CAPÍTULO PRIMERO
¡Hombre al agua!—El Tajo.—Las lenguas extranjeras.—La gesticulación.—Calles de Lisboa.—El acueducto.—La Biblia tolerada en Portugal.—Cintra.—Don Sebastián.—Juan de Castro.—Conversación con un cura.—Colhares.—Mafra.—El palacio.—El maestro de escuela.—Los portugueses.—Su ignorancia de las Escrituras.—Los curas rurales.—El Alemtejo.
E N la mañana del 10 de noviembre de 1835, encontrábame a la altura de la costa de Galicia, cuyas elevadas montañas, doradas por el sol naciente, ofrecían una vista espléndida. Iba con destino a Lisboa; doblamos el cabo Finisterre, y, metiéndonos mar adentro, perdimos rápidamente de vista la tierra. En la mañana del día 11, estando el mar muy alborotado, ocurrió un suceso notable. Hallábame en el castillo de proa departiendo con dos marineros; uno de ellos, que acababa de levantarse de la hamaca, dijo: «He tenido esta noche un sueño extraño y muy poco agradable, porque —continuó señalando al mástil— he sonado que me caía al mar desde la cruceta». Así se lo oyeron decir varios tripulantes que estaban junto a mí. Un momento después, el capitán del barco, advirtiendo que la borrasca iba en aumento, mandó tomar la gavia, y en el acto, aquel marinero y otros varios treparon a la arboladura. Estaban en la maniobra cuando una racha de viento hizo girar la antena, dando tal golpe a uno de los marineros, que cayó desde la cruceta al mar, cubierto de hirvientes espumas. El marinero emergió en seguida; vi su cabeza asomar en la cresta de una ola muy grande, y en el acto reconocí en aquel desdichado al que poco antes nos había referido su sueño. Nunca olvidaré la mirada de agonía que nos lanzó, mientras el barco, velozmente, le dejaba atrás. Dada la voz de alarma, hubo una gran confusión, y lo menos pasaron dos minutos antes de que el barco se parase; en ese tiempo el marinero se quedó muy lejos a popa; sin embargo, yo no le perdí de vista y observé que luchaba valientemente con las olas. Por fin, se arrió un bote; mas por desgracia no se halló a mano el timón, y sólo se pudo disponer de dos remos, con los que los tripulantes no avanzaban gran cosa en un mar tan alborotado. No obstante, remaron de firme, y habían llegado ya a diez brazas del náufrago, que continuaba luchando por su vida, cuando le perdí de vista; a su regreso dijeron los marineros que le habían visto debajo del agua, a intervalos, hundiéndose cada vez más, con los brazos abiertos, y el cuerpo, al parecer, rígido, pero que se habían encontrado en la imposibilidad de salvarlo. Inmediatamente después, el mar se calmó mucho, como si ya estuviera satisfecho con la presa que acababa de hacer. El pobre muchacho que pereció de tan singular manera era un apuesto joven de veintisiete años, hijo único de una viuda; era el mejor marinero de a bordo, y cuantos le conocieron le querían. Este suceso ocurrió el 11 de noviembre de 1835; el barco era un vapor llamado London Merchant. ¡Verdaderamente admirables son los caminos de la Providencia!
Aquella misma noche entramos en el Tajo y echamos el ancla delante de la antigua torre de Belem; a la madrugada siguiente levamos anclas, y remontando el río como cosa de una legua, anclamos de nuevo a corta distancia del Caesodré, o muelle principal de Lisboa. Allí estuvimos algunas horas junto al enorme casco negro de la Rainha Nao, navío de guerra que en otros tiempos cautivaba de tal modo los ojos de Nelson, que de muy buena gana lo hubiera adquirido para su país natal. Mucho después fue navío almirante de la escuadra miguelista, y el intrépido Napier lo capturó unos tres años antes de la fecha a que me refiero.
La Rainha Nao dícese que dio a Napier más quehacer que todos los demás barcos enemigos juntos, y alguien afirmó que si éstos se hubieran defendido con la mitad del coraje que la vieja y belicosa «reina» desplegó, el resultado de la batalla que decidió la suerte de Portugal hubiese sido por completo diferente.
Encontré por demás molesta la operación de desembarcar en Lisboa. Los empleados de la aduana eran extremadamente descorteses, y examinaron cada pieza de mi reducido equipaje con irritante minuciosidad.
Mi primera impresión al tomar tierra en la Península estaba muy lejos de ser favorable; apenas hacía una hora que hollaba su suelo, y ya deseaba de corazón volverme a Rusia, país de donde había salido un mes antes, dejando en él amigos muy queridos y muy vivos afectos.
Después de soportar en la aduana muchos abusos y exacciones, procedí a buscar alojamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio y caro. Al siguiente día tomé un criado portugués. Mi costumbre invariable al llegar a un país consiste en valerme de los servicios de un indígena, con la mira principal de perfeccionarme en la lengua, y como ya conozco casi todos los idiomas y dialectos importantes de oriente y occidente, me pongo con prontitud en condiciones de hacerme entender perfectamente por los naturales. En unos quince días logré hablar en portugués con mucha facilidad.
Los que desean hacerse entender de un extranjero hablándole en su propio idioma tienen que hablar a gritos y vociferar abriendo mucho la boca. ¿Es de extrañar, pues, que los ingleses sean, en general, los peores lingüistas del mundo, ya que siguen un sistema diametralmente opuesto? Por ejemplo, cuando intentan hablar en español —la lengua más sonora que existe— apenas abren los labios, y, con las manos metidas en los bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar de aplicarse al indispensable menester de la gesticulación. Con razón los pobres españoles exclaman: estos ingleses tienen un hablar tan cerrado que ni el mismo Satanás los entiende.
Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que aún muestra por doquiera las huellas del terremoto, terrible visita que le hizo Dios hace unos ochenta años. La ciudad se alza sobre siete colinas; la más elevada de todas la ocupa el castillo de San Jorge, punto el más eminente que la mirada descubre al contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las partes más animadas y bulliciosas de la ciudad hállanse en la hondonada que cae al Norte de esa colina. Allí se encuentra la Plaza de la Inquisición, la principal de Lisboa, desde la que corren paralelas hacia el río tres o cuatro calles, entre las que se cuentan la del Oro y la de la Plata, así llamadas porque en ellas viven los orífices y los plateros, muy hábiles en su oficio; estas calles son, en conjunto, muy suntuosas. Las casas son grandes y altas como castillos. Inmensas columnas protegen a intervalos la calzada; pero lo que hacen más bien es estorbar. Estas calles son completamente llanas y están bien pavimentadas, en lo cual se diferencian de todas las demás de Lisboa. La calle más singular es, sin embargo, la del Alecrim, o del Romero, que desemboca en el Caesodré. Es muy pendiente, y a ambos lados se alzan los palacios de la más rancia nobleza de Portugal, edificios pesados y adustos, pero grandes y pintorescos, con jardines colgantes aquí y allá, que se asoman a la calle desde gran altura.
Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo entrar aquí en minuciosos detalles acerca de ella; me limitaré a notar que es tan digna de la atención de un artista como la misma Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna catedral gigantesca como la de San Pedro, para atraer las miradas llenándolas de admiración, pero me atrevo a decir que no hay en la antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos que pueda, cualquiera que sea su destino, rivalizar con las obras hidráulicas para el abastecimiento de Lisboa. Aludo al estupendo acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de Lisboa y vierte un arroyuelo de agua fría y deliciosa en una cisterna de piedra dentro del hermoso edificio llamado Madre de las aguas, desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de consagrar una mañana entera a visitar los