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Agradecimientos
Ontogenia y filogenia
En el principio está el final;
pero los finales se despliegan, tornándose extraños.
Las vidas —y las generaciones— experimentan cambios.
Las rutas metabólicas probadas tenderán
a durar y a modelar la gama
de la evolución futura desde el pasado.
J. M. BURNS, de Biograffiti.
Escrito para mi seminario sobre recapitulación
A unque el resultado es, así lo creo, tolerablemente ordenado, este libro surgió de una manera fortuita. Su génesis y ejecución fueron con toda probabilidad típicas de la mayoría de tratados generales. Raramente separamos los aspectos lógicos y psicológicos de la investigación y tendemos a imputar el orden de un producto acabado al proceso de su creación. Después de todo, los esbozos abandonados y las fichas de notas no utilizadas están en la papelera y las salidas en falso se borran permanentemente de la memoria. Es por esta razón por la que P. B. Medawar calificó una vez al artículo científico de «fraude»; porque refleja de manera muy falsa el proceso de su generación y fomenta el mito del procedimiento racional según esbozos originales concebidos de forma rígida (y brillante). Considero este libro como un organismo. He vivido con él durante seis años. Los comentarios perspicaces de colegas en conversaciones casuales han proporcionado casi todos los pasos cruciales de su ontogenia. Aquéllos a quienes doy las gracias no recordarán seguramente su contribución, pero quiero registrar su inspiración. Del mismo modo, pido disculpas por olvidar las fuentes de otras ideas; no surgieron sui generis. Soy una esponja muy efectiva (y un arreglador bastante bueno de información desigual); pero no soy un buen creador.
Emst Mayr, en un comentario casual, me sugirió que escribiera este libro. Lo empecé únicamente como un paseo de prácticas para aprender el estilo de la exposición prolija antes de embarcarme en mi magnum opus Y estoy extraordinariamente feliz por haberlo hecho porque, mientras tanto, mis opiniones sobre la macroevolución han cambiado de manera drástica y mi plan original, si se hubiera ejecutado, me causaría ahora embarazo.
Además, quiero dar las gracias a Tony Hallam por proporcionarme un lugar de trabajo en la misma área del Museo de Oxford en la que Huxley debatió con Wilberforce; a Gary Freeman por aguzar mi percepción de las diferencias esenciales entre Von Baer y Haeckel durante una extensa discusión; a J. B. S. Haldane (postumamente) por ser tan brillante y por insertar intuiciones importantes en los informes de investigación más convencionales; a Jim Mosimann por tomarse el tiempo (algo que los científicos atareados pocas veces hacen) para escribir una larga carta explicando sus puntos de vista sobre la medición independiente de tamaño y forma; a Gary Sprules por su esfuerzo adicional para responder a una pregunta, fastidiosa por el tiempo que exigía, sobre la neotenia en los anfibios; a Mary-Claire King y Alian C. Wilson por publicar su importante artículo sobre las diferencias entre los chimpancés y los seres humanos justo cuando yo estaba empantanado porque no encontraba un epílogo adecuado; a Roy Britten y Eric Davidson por una discusión bastante ebria sobre la regulación (que yo recuerdo, aunque puede que ellos no) en casa de Jim Valentine; a Jane Oppenheimer por servir como modelo preeminente de una excelente científica que puede ser una historiadora igualmente excelente y por leer con tanta perspicacia y con tan poca antelación los capítulos históricos de este libro; a G. Ledyard Stebbins por su entusiasmo irrefrenable por todas las cosas y por convencerme acerca de la «precocidad creciente de la acción génica» en un momento crucial; a John Bonner, por su campaña tranquila y elocuente para unir las dos biologías en su campo común del desarrollo; a Frank Sulloway y Robert McCormick por ayudarme a través de una terra incognita; a Saúl Steinberg, por permitirme explotar su obra en un frontispicio; a Bill Coleman y Camille Limoges por sus intuiciones históricas y sus referencias inmediatas; a Gordon Cantor por su esfuerzo extraordinariamente amable y no solicitado para guiarme a través de la bibliografía sobre desarrollo infantil; a Robert Fagen, Richard Estes y Valerius Geist por sus ideas sobre neotenia en los mamíferos sociales; a Doug Gilí por lo mismo en anfibios; a Tim Smock por su buena voluntad a la hora de enfrentarse a una bibliografía tediosa sobre educación primaria. Todos éstos fueron actos de amabilidad sin ninguna recompensa personal; éste es el verdadero espíritu universitario. Mis agradecimientos van asimismo al menos a cincuenta historiadores y biólogos evolutivos que respondieron de maneras diversas a preguntas abiertas del tipo: «¿Y qué opina usted de la neotenia?»; a los que leyeron partes del original y añadieron sus ideas a este esfuerzo colectivo: Polly Winsor, David Kohn, Fred Churchill, Dov Ospovat, Joan Cadden, David Jablonski, mis alumnos de historia de la embriología, y muchos otros; a los que me proporcionaron referencias a la recapitulación de sus periódicos y novelas; y, por encima de todo, a una institución que posee su propia humanidad y que se me antoja más un organismo que un lugar: la Biblioteca del Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole. ¿En qué otro lugar podría un trabajador idiosincrásico como yo encontrar una biblioteca abierta todo el día, libre de las normas y de la burocracia que asfixia la erudición y que «protege» los libros simplemente impidiendo su uso? Se trata de una anomalía en una época de sospechas y anónima. Que pueda sobrevivir tal como es, a pesar de todas las improbabilidades. Terminé este libro en la casa de Gar Alien, en la Hyatt Road de Woods Hole, que lleva apropiadamente el nombre del hombre que identificó claramente por primera vez el papel de la secuencia temporal de desarrollo en la heterocronía: el tema principal de este libro (una coincidencia sin sentido, pero pensé que debía mencionarla). Agradezco a la Sociedad Filosófica de América que financiara mi trabajo en bibliotecas inglesas.
No sé por qué los autores se sienten obligados a decir esto (porque debería ser obvio), pero también yo exonero a todos estos queridos amigos y colegas y los declaro libres de culpa, de obligaciones e inocentes de responsabilidad por los errores de este libro. No podría ser de otro modo; después de todo, es mi obra. Soy responsable de todas las traducciones desde idiomas no ingleses (excepto para las pocas que se han citado a partir de una fuente inglesa secundaria). Finalmente, mi agradecimiento a G. G. Simpson por su envergadura intelectual y por su capacidad para inspirar a un niño de diez años con sus escritos generales, con los que eclipsó una adoración previa para Joe DiMaggio. A mi esposa, Deborah, por ser el tipo de persona acerca de la que no se podría escribir nunca el convencional: «Gracias a mi esposa, cuya comprensión paciente… y que mecanografió el original y consiguió que los niños me dejaran trabajar».
Y a mis padres por su entusiasmo y apoyo incansables, en ausencia de ninguna tradición de educación superior en nuestra familia, y frente al pasmo de algunos parientes mayores que no sabían qué era la paleontología y que, al descubrirlo, sólo podían murmurar (con una inflexión que no puedo transcribir al papel): «¿Acaso ésta es una profesión para un muchacho judío?».
STEPHEN JAY GOULD (Nueva York, 1941 - 2002) fue un paleontólog, biólogo evolutivo, historiador de la ciencia y uno de los más influyentes y leídos divulgadores científicos de su generación. Gould pasó la mayor parte de su carrera docente en la Universidad de Harvard y trabajando en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. En los últimos años de su vida, impartió clases de biología y evolución en la Universidad de Nueva York, cercana a su residencia en el SoHo.