Todas las ambiciones son lícitas, excepto aquellas que elevan las miserias de la humanidad.
J OSEPH C ONRAD , Crónica personal
—Patrón, no entiendo cómo pueden vivir los peces en el agua.
—Como los hombres en tierra firme: los grandes se comen a los pequeños.
W ILLIAM S HAKESPEARE , Pericles, príncipe de Tiro
Presentación
Mi búsqueda de los mares de cocaína se remonta al año 2004. En ese tiempo hacía un viaje por aguas del Golfo de México a la Sonda de Campeche, corazón de la industria petrolera mexicana, como parte de mis investigaciones sobre la rampante corrupción en la paraestatal Pemex y las altas esferas gubernamentales —que Grijalbo publicó en 2010 con el título Camisas azules, manos negras—. En aquel azaroso viaje por una de las zonas petroleras más boyantes del planeta, no me asombró saber del consumo de cocaína en las plataformas, esas moles de acero y fibra de vidrio situadas 90 kilómetros mar adentro. Nada extraordinario parecía el hecho de que los plataformeros, aislados durante largos periodos y expuestos al riesgo cotidiano de su trabajo, consumieran algún estimulante, aun en horas laborales. Sí llamó mi atención, en cambio, la manera en que la droga llegaba hasta allí.
Las plataformas petroleras son zonas de seguridad nacional, y para poner pie en ellas se debe pasar por estrictos controles de seguridad. Prácticamente toda persona que llega es escaneada de pies a cabeza, junto con cualquier pertenencia que lleve consigo. Se trata de instalaciones blindadas y celosamente custodiadas por las fuerzas armadas y cuerpos policiacos provistos de tecnología de punta. Sin embargo, ahí la droga se mueve, la cocaína sobre todo. Me pregunté entonces quién tenía el poder para hacerlo, pero sobre todo cómo.
De regreso a tierra, un capitán naval, encargado de la coordinación de operativos antinarcóticos me mostró pinceladas de la mecánica del mundo náutico del narcotráfico. Su especialidad era rastrear los cargamentos de cocaína que los barcos nodriza transportan desde puertos sudamericanos, y que “abandonan” en un punto marítimo para que sean recuperados por las lanchas rápidas de los traficantes o que son transferidos directamente a otras embarcaciones que puedan ingresarlos a puerto. “Operan con una mecánica perfectamente coordinada”, me dijo el capitán.
Más tarde supe que la droga llega a la Sonda de Campeche en los mismos barcos petroleros que prestan servicios de cabotaje, escondida en navíos contratados para los servicios de obra pública y mantenimiento de plataformas y pozos e incluso, ocasionalmente, en los barcos contratados para transportar a los empleados costa afuera, y que los traficantes utilizan como mulas.
En poco tiempo me di cuenta de que estaba frente al andamiaje del negocio más redituable y organizado del crimen —el tráfico de cocaína a gran escala—, la infraestructura que posibilita suministrar la cotizada droga sudamericana a los adictos de uno y otro lado del Atlántico y de los puntos más remotos del Pacífico. Ahí se gesta también el intercambio comercial entre los traficantes de México y Sudamérica con sus pares de Oriente Medio y Asia: precursores de drogas y armas por la coca refinada y la heroína que envician a los paupérrimos pueblos de África, desde el Golfo de Guinea hasta el Magreb, y a los adictos de las remotas, vastas y ricas tierras de Oceanía, donde un gramo de coca puede costar hasta 785 dólares (en los países productores, como Colombia o Perú, un kilo de cocaína en venta de primera mano, puede conseguirse en unos 800 dólares).
Supuse que, como en todas las épocas, quienes controlaran las vías náuticas, quienes tuvieran los medios para recorrer los mares e infiltrarse en los puertos, liderarían la cadena de suministro de cocaína, porque en esta etapa —más que durante su cultivo o producción— es cuando se obtiene la mayor ganancia. Para documentarlo, me sumergí en los abismos de la mecánica náutica global de la mafia, la estructura que agrupa a socios de toda calaña, estirpe, nacionalidad, lengua y posición social en un negocio que no conoce de recesiones económicas ni desplomes de la bolsa, de filias o fobias políticas, que no excluye a capitalistas ni a socialistas.
