Capítulo 1
1918-1914
¡TANTOS MUERTOS!
Capítulo 10
1917
«NO CONOZCO NADA SUPERIOR A LA NECESIDAD DE LOS HECHOS»
T ras la proclamación del resultado del voto de confianza, Clemenceau abandona el hemiciclo con el ceño aún fruncido y el cuerpo inclinado hacia delante.
Así da la impresión de ascender con fuerza por una subida rápida, sin perder el aliento.
Los poilus que han visto saltar a este hombre de 76 años dentro de una trinchera, superar un talud, adelantando a los oficiales que lo acompañaban, han sentido la energía excepcional que emana de este hombre, de este «anciano sanguinario», como dirán sus enemigos, entre ellos Paul Morand.
En realidad, Clemenceau, consciente de la amplitud de la tarea que debe afrontar, quiere gestionar su empleo del tiempo.
Todos los días va a su casa para almorzar con su familia.
Se acuesta hacia las 23 horas, después de ver a los colaboradores más devotos formando un círculo cerrado a su alrededor.
Recién levantado, Clemenceau consagra más de una hora a una sesión de gimnasia bajo la dirección de un profesor.
Después comienza la jornada.
Recibe a los parlamentarios y a los ministros (que se reúnen en un consejo de ministros semanal). Está en contacto permanente con Foch o Pétain. Habla continuamente con el general Mordacq, Georges Mandel y Jeanneney, que son sus colaboradores más cercanos.
Acude con frecuencia al Elíseo.
«Me acaba de presentar un informe —escribe Poincaré—. Ha estado una media hora conmigo para pasar revista de todas las cuestiones con una gran locuacidad y un desorden no menor. En bastantes ocasiones pierde el hilo de sus ideas… También habla muy rápido, tocándolo todo, sin pedirme mi opinión sobre nada y sin dejarme decir palabra. Se despide de una manera todo lo amable que le parece posible en lo que considera como un deber oficial… para informarme pero no para consultarme».
Poincaré no se engaña.
Para Clemenceau el presidente de la República es tan inútil como una… próstata. Y en su concepto de las instituciones cree que se le puede practicar la extirpación.
Clemenceau es partidario de un «régimen de Asamblea». Lo que supone que el presidente del consejo debe obtener una mayoría cada vez que deba tomar una decisión importante. En diciembre de 1917, Clemenceau puede contar con el apoyo de los diputados.
«Yo, que siempre me he burlado de la popularidad —afirma—, ahora por casualidad cuento con el favor de la opinión pública. Ahora es necesario que actúe».
Pero ¿en qué dirección?
«No conozco nada que sea superior a la necesidad de los hechos», declara.
Una vez que están establecidos, «es necesario actuar como se respira». Y para Clemenceau, por muchas que sean las dificultades —la capitulación del aliado rumano, la defección del aliado ruso—, «continuaré librando la guerra y lo seguiré haciendo hasta el último cuarto de hora».
Los generales Ferdinand Foch (izquierda) y Philippe Pétain (derecha).
«Mi estado de ánimo es de una gran simplicidad —explica—. He tenido mis momentos de ideología y no estoy dispuesto a lamentarlos. He tenido que rectificar muchos juicios de valor en el empirismo laborioso de una doctrina magnífica puesta a prueba por los hechos a lo largo de cuarenta años y creo que he ganado una experiencia de duda, sin perder el entusiasmo por la idea».
Su personalidad, labrada por la experiencia y anclada en un carácter decidido y en una voluntad sin mácula, se impone.
Sin dudarlo aprueba la detención de Joseph Caillaux, considerado como el representante de una política que quiere poner fin a la guerra y abrir conversaciones con Berlín y Viena.
Caillaux, a pesar de su notoriedad y su influencia, acaba encarcelado en la Santé y después es trasladado a una casa de reposo en Neuilly.
Caillaux no es un «traidor», pero propone otra política. Eso es suficiente para excluirlo del juego.
