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Juan Simeón Vidarte - No queríamos al rey

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Juan Simeón Vidarte No queríamos al rey

No queríamos al rey: resumen, descripción y anotación

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Estas memorias examinan las causas que determinaron la caída de una monarquía multisecular como la española, y es de gran utilidad no ya sólo como antecedente obligado de la vida azarosa y nada fácil de la Segunda República, sino como enseñanza que las actuales generaciones deben tener muy en cuenta para no incurrir en nuevos y desastrosos errores, difíciles de subsanar y subsanables, en todo caso, a un elevado coste.

Es saludable que la juventud española de hoy conozca la presión que, los que entonces eran jóvenes, tuvieron que ejercer, los trabajos que hubieron de realizar para el advenimiento de esa República.

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Luz

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Capítulo 1

En la región más pobre de España. — Llerena y el Maestrazgo de la Orden de Santiago. — Sobre aquellas piedras caminaron los Inquisidores. — La ciudad que ríe una semana al año. — Vida de una familia de la clase media a principios de siglo. — La guerra de Marruecos y la Semana Sangrienta. — Ferrer y Salvochea, en la mente de un niño. — Las clases sociales en un pueblo extremeño. — ¡Y aún decían que estaba barata la caza! — Una contratación de esclavos, llamados braceros. — La muerte de mi padre. — La vida revolucionaria del sobrino del arzobispo Tarancón.

En el año de 1902 vi la luz en Llerena, en la baja Extremadura. Llerena era un pueblo con hambre y con historia, es decir, dos veces desgraciado. Tenía categoría de ciudad: «Muy noble, muy leal y antigua», según rezaban sus pergaminos.

Situada en una pintoresca llanura al pie de la Sierra de San Miguel, fue baluarte de los moros durante siglos hasta su conquista en 1241, por el Gran Maestre de Santiago.

Nacer en Extremadura no era igual que nacer en la costa mediterránea, en la cantábrica, o en alguna otra rica región de España.

Extremadura no tiene características que destaquen su personalidad, ni circunstancias históricas que la afirmen. Es una prolongación de Castilla, con gotas de Andalucía en su zona fronteriza. Llerena, próxima a las tierras andaluzas, no recibió de éstas más que el acento. Nuestra pronunciación es un andaluz atenuado. La melancolía andaluza, que sirve de trasfondo a su aparente alegría, es en el llerenense, gravedad castellana.

Entre los siglos XIV y XVI, Llerena era el vigía de Castilla sobre Andalucía. En la época cristiana, más que por sus recuerdos y glorias pretéritas, fue conocida por tener un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición desde 1483, cuya jurisdicción se extendía a más de quinientas villas y ciudades de varios obispados y de los maestrazgos de las órdenes militares de Santiago y Alcántara. Allí se juzgaba el pensamiento de esta parte de España. Por ello, Llerena se hizo orgullosa e intolerante. Sus fértiles tierras eran propiedad de la Iglesia. Después de la desamortización de los bienes eclesiásticos, por Mendizábal, en el siglo XIX, dejó de ser feudal, cambió de amo, sin la compensación de «la sopa boba» que se repartía a los pobres en los conventos. Llerena no se desintegró, se fue apagando. Los reaccionarios de mi tierra lo eran debido a esa inercia y miedo con que una pequeña clase media se aferra a su menguado bienestar. No echaban de menos el feudalismo: con su caciquismo aldeano tenían suficiente.

Nací cerca de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Granada, patrona de la ciudad, al lado de un colegio de religiosas francesas —donde cursé los estudios primarios— y frente a un convento de monjas clarisas, de clausura. La iglesia de este convento lindaba con el palacio de la Inquisición, convertido, en mi época, en cuartel de la Guardia Civil.

Fueron mis padres Juan-Simeón Vidarte y Tarancón, abogado oriundo de una familia de Hernani, Guipúzcoa, y Carolina Franco-Romero y Castelló, nacida en Guadalcanal, provincia de Sevilla.

Vidarte, en vasco, según me decía Unamuno, significa «entre caminos». Es cierto. ¡Mi vida ha respondido a su tradición vasca, ya que siempre la he pasado entre caminos, en esa agonía existencia!, sartriana, de tener constantemente que elegir. Mi padre era sobrino del arzobispo de Sevilla, Joaquín Tarancón, biografiado en la novela de Luis Montoto, Vida y milagros del poderoso Caballero Don Nadie. Los restos del arzobispo están enterrados en la catedral de Sevilla.

