, el profesor Chauvin ataca un mito. Su ensayo tiene además el mérito de invitar al debate, un debate del que publicaciones como «Science» o «Nature» se alejan prudentemente.

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APÉNDICE

EL SINGULAR LIBRO DE DEPEW Y WEBER (1995)
(Depew, D. J., y Weber, B. H., «Darwinism Evolving», A Bradford Book, MIT Press, 1995)

H ace poco tiempo me sentí agradablemente sorprendido al anotar el gran libro de Depew y Weber (¡588 páginas!). Ambos autores son anglosajones de pura cepa, y, sin embargo, han tomado una postura de lo más ambigua frente al darwinismo y los darwinistas. Es evidente que sienten un cierto cariño por el viejo sistema, que, como el té de las cinco, forma ya parte de la sensibilidad inglesa. Sin embargo, son hombres de ciencia, y no pueden evitar tener en cuenta las dudas cada vez más serias que emiten cada vez más autores en cuanto a la validez científica de la teoría darwinista, y especialmente las críticas de Gould.

En primer lugar, con relación a la famosa supervivencia del más apto (mediocre traducción del inglés «survival of the fitnest»), recuerdan el viejo argumento según el cual Darwin debería haber leído la reflexión que se hace sobre el opio en El médico a palos: «hace dormir, quia est in eo virtus dormitiva, cujus proprietas sensum assoupire», en el latín aproximativo de Moliere. Por ello, según Depew y Weber, muchos autores han considerado que la teoría carecía de «contenido empírico» (citaré a continuación algunas expresiones de Depew y Weber, para que no piensen que estoy exagerando).

En un primer momento, parecía que el descubrimiento de la doble hélice iba a resultar muy positivo para el darwinismo, pero esta ciencia ha avanzado tan deprisa que el panorama de la herencia se ha visto completamente trastocado más de una vez. De hecho, se ha complicado de manera considerable, y la vieja manía darwinista (un gen, un rasgo) resulta ahora por completo ridícula. Si no me equivoco, ha sido abandonada. Además, «el papel de los genes, por lo menos en algunos procesos evolutivos básicos, no depende de la selección natural». «Lo que es aún más grave, la trasposición de elementos genéticos móviles sugiere que los genes quizá puedan transgredir los mecanismos mendelianos, que eran un puente entre la biología molecular y la síntesis [darwinista] moderna». De hecho, por esta razón los darwinistas han elaborado una «síntesis ampliada» («expanded synthesis»), que trata de integrar mejor o peor todos los cambios del panorama hereditario, pero que en realidad «es la expresión de un deseo más o menos desesperado de mantener los procesos no selectivos bajo control, pero así debilitan el propio proceso de la selección natural». Lewontin también rechaza la selección de los genes, y apunta que «la actividad de los organismos que crean su propio entorno muestra que la pasividad que el hiperadaptacionismo atribuye a los organismos no es más que una distorsión ideológica de la realidad». Por otra parte, parece que Kimura y su neutralismo son «una catástrofe» para el darwinismo: «desde la perspectiva darwinista, resulta absolutamente sorprendente que los genes puedan tener un comportamiento comparable al funcionamiento de un reloj (“clocklike behaviour”) en cuanto a la evolución de las proteínas, y que pueda producirse una cantidad tan grande de cambios evolutivos sin significación selectiva». «Para un biólogo de la evolución resulta totalmente improbable que las proteínas, que se supone están completamente determinadas por los genes, puedan tener partes no funcionales, que puedan existir genes dominantes durante series de generaciones, o que ciertas moléculas puedan cambiar según un patrón regular pero no adaptativo».

Todo esto arroja «dudas sobre las proezas predictivas y la fecundidad explicativa de la síntesis moderna». Deberíamos admitir, como hace Lewontin, que «los aminoácidos [que se modifican sin consecuencias detectables] son un pedazo de genética [“chunk”] que nuestra tecnología revela, pero que fisiológicamente no tiene ninguna importancia».