En cuanto a los «traidores de verdad», —Mata Hari es el ejemplo más claro— son detenidos, condenados a muerte y ejecutados.
Clemenceau, que fue ministro del Interior en 1906, vela por el orden público y los movimientos sociales. Toma disposiciones para prevenir y contener la agitación obrera que, desde su punto de vista, mira hacia la Rusia de Lenin y el poder de los soviets.
Rusia espera una paz inmediata en cuanto anuncie la revolución comunista.
En Brest-Litovsk, los bolcheviques se inclinan ante las exigencias alemanas: a ese precio se firma la paz… y las unidades alemanas pueden abandonar el frente oriental y trasladarse al frente francés.
Clemenceau ordena el acuartelamiento de cuatro divisiones de caballería en las zonas industriales de París, Orleans, Tours, Ruán y Saint-Etienne para vigilar las concentraciones obreras.
Clemenceau acalla así a la «oposición», previendo los peligros de una contaminación «pacifista» y «revolucionaria».
Se enfrenta a los socialistas:
«La clase obrera no es de su propiedad, señores…», les lanza.
En cuanto al traslado de los ejércitos alemanes hacia el frente francés, recalca que no tomará ninguna medida para licenciar a los soldados más antiguos, en su mayoría campesinos.
«Si el frente necesita de la retaguardia —no deja de repetir— será necesario que los de la retaguardia, que serán los primeros en exigirlo, retomen el camino. ¡He dicho!».
Ante Clemenceau, todo el mundo se calla. Todos se inclinan ante su autoridad. «¡Los civiles resisten!».
El 21 de diciembre de 1917, Clemenceau cumple su primer mes de gobierno.
«No temo mi responsabilidad —afirma—. Recordarán muy bien que no solicité el cargo del señor Poincaré. El día que me hizo llamar, habría quedado deshonrado si me hubiera negado a tomar el poder. […] Intento dirigir la guerra […]. ¿Creen ustedes que mejora el estado de ánimo de los poilus, que conocen las cosas vagamente pero que las sienten con todas sus fuerzas, cuando piensan que, mientras ellos se baten, detrás de ellos hay personas que los traicionan? ¡Todo excepto eso! […]
»El primero de los deberes es someter a todos los ciudadanos, senadores y diputados, a la justicia y a la ley…».
Capítulo 11
1918
EL RAMILLETE DE LOS POILUS
L os ciudadanos de los que depende todo son los poilus, esos hombres, esos campesinos salidos de lo más profundo de la nación, que sobreviven desde el mes de agosto de 1914 en el infierno del fuego.
En ellos piensa Clemenceau. Es en relación con ellos por lo que juzga esta o aquella iniciativa.
Cuando el 8 de enero de 1918, el presidente Wilson presenta en un mensaje ante el Congreso de Estados Unidos un plan de catorce puntos, el esbozo de un tratado de paz —¡cuando llegará!—, cuyo elemento esencial será una Sociedad de Naciones, Clemenceau se muestra reticente.
«No creo que la Sociedad de Naciones sea la conclusión natural de la guerra actual —declara—. Les explicaré mis razones. Si mañana me proponen que Alemania se incorpore a la Sociedad de Naciones, no lo consentiré. Porque, ¿qué garantías me podrían ofrecer? ¿La garantía de una firma? Pregúntenle a los belgas lo que piensan de la firma de Alemania… Por eso siempre estarán obligados a empezar diciendo: “¡Alemania romperá por sí misma con el militarismo prusiano!”».
Clemenceau teme también la reacción de los poilus.
«Mientras que unos se baten y se dejan matar —afirma—, se extiende por las trincheras el rumor de que los delegados de esta o aquella nación, de este o aquel partido se han encontrado para conseguir la paz, que se preparan negociaciones, pero después enseguida se recula, que decididamente será necesario seguir nadando en el fango y en la sangre, durante una serie de meses que no se conocen».