De la familia de mi madre sé que sus abuelos eran unos propietarios de Constantina, que sus padres murieron siendo ella muy niña y que vivió siempre con sus abuelos paternos. La mayor parte de su familia estaba integrada por terratenientes y militares. Dos generales Franco-Romero eran primos de mi madre, y en la rama Castelló predominaban jefes del ejército.

Hijo tardío de una familia de diez hermanos, sólo conviví con cuatro de ellos. Mi hermano Leonardo me llevaba veinte años y a él seguían Joaquín, Pepe y Eulalia.

En la escuela, mi mejor amigo fue Julián Gómez, muchacho con los nervios desatados, que hacía mil diabluras. La maestra le castigaba arrodillándolo a su lado y continuaba explicando la clase mientras Julián le levantaba cuidadosamente las faldas y todos estallábamos en carcajadas, inexplicables para la monja.

Recuerdo un suceso ocurrido en mi calle, años más tarde. Frente a nuestra casa había otra, cuya puerta permanecía siempre cerrada. Un día me acerqué a curiosear, y mi madre me regañó: «No te acerques nunca, que ahí vive una bruja de Villagarcía». Sin embargo, mi curiosidad me llevaba a mirar tras los vidrios del balcón y veía llegar a alguna joven, con el rostro tapado por el manto. Daba unos golpes en la puerta y se deslizaba por ella misteriosamente. Una noche oí un fuerte escándalo en la calle y gritos en la vecindad. Me asomé presuroso al balcón y vi que salía de la casa una viejecita, con un manto negro en la cabeza, custodiada por la Guardia Civil. Empecé a gritar:

—¡Papá, se llevan presa a la bruja!

—Ésas son leyendas. No hay brujas.

Todos los vecinos habían salido a las puertas, ventanas y balcones para presenciar el acontecimiento. Al poco tiempo vi salir a dos guardias con una parihuela sobre la que iba extendido el cuerpo de una mujer joven. Yo seguía gritando:

—¡La bruja de Villagarcía ha matado a una muchacha! ¿Por qué, por qué la ha matado?

Nadie me quiso dar una respuesta.

Consulté con Julián Gómez, y él me aseguró que sí existían las brujas y que había oído hablar de ellas en su casa. Nos propusimos investigar, cada uno por nuestro lado. Yo no perdía palabra de lo que decían las sirvientas. Sólo quedaba grabada en mi mente la palabra aborto.

Julián tuvo más suerte. En su casa se reunían a rezar el rosario, todas las noches, unas cuantas beatas del pueblo, y él no perdió palabra de las conversaciones:

Villagarcía era tierra de brujas. Tenían ungüentos y filtros para hacer amar y aborrecer. Cuando querían matar a alguien hacían una muñeca de cera y le clavaban alfileres y la persona sufría mucho, contraía enfermedades, adelgazaba y después moría. También sabían secretos para que los niños no nacieran. Algunas hacían mal de ojo, porque tenían sustancias venenosas en los ojos y en otras partes del cuerpo. Ellas daban mala suerte, «malferio»; traían el «cenizo». Con hierbas que buscaban en la sierra de San Miguel debilitaban la voluntad de los hombres y los convertían en muñecos humanos. También echaban las cartas y averiguaban el porvenir. Todo eso era verdad, porque una señora de las que estaban en su casa se lo había oído al cura.

—¿Tú no sabes si hay también brujos?

—Ahora no. Dicen que los hubo hace muchos años…

De nuevo volví a interrogar a mi padre:

—Ya tienes edad para no creer en tonterías. Dicen que en Villagarcía hay brujas, porque sus mujeres van siempre con la cabeza cubierta y vestidas de negro. Lo que sucede es que allí guardan la costumbre de llevar luto ocho o diez años por cada familiar o pariente difunto; son familias tan numerosas que todo el pueblo está siempre de luto.

Mi padre tenía el primer bufete de Llerena y nuestra vida era holgada y ordenada. A la hora de las comidas nos imponía una absoluta puntualidad. En sus costumbres y género de vida mi pueblo no había salido de los comienzos del siglo XIX.

Nuestro almuerzo era casi siempre igual: cocido y a veces arroz con pollo o guisado de conejo. La caza era abundante y, según mi madre, muy barata.

Un día vi correr a la gente en dirección a la plaza y la curiosidad me hizo ir tras ella. En la puerta de la cárcel estaba una pareja de la Guardia Civil que traía un hombre tendido sobre un caballo. ¡Un muerto! Lo arrojaron al suelo, boca arriba, y preguntaron a los allí reunidos si había alguien que lo conociese.

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