Para bien o para mal, Wagner es la figura más influyente en la historia de la música. Creaciones tan colosales como El anillo del Nibelungo, Tristán e Isolda y Parsifal sirvieron en el arte como modelos de obras osadas en la forma, como ejemplos en la creación de mitos, la libertad erótica y especulación mística. En Wagnerismo, Alex Ross restaura la magnífica confusión de lo que significa ser wagneriano: un pandemonio de genios, locos y profetas que luchan por el legado multifacético del compositor, y convierte la experiencia de lectura en un constante descubrimiento a través de esas figuras, de Nietzsche, Van Gogh, Dalí y Buñuel a Baudelaire, Virginia Woolf o Proust.
Las mejores obras de este tipo no son más que sombras; y las peores dejan de serlo si las enmienda la imaginación.
PRELUDIO
MUERTE EN VENECIA
Traulich und treu | Fiado y fiel |
ist’s nur in der Tiefe: | solo se es en lo hondo: |
falsch und feig | ¡falsa y alevosa |
ist was dort oben sich freut! | es la algazara allí arriba! |
Al final de Das Rheingold (El oro del Rin), la primera parte del ciclo operístico Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) de Richard Wagner, los dioses están entrando en el palacio recién construido del Valhalla y las hijas del Rin están cantando consternadas. Las ninfas del río saben que el Valhalla se ha erigido sobre unos cimientos podridos, pues se ha pagado a sus obreros con el oro extraído de las profundidades del agua.
La tarde del 12 de febrero de 1883, tres décadas después de que Das Rheingold fuera concluido y siete años después de que el Anillo se interpretara completo por vez primera, Wagner tocó al piano el lamento de las hijas del Rin. Cuando fue a acostarse, comentó: «Tengo cariño a estos seres subordinados de las profundidades, a estas criaturas anhelantes».
Wagner tenía sesenta y nueve años y una salud maltrecha. Desde septiembre de 1882 había estado viviendo con su familia en un ala lateral del Palazzo Vendramin Calergi, junto al Gran Canal de Venecia. Aislado en lo que él llamaba su «gruta azul» —una estancia decorada con telas de raso multicolores y encajes blancos—, estaba escribiendo un artículo titulado «Über das Weibliche im Menschlichen» («Sobre lo femenino en lo humano»). Cuando lo terminara —había dicho—, empezaría a componer sinfonías.
Al día siguiente, ataviado con una bata rosa, Wagner siguió trabajando en su ensayo. En la esquina de una página en blanco, escribió: «Sin embargo, el proceso de emancipación de la mujer avanza únicamente en medio de extáticas convulsiones. Amor-tragedia». En otro lugar de la residencia familiar, Cosima Wagner, la segunda mujer del compositor, estaba tocando al piano la canción de Schubert «Lob der Tränen» («Elogio de las lágrimas») en un arreglo que había hecho su padre, Franz Liszt.
Poco después de las dos, Wagner llamó a gritos a Cosima y a su médico, Friedrich Keppler. Lo encontraron retorciéndose de dolor, con una mano aferrada al corazón. Una doncella y un criado lo trasladaron a un canapé, junto a una ventana que daba al Gran Canal. Cuando el criado intentó quitarle la bata, algo cayó al suelo, y Wagner pronunció las que fueron, al parecer, sus últimas palabras: «Meine Uhr!» («¡Mi reloj!»). Hacia las tres de la tarde entró el Dr. Keppler y certificó que el Meister, el Hechicero de Bayreuth, el creador del Ring, Tristan und Isolde y Parsifal, el hombre a quien Friedrich Nietzsche describió como «una erupción volcánica de la capacidad artística completa, indivisa, de la naturaleza misma», a quien Thomas Mann llamó «probablemente el mayor talento de toda la historia del arte», estaba muerto.
A media tarde, una multitud se había congregado en la entrada del Palazzo Vendramin que daba a la calle. El Dr. Keppler acudió a la puerta y dijo: «Richard Wagner ha muerto hace una hora tras sufrir un ataque al corazón». Crecieron los murmullos: «Richard Wagner muerto, muerto». La noticia se extendió por una ciudad calada por la lluvia: «Riccardo Wagner il famoso tedesco, Riccardo Wagner il gran Maëstro del Vendramin è morto!». El libro Wagner and Venice (Wagner y Venecia), de John W. Barker, cita el primer obituario, que apareció impreso a la mañana siguiente en La Venezia:
Ayer falleció en nuestra ciudad el genio musical de Alemania.
El compositor de Lohengrin estuvo durante algunos meses entre nosotros con su mujer y sus deliciosos hijos, confiando en que el aire suave de nuestro cielo pudiera haberle servido para restaurar su salud, delicada desde hace algún tiempo [...].
Ayer por la tarde fuimos al Palazzo Vendramin Calergi para tener noticias.
«Riccardo Wagner ha muerto», se nos dijo, y su viuda, arrodillada ante su cadáver, enloqueció de dolor, sin apenas creer que su adorado compañero esté durmiendo ya el descanso eterno.
¡Cuántos recuerdos se agolpan en nuestra mente: las batallas audaces que libró, las sublimes victorias que alcanzó; el arte que creó; los acerbos enemigos que tuvo; los fanáticos partidarios que lo idolatraban como a un Dios; los monarcas que se arrodillaron ante él!
Se acabó: ¡un cadáver!
Pero de él surge una voz que no morirá y que quizá se volverá con el tiempo más poderosa, más escuchada, más amada.
Cinco mil telegramas fueron enviados al parecer desde Venecia en un lapso de veinticuatro horas. La noticia viajó hasta Dunedin (Nueva Zelanda), donde Fergus Hume escribió un soneto ensalzando la «música esquílea» de Wagner.
Voluminosas necrológicas repasaron la vida épica del compositor: sus orígenes en el seno de una familia de clase media; sus luchas iniciales en puestos provincianos; su primer intento fallido de alcanzar la fama en París; sus años como director de ópera de ideas avanzadas en Dresde; su participación en las revoluciones de 1848-1849; su exilio suizo; su cuarto de siglo de trabajo, con largas interrupciones, en el Anillo; su desordenada vida privada, incluidos dos matrimonios y crisis económicas interminables; su milagroso rescate por parte de Ludwig II de Baviera; la construcción de un teatro para su festival en Bayreuth (Alemania); el estreno allí, en 1876, del Anillo, al que asistieron dos emperadores y dos reyes; y la mística despedida de Parsifal, en 1882. «La vida de Richard Wagner brinda una notable ilustración de los resultados que produce un esfuerzo persistente por plasmar hasta sus últimas consecuencias la inspiración de un genio», proclamó The New York Times. Lo habitual es que se omitieran los aspectos más desagradables de la personalidad de Wagner. El