Omitiré ahora las numerosas críticas al gradualismo y al adaptacionismo, a las que ya me he referido a lo largo de esta obra, que, como señalan Depew y Weber, son defectos de los que los darwinistas modernos querrían deshacerse discretamente. «¿Pero seguiría siendo darwinismo el darwinismo sin gradualismo ni adaptacionismo? Para Darwin probablemente no lo hubiera sido». Según Gould, a quien Depew y Weber citan a este respecto una vez más, los acontecimientos «ligados en forma de cadena causal no son ni necesarios ni predecibles: no son más que reconstrucciones retrospectivas, nada más que cuentos». Weber llega incluso a compararlos a los «cantares de gesta» o a las sagas de Islandia.

Depew y Weber sienten gran admiración por Kaufmann, a quien citan constantemente en su obra, no sin razón, desde mi punto de vista, y no olvidan un fragmento de este autor que a mí se me había escapado: Kaufmann era consciente de que trabajaba siguiendo la línea que había marcado D’Arcy Thomson, ese investigador enigmático y genial, fascinado por la forma de los organismos y su génesis. Pero Depew y Weber también se interesan por las teorías de Geoffroy Saint-Hilaire, lo cual resulta extravagante tratándose de americanos. Según este último, la filogenia sigue su propio camino y memoriza sus pasos en la ontogenia, independientemente de la selección natural.

Me detendré aquí, ya que sería necesario citar todo el libro de Depew y Weber, que analiza los errores del pensamiento darwinista con admirable profundidad, aunque, como he dicho, con un resquicio de ternura hacia esta teoría. Ello no impide que su obra sea un compendio de críticas aplastantes contra una teoría que a veces añoran.

UN NÚMERO ESPECIAL DE «LA RECHERCHE» (NÚM. 296, 1997)

En 1997, la revista La Recherche, muy conocida y justamente apreciada en el mundo científico, publicó un número especial dedicado a la evolución y a sus mecanismos. A pesar de que esta publicación estuviera dedicada a los darwinistas más que a la evolución en sí, no puedo evitar subrayar algunos aspectos de la interesantísima discusión que se publicó para la ocasión.

Sus protagonistas eran Jacob, premio Nobel, y Langaney. Ambos comparten más o menos la misma opinión, y como coincide con la mía, no trataré de contradecirlos, salvo sobre un punto de importancia menor. Jacob utiliza mucho el término «bricolaje evolutivo», que él mismo inventó y cuyo uso se ha extendido. Discutir su significado, en mi opinión, no constituye un debate sin importancia. Las palabras tienen mucha influencia sobre las ideas, y en el caso que nos ocupa el término «bricolaje» tiende a rebajar la evolución y, en un cierto sentido, también a simplificarla y a devolverle su viejo reino al dios Azar (no quiero decir que esta fuera la intención de Jacob).

El fondo de esta cuestión es la impresión que nos producen los sublimes mecanismos evolutivos (que merecen este epíteto, si consideramos los sorprendentes organismos que pueblan la Tierra), y el grado de complejidad, a veces inextricable, de lo que de ellos conseguimos descifrar efectivamente. Me refiero en particular al mecanismo genético de la herencia: como señalan Jacob y Langaney, han quedado muy lejos los tiempos en que todo parecía sencillo y la afirmación «un gen, un carácter» se consideraba como una ley. Nos encontramos ahora perdidos en una maraña de mecanismos embrollados (de momento, no lo estarán siempre).

Pero ¿qué esperábamos? Una máquina, sin lugar a dudas, diseñada tal y como las diseñan los hombres, en la que cada pieza encaja en su lugar y tiene su razón de ser. Y, efectivamente, no es lo que vemos: ¿Qué función tienen, por ejemplo, los intrones, que no codifican nada (o eso creemos de momento)? ¿Qué función tiene el genoma, que sigue resistiendo todos los intentos de simplificación que se han aplicado para hacerlo totalmente inteligible?

En mi opinión, todo esto demuestra que no hemos considerado la máquina genética como corresponde.

Precisamente porque no es una máquina, sino una fábrica, o un taller en el que las herramientas no se destruyen, sino que se guardan por si se necesitan más adelante. Si se trata, por ejemplo, de construir un automóvil, no reinventamos un carburador o un sistema de suspensión nuevo cada vez: estos «órganos» ya existían en los primeros vehículos. La misma herramienta puede utilizarse para diferentes funciones, en caso necesario, como los alicates en este ejemplo.

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