Ana Lilia Pérez - Verdugos. Asesinos brutales y otras historias secretas de militares

Cada año 470 miembros del ejército ingresan en hospitales por diagnóstico de enfermedades mentales. ¿Qué hay alrededor de esa rotunda estadística? En este libro intento trazar algunas respuestas a la luz del violento presente que vive el país. El origen de este libro se remonta a agosto de 2003, cuando me reuní con Bruce C. Harris —director para Latinoamérica de la agencia Covenant House—, quien me contó la historia de Delmer Alexander y José David, dos adolescentes centroamericanos que en su travesía indocumentada hacia Estados Unidos, a su paso por México, fueron asesinados inmotivadamente a sangre fría por un militar que los cazó en un terreno despoblado del noreste; el británico llegaba de misión a la sede de la ONG en la Ciudad de México, que da albergue a niños en situación de calle de las zonas más violentas.

Aquellos eran años en que el tránsito centroamericano apenas fluía y al tren de carga donde viajaban como polizones comenzaban a llamarle La Bestia. Eran contados los refugios y casas para emigrantes en todo México; Los Zetas todavía no hacían suyas las rutas de traslado ni descubrían la mina de oro que les representaría secuestrar o esclavizar a los más pobres de los “sin papeles”, aún eran militares desertores o en proceso de deserción que fungían como custodios y pistoleros del Cártel del Golfo. Lo más importante, ni remotamente se pensaba en la llamada guerra contra las drogas, iniciativa carente de inteligencia o planificación con la que el gobierno mexicano sacaría a miles de militares a las calles a realizar tareas de seguridad pública. Aunque no era común ver tanques y tropa, ya había civiles arteramente asesinados por miembros de las fuerzas armadas en casos que los tribunales castrenses mantenían prácticamente blindados.

Bruce tenía sólo algunos datos y muchos hilos sueltos. ¿Qué había de particular en esos delitos y por qué una organización internacional buscaba llevar al Estado mexicano y su ejército ante cortes que juzgan crímenes de lesa humanidad? Eso lo entendí a medida que fui investigando y reconstruyendo la historia de la muerte de esos dos jóvenes, la misma que en años subsecuentes, con sus variantes, se repetiría en múltiples ocasiones por todo el territorio. Ahora pienso que, probablemente, de haber seguido su curso este proceso de nivel internacional se habría previsto las condiciones y tal vez prevenido las prácticas de algunos miembros de las fuerzas armadas. Pero en 2004 Harris salió de la ONG y los casos que litigaba quedaron a la deriva; Bruce falleció en Florida, en 2010, enfermo de cáncer. Durante los siguientes diez años, entre México y Centroamérica me di a la tarea de recoger piezas sueltas para reconstruir el incidente, lo que dio sustento documental a estas páginas. Esbozar el retrato de víctimas y victimarios implicó ir en busca de huellas aparentemente imperceptibles; no obstante, hallar los porqués fue mucho más complejo y me obligó a mirar a las fuerzas armadas en sus entrañas: las dos caras de su disciplina cimentada en educación rígida, pero también con abuso de poder, maltrato, humillación basada en el grado, y en general el uso discrecional de esa doctrina que a veces detona de mala manera en el estado emocional de sus miembros, como los 470 mencionados inicialmente, pacientes mentales afectados en parte por la vida marcial.

El papel del victimario sólo se comprende —sin que se justifique— cuando se sabe del inventario de reglas no escritas como la potrada, la tableada, el arresto discrecional, los encuartelamientos, las adicciones y vicios, la deserción, y en consecuencia también la cooptación por los grupos criminales de los militares mejor entrenados. Sus porqués son, de alguna manera, fruto del modelo de disciplina, entrenamiento y modo de vida castrense que los mandos aprenden en los cursos de las escuelas de élite o centros de entrenamiento con patrones delineados desde la vieja Escuela de las Américas de Panamá (la tristemente célebre “Escuela de Asesinos”) también el centro de adiestramiento kaibil de Guatemala, lo mismo que en las escuelas de comandos Rangers o Green Berets estadounidenses, y que replican en sus cuarteles, batallones, regimientos o campamentos como forma de adiestramiento lo mismo de sus militares subordinados de clase que de la tropa bajo su conducción.

En tanto, ocurrieron importantes sucesos que ampliaron el rumbo de esta historia, pero también mostraron esas dos caras de la vida militar: los desertores convertidos en zetas se apoderaron de la ruta de La Bestia, estratégicamente ampliaron su capacidad de reclutamiento y cooptaron no sólo a otros desertores del Ejército Mexicano sino de tropas extranjeras como las de Guatemala, enrolando a sus soldados mejor preparados: los kaibiles, admirados y temidos por muchos. Con todo y la descomposición que al interior carcomía ya a sus fuerzas armadas, en México llegó al cargo un presidente que llevó a esos efectivos a las calles dándoles atribuciones extraordinarias para las que además no estaban preparados, lo que convirtió al país en escenario múltiple de incontables muertes arteras a causa de balas militares, como las de Delmer Alexander y José David.

De manera que, para entender el papel de víctimas y victimarios en esa masacre ocurrida en mayo de 2002 y que en años posteriores se multiplicaría por todo México, crucé la misma senda de las víctimas, viajé en esa misma Bestia, me sumí en El Infierno kaibil y en diversas áreas de la milicia para bosquejar el proceso mediante el cual un militar puede convertirse en verdugo.

En el noreste mexicano, en la loma que fue sepulcro de Delmer Alexander y José David, se levantaron dos cruces de madera; frente a estas como altar, cada año obispo y sacerdotes locales efectúan una misa en memoria de todos los indocumentados centroamericanos caídos en suelo nacional aunque no se conoce a detalle la historia de ambos mártires, precisamente una de las que se cuentan en este libro.

Este caso me ha acompañado durante más de una década, forzándome a investigarlo como un compromiso para con los asesinados y sus madres, porque en el caso de José David quedó sólo como un anónimo. Su familia sigue sin saber lo que ocurrió con él, y si por casualidad alguno de ellos lee esta historia quizá pueda tener respuestas sobre el hijo o el hermano que una primavera salió de casa para buscarse la vida y la sobrevivencia de todos, y del que nunca más tuvieron noticia.