A Juan Mari, por cuarenta años y siete mil razones más.
A Paco López, por su Palabra de Caballero y por el resto.
A las lecturas de Tabi & a la lectura de Manu.
Y a Mónica, por el Ring que no era de Wagner.
HISTORIA TRANSVERSAL DE LA COCINA, CON SALSA ESPAÑOLA
«Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito».
S OR J UANA I NÉS DE LA C RUZ
Europa tiene una sola verdura aborigen: la col. Si hoy comemos variado es gracias a los sucesivos bárbaros. Es decir, extranjeros que nos invadieron con sus alimentos y costumbres como bandera. En esa historia universal aunque las naciones —ese invento del siglo XIX — pretendan confiscarla, la península Ibérica será en dos oportunidades la puerta de entrada de todo lo que nutre hoy al mundo. La primera en el comienzo del Medioevo y la segunda precisamente cuando la Edad Media desemboca en el Renacimiento.
Imaginemos la doble puerta de un hangar de infinita capacidad. En el siglo VIII la violentan los árabes llegados desde Persia. Siete siglos después, la violencia es solamente comercial de este lado del charco. Pero la puerta estalla porque lo que llega de América desborda el hangar infinito ya que no solo trae todo aquello que hoy comemos, sino que permite rematarlo con un puro.
¿Qué comeríamos si el hombre no hubiera dominado el fuego ni domesticado vegetales y bestias?
El libro pasará por cierta Prehistoria para detenerse largamente en una Historia que arranca tres siglos después de la ruidosa caída del Imperio romano. Mientras Carlomagno inventaba otro imperio en el noreste de Europa que unificado bajo la cruz de Roma será más duradero, por el sur reyes magos de Oriente inventaban al-Ándalus.
El objetivo era espiritual, religioso y bélico, claro, como siempre. Pero su evangelio, el Corán, lo disimulaban debajo de novedades alimentarias: arroz y pastas comestibles, berenjenas y alcachofas, almendras y naranjas y limones y granadas y flor de azahar y agua de rosas.
También traían con ellos el arte de regar el desierto (el árabe araba ), el de convertir la pastelería en una de las bellas artes, el de incitar la resurrección del olivar y de la viña que, Alá es grande, dará su elixir, clandestino pero cantado por Omar Khayyam. Primeros traductores de la ciencia y el conocimiento que los griegos dejaran escritos, competidores en filosofía y medicina con sus vecinos judíos y cristianos, los invasores convertidos en moradores infiltrarán en la Península una cultura del agua que no decaerá jamás. Un apetito por las nuevas comidas y por sus preparaciones que sigue vigente.
Más tarde, cuando ya el arroz y la pasta —por primera vez con trigo duro inventado el siglo IX en Etiopía— y las berenjenas y alcachofas y los jardines y el agua fresca ocupaban Europa, desde la Península, hasta mezclarse con un eco de lo que llegaba de Oriente en las alforjas de los cruzados, otro seísmo le movió al planeta esa mesa que nadie había puesto aún.
Ese movimiento tectónico susurraba transformaciones desde mucho antes. Los portugueses bordeaban costas desde el comienzo de la Edad Media. Pero aventurarse más lejos exigía otros útiles. La carabela, por ejemplo, adaptación de una barca portuguesa de pescadores. Y en 1415, cuando los portugueses desembarcan en Ceuta, ya lo hacen con un concepto que nadie había empleado hasta entonces: bandera, cruz y rey significan que aquella tierra, aunque ocupada por seres humanos, acaba de ser descubierta. Y pertenece, como sus habitantes y riquezas, al descubridor.
Así que pasen setenta y siete años el concepto desembarcará, esta vez a beneficio de reyes españoles, en lo que hoy es la República Dominicana y Haití: La Hispaniola según Colón. Con enormes consecuencias para la Humanidad.
Una está muy viva hoy: millones de descendientes de los nativos, que se han sucedido sin mezclarse y otros millones de criollos, descendientes del encuentro, sexual en este caso, de españoles y nativas. Luego llegarán europeos y europeas y mestizarán con nativas y nativos. Y tres cuartos de siglo antes de que Italia por ejemplo sea una nación, las ya naciones americanas estarán habitadas por argentinos, peruanos, chilenos, uruguayos, colombianos, venezolanos. Esos seres son tan novedosos como su gentilicio. Y son la consecuencia de un Descubrimiento acaecido sin embargo cuando aún no existían. Tampoco existían sus alimentos ni la manera de condimentarlos y comerlos.
Pero ¿acaso comían arroz los españoles antes de la llegada de los árabes? ¿Acaso comían tomates y patatas antes del Descubrimiento?
Como la historia al uso se ocupa de conquistas militares y del fragor de las batallas, este libro pasará casi de largo, pero no de puntillas sino con decisión, por todo lo que apasiona a los practicantes del anacronismo, los que solo ven en el descubrimiento de América un genocidio. A esos jueces del pasado con ojos de su presente, el historiador contemporáneo Marc Bloch les dedicó esta frase: «a fuerza de juzgar, se pierde casi fatalmente hasta el gusto de explicar. Las pasiones del pasado mezclan sus reflejos a las causas del presente y pintan la realidad humana en blanco y negro».
El mestizo de Europa y América, encarnado en la literatura española por el Inca Garcilaso de la Vega, es quien hace la síntesis, en su cuerpo y en sus hábitos, de las costumbres y los alimentos de ambos mundos. Que como se sabe hoy no son Viejo y Nuevo Mundo sino dos mundos igualmente antiguos. Pero aun cuando el mestizaje lo explique en parte, el mayor misterio de la Edad Media y del Renacimiento sigue servido cada día en el plato del lector: todo lo que come el mundo salió de las dos conmociones que tuvieron como filtro la península Ibérica. Y la cocina fusión empieza cuando la pasta de Persia pero ya con trigo duro de Etiopía permite a Italia sublimarse en pasta. Cuando el agí que Colón descubre apenas desembarcado pasa por el molino europeo para dar el pimentón. Cuando la salsa de tomate de los aztecas les pinta casi todos los platos a españoles e italianos. Cuando la patata peruana se une a huevos de los Países Bajos en la primera tortilla, revelada por un libro aparecido en Lieja en 1604.