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Miguel Martorell Linares - Duelo a muerte en Sevilla

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Miguel Martorell Linares Duelo a muerte en Sevilla

Duelo a muerte en Sevilla: resumen, descripción y anotación

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Rafael de León y Primo de Rivera, casado con María de las Cuevas Pickman, nieta del fundador de La Cartuja de Sevilla, había fundido el capital de su esposa y vivía de los préstamos que le proporcionaba un amigo: el capitán de la Guardia Civil Vicente Paredes Maroto. Un buen día un anónimo le advirtió de que el capitán pretendía a la marquesa. Preso de cólera, buscó al militar, le halló en un teatro y sin mediar palabra le derribó de un tortazo. Poco después acordaron un duelo a muerte. Se celebró el 9 de octubre de 1904. El marqués murió y la tragedia conmocionó a la ciudad. La Iglesia prohibió el entierro en el camposanto y la multitud enardecida lo enterró a la fuerza, pero por la noche sería exhumado y trasladado por los guardias al cementerio civil.

Miguel Martorell cuenta esta historia, real aunque no lo parezca, que arranca a comienzos del siglo XIX, con la llegada a Cádiz y más tarde a Sevilla de Carlos (Charles) Pickman Jones, nacido en Londres e hijo de un fabricante de loza. Sigue una sucesión de muy breves capítulos, de dos o tres páginas cada uno, que bien podrían ser escenas de una película, escritos con extrema elegancia y sostenidos en una detenida investigación, que no excluye sino que explota a conciencia las fuentes literarias, españolas y de otros países. Martorell va presentando a los protagonistas y urdiendo la trama, para presentar el cuadro de la sociedad sevillana y española del novecientos, y si me apuran, de la Europa de la época, de aquella «comunidad internacional de elegantes caballeros»: aristócratas devenidos en rentistas, arruinados y endeudados; sus casas y palacios, sus viajes a Madrid y sus veraneos en París y San Sebastián; sus aficiones y su ocioso tren de vida; hombres y mujeres de la alta sociedad y de la baja, con sus códigos de conducta. Por sus páginas desfilan el mundo rural, sus servidumbres y sus crímenes; los obreros de la fábrica y sus primeros conflictos; la política de los notables y sus instituciones; los militares y la Guardia Civil, y el rearme de la Iglesia católica contra aquel siglo liberal. Y precipitándolo todo, el significado y los rituales de los lances de honor, del duelo, que fue ya una pieza importante en el anterior libro de Martorell: José Sánchez Guerra. Un hombre de honor (1859-1935).

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1 LA CARTUJA DE SEVILLA Josiah Wedgwood Acaso la vida de los Pickman hubiera - photo 1

1. LA CARTUJA DE SEVILLA
Josiah Wedgwood

Acaso la vida de los Pickman hubiera tomado otro derrotero de no haber existido Josiah Wedgwood. Wedgwood vino al mundo en la región de Staffordshire en 1730, cuando en Inglaterra empezaban a tambalearse las barreras del Antiguo Régimen, que ataban a los hombres a la tierra donde habían nacido y al estamento social al que pertenecían sus ancestros. A los nueve años entró de aprendiz en un alfar y al acabar su vida, en 1815, era uno de los individuos más ricos e influyentes del país. Confluyeron en su espíritu las luces de la Ilustración y el torbellino de la revolución industrial: fue un empresario de éxito, un inventor subyugado por los avances de la ciencia, un mecenas artístico que alentó el retorno al canon de la antigüedad clásica. Aunque también podría describírsele, simplemente, como un pragmático fabricante de loza fina que empleaba cuantos recursos tenía a su alcance para aumentar el número de compradores.

Debió en buena medida su fortuna a la mejora en 1765 de una pasta de arcilla y polvo de pedernal empleada desde hacía tiempo en la región, que forjada en el horno imitaba la calidad y el color de la porcelana china pero era más resistente y maleable. Fue bautizada como Queen’s ware en honor de la reina Charlotte, esposa de Jorge III, una de sus mejores clientas. No fue cosa baladí que la reina comprara sus artículos, pues la nobleza británica y otras cortes europeas siguieron sus pasos. A reyes y aristócratas Wedgwood les ofreció camafeos que recreaban los relieves de la antigua Roma; vajillas con dibujos elegantes y sencillos; candelabros semejantes a columnas jónicas; cráteras al estilo de la Grecia clásica.

Su técnica tenía, además, otra virtud. Si en la porcelana tradicional china las piezas se pintaban a mano y de una en una, Wedgwood logró que el mismo diseño pudiera imprimirse en más de un plato o un jarrón: el cambio permitió la producción en serie y abarató el coste de fabricación. La clientela se ensanchó a las nuevas clases medias surgidas al calor de la revolución industrial, que por un precio razonable podían imitar los gustos de la nobleza. También a instituciones que requerían vajillas funcionales y resistentes, como internados, asilos u hospitales, o a las fondas y casas de comidas que comenzaban a proliferar por doquier, pues en la nueva era que estaba despuntando la gente viajaba cada vez más y más a menudo.