A medida que me introduje en el ámbito marítimo comprobé que éste es un mundo singular y desconocido para la mayoría, pese a que es el eje del comercio mundial, incluyendo el tráfico de drogas. Se trata de un mundo al margen de la atención de los gobiernos, y por tanto de su vigilancia. Mares y puertos son regiones sin ley donde el crimen organizado ha sabido sacar provecho. En muchas zonas del mundo los puertos y las aduanas son paso franco para los traficantes de cocaína, las boyas que hacen posible el acceso y consumo de esta droga en todo el orbe. Sin barreras de lenguaje ni ley, para estas organizaciones el mundo es más pequeño que para el resto: se divide en rutas de trasiego, se circunscribe a puertos y aduanas con funcionarios en sus nóminas y halcones e informantes a su servicio, porque con su poder económico tienen en el bolsillo a agentes gubernamentales incluso de países que se precian de bajos niveles de corrupción.
Durante el tiempo dedicado a esta investigación, México vivió uno de los periodos más convulsos de su historia, la “guerra contra las drogas”: el más violento, fatuo e inútil baño de sangre, consecuencia de la decisión de un fallido presidente en cuyo periodo de gobierno las organizaciones criminales mexicanas coronaron su liderazgo en el comercio mundial de cocaína. Éstas consolidaron la posición que en los años ochenta tuvieron los colombianos, y lo hicieron, precisamente, organizando, controlando y operando las rutas náuticas del narcotráfico. Ese reinado se mantiene incólume a pesar de la detención de algunos renombrados capos.
Por medio de las rutas marítimas —en sociedad con mafiosos gallegos, colombianos, venezolanos, peruanos, británicos, italianos, chinos, turcos o rusos—, los cárteles mexicanos han conquistado tierras tan lejanas como Australia, las remotas Islas Marshall o los puertos asiáticos. Asimismo, han contribuido a hacer de Guinea el primer narcoestado del mundo, de España la bodega de droga de Europa, de Panamá el puente central para el narcotráfico interoceánico, del Amazonas el afluente de navegación de los cargamentos, y de diversos puertos mexicanos verdaderos narcopuertos. La operación en los mares es de tal nivel que los cárteles mexicanos han incluso impuesto el pago de piso por el uso de las aguas para el trasiego.
Ninguna investigación es ajena a los riesgos, pero la que presento ahora entrañó nadar entre tiburones de principio a fin, pues se trataba de asomarme a un ámbito donde el silencio es la inquebrantable y suprema regla de sobrevivencia. Uno puede estar frente a un respetado naviero y, sin saberlo, tener ante sí a un integrante de una organización criminal. En este ambiente un paso en falso es letal, pero aprendí a confiar en aquellos que, sabiendo de mis intereses, acompañaron mi travesía.
Trazar las “cartas de marear” —los mapas en que se describe el mar— del tránsito de cocaína a gran escala me condujo a diversos países, incluidos aquellos donde se procesa y se embarca la droga, así como aquellos donde se recibe.
En 2012, tras la publicación del libro El cártel negro, que muestra la operación del crimen organizado en la industria petrolera mexicana y sus sociedades corporativas internacionales, me vi obligada a salir de México para mi salvaguarda. Bajo el auspicio de la Fundación de Hamburgo para Perseguidos Políticos, y, posteriormente del PEN Club, la asociación mundial de escritores, me establecí en Alemania como parte de su programa Escritores en Exilio. Parecía entonces que esta investigación periodística quedaría a la deriva y que se había cumplido un cometido: expulsar a una periodista que afirma que la codicia de los hombres de negocios y la podredumbre gubernamental han fortalecido a la mafia mexicana. Sin embargo, llegaron vientos que la pusieron a flote.