Conforme creció la demanda aparecieron nuevos industriales, y los viejos alfares del Staffordshire cedieron el paso a grandes factorías movidas por potentes máquinas de vapor. Empleaban a centenares de personas, cada una de las cuales solo intervenía en una parte del proceso: dibujantes, picadores de pedernal, cernedores de arcillas, acarreadores, torneros, moldeadores, manipuladores de hornos… Pronto la región comenzó a cambiar. Las verdes praderas se tiznaron de hollín y los pueblos fueron mutando hacia lo que más tarde describiría Charles Dickens como una caótica pila de casas, hornos y humo. Al ampliarse la demanda allende el mar, el propio Wedgwood impulsó la construcción de un canal que comunicara las fábricas de la región con la parte navegable de los ríos Trent y Mersey hasta llegar al puerto de Liverpool. Desde allí, gracias a una pléyade de firmas comerciales, la cerámica fluía hacia el mundo.

Recuerdos de un anciano

El 26 de octubre de 1875 fue el día elegido por Carlos Pickman Jones, primer marqués de Pickman, para dictar sus últimas voluntades. Era un hombre algo orondo, mofletudo, de sesenta y siete años, que mitigaba su miopía con unas lunetas ovaladas. Nacido en Londres, se crio en Liverpool y aunque llevaba más de medio siglo en España mantenía la nacionalidad británica, así como un fuerte acento inglés: mediado el siglo aún era para él un regocijo dar con alguno de los escasos españoles que hablaba su lengua natal. En un retrato pintado por estas fechas exhibía un aire risueño y bonachón que semejaba al Samuel Pickwick de Charles Dickens. Una imagen que podía llamar a engaño, pues era de un carácter sobrio y firme, gracias al cual dirigió con mano de hierro durante décadas la fábrica de loza de la Cartuja de Sevilla. Residía en ella desde 1841 y hacía allí se encaminó el notario.

Quizás porque llevaba ya mucha vida a sus espaldas, al testar sintió el impulso de consignar en unas breves notas su historia y su linaje. Era hijo de Richard Pickman Allnutt, dictó al escribano, fallecido en Liverpool en 1837. Y acaso al anciano le jugó una mala pasada la memoria porque una lápida del cementerio de Farnborough, condado de Kent, emplaza la muerte de su padre un año después, el 17 de noviembre de 1838 a los setenta y un años. También hizo constar en el testamento que su progenitor había nacido en Wallenford. Pero Wallenford no existe. Podría ser una errata achacable al oído de un notario poco ducho en idiomas: la lápida antes descrita asevera que Richard Pickman Allnutt vino al mundo en Wallingford, y dio con sus huesos en el cercano pueblo de Farnborough porque de allí era su segunda esposa. Enviudó de la primera, una tal señora Hicks, y luego casó con Susana Jones y Stow, que enviudó a su vez de él y se desposó de nuevo con un tipo apellidado Harris. Tal maraña de enlaces alumbró una nutrida prole de hermanos y hermanastros, cuatro de los cuales acabarían en España: Carlos, su hermana Susana, y sus hermanastros Guillermo Pickman Hicks y Benjamín Harris.

Recordaba el marqués que su padre poseía una de aquellas firmas que distribuían loza de Staffordshire desde Liverpool, con delegación abierta en Cádiz, y que su hermanastro Guillermo Pickman Hicks vino a España para dirigirla en 1810. Pero no dijo nada acerca de que otros Pickman hubieran llegado a España antes de esa fecha y el Diario Mercantil de Cádiz del 24 de agosto de 1809 asegura que un tal Pedro Pickman vendía «servicios de mesa de Loza de Pedernal blanco y otros colores» en su almacén de la calle del Marzal de la ciudad, o los cambiaba «por mercancías vendibles en Inglaterra». Al no tener más noticias de este tal Pedro Pickman, tampoco sabemos si fue el primero de su estirpe en llegar a España, ni cuando recaló aquí la familia: puede que años o décadas atrás.

Cádiz resultó una buena elección para instalar la sucursal española. Su puerto, eslabón entre Europa y las colonias de la América hispana, era el más animado del país y sus comerciantes conformaban una élite cosmopolita volcada por la mar hacia el mundo. Habían abrazado las ideas más avanzadas del continente y por eso la ciudad ofrecía en estos años el ambiente propicio para alumbrar el liberalismo español, plasmado en la Constitución que las Cortes redactaron allí en 1812. Los gaditanos también deseaban emular los fastos de la nobleza y las altas fortunas europeas: a finales del siglo XVIII contaban con más de una veintena de cafés, cuando apenas existían en el resto de España, y en sus salones elegantes se bailaba el vals, recién llegado de Europa central. Comerciantes y aristócratas constituían un mercado potencial para la loza inglesa, que confería a sus poseedores un toque de distinción: las familias que poseían vajilla de Staffordshire eran conocidas como «inglesadas».

En 1810 Cádiz no atravesaba su mejor momento. España llevaba dos años en guerra contra Francia y los suministros americanos se habían interrumpido. La ciudad era el único reducto del país libre de la ocupación gabacha, donde residían las autoridades españolas rebeldes, y por eso Napoleón inició su asedio por tierra y bombardeó durante dos años la ciudad, pero no consiguió quebrar la moral de los gaditanos. Al contrario, la proximidad de la muerte movió al frenesí, excitó el ansia de apurar todo al máximo ¡

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