Para Anneke, Mathea y Nils:
espero logren encontrar los lugares
en que puedan hacer una diferencia importante.
Y para Bjorn, por siempre.
Reconocimientos
Una de las últimas líneas de Huckleberry Finn llegó a mi mente cuando trabajaba en este manuscrito: “Si hubiera sabido cuántos problemas conlleva escribir un libro, no lo hubiera hecho.” Al analizar el proceso en retrospectiva, desde este lado de la línea, me impresiona sobre todo el aspecto colectivo del proyecto y las buenas personas que me llevó a conocer.
Agradezco el apoyo económico de la División de Investigación de la Escuela de Negocios de Harvard, y el permiso que recibí de Harvard Business Review para usar partes de un artículo publicado previamente. También estoy agradecida por la oportunidad de trabajar con Lynda Applegate, Jackie Baugher y Kathleen Mara, de Executive Education; con Cathyjean Gustafson, de Morgan Hall; con Imelda Dundas, en el Departamento de Desarrollo de Personal; y con Chris Allen y otros de la Biblioteca Baker. Entre los colaboradores cuyo trato más me enriqueció, debo mencionar a Sharon Johnson y David Kiron, con quienes intercambié ideas para la realización de este libro.
Los casos de mi colega David Yoffie, respecto de Gucci y Apple, son parte esencial de mis cursos para educación de ejecutivos, y punto de partida para dos capítulos de este libro. En general, la comunidad intelectual de HBS, y en particular, el grupo de Estrategia, han tenido una enorme influencia en lo que enseño y en mi manera de ver el mundo.
Cuando el libro ya estaba en marcha, surgió toda una nueva comunidad: gracias a Jim Levine que me enseñó las muchas formas en que las buenas agencias literarias crean valor; a mi editor en HarperCollins, Hollis Heimbouch, cuyo juicio fue importante para mí; a Charles Burke, cuyo íntimo trato con las palabras mejoró muchos párrafos; a Karen Blumenthal, Kent Lineback, Susana Margolis y Lisa Baker que ayudaron con las diversas versiones de la propuesta y el manuscrito.
Ha sido un privilegio trabajar con dueños de negocios y gerentes de todo el mundo; ellos inspiraron este libro y me hicieron ver lo mucho que los estrategas aportan a los negocios. Les agradezco por compartir sus historias y alentarme a que compartiera la mía.
En el frente doméstico agradezco a mi esposo, Birger, quien mantuvo ardiendo la llama de las velas cuando las luces se apagaron.
A fin de cuentas, es importante recordar
que no podemos convertirnos en lo que debemos
si continuamos siendo como somos.
—Max De Pree, Presidente de Herman
Miller, citado en Leadership Is an Art.
Introducción
Lo que aprendí en horas de oficina
Estás a punto de obtener una visión revisionista de la estrategia. No afirmo que lo aprendido sea incorrecto. El problema es que está incompleto.
La estrategia constituye un curso fundamental en casi todas las escuelas de negocios del mundo. He tenido el privilegio de enseñar variantes de la estrategia durante más de treinta años; primero en la Universidad de Michigan, luego en la Kellog School en Northwestern y, durante más de treinta años, en la Escuela de Negocios de Harvard.
Durante la mayor parte de ese tiempo, trabajé con alumnos de la maestría en negocios y administración, hasta que el centro de gravedad de mi enseñanza se orientó a la educación ejecutiva. Esta experiencia, particularmente me llevó a replantearme algunos principios básicos de la estrategia y, en última instancia, a poner en duda tanto la cultura como la mentalidad desarrollada alrededor de la misma. Aún más importante: al enseñar en el programa para Emprendedores, Dueños y Presidentes (EDP), fui obligada a darme cuenta de quiénes la generan y cómo se elabora realmente la estrategia en la mayoría de los negocios.
Todo esto me convenció de que había llegado la hora de cambiar, de analizar la estrategia desde otra óptica, logrando que el proceso dejara de ser una actividad mecánica, analítica, y se convirtiera en algo más significativo y gratificante para un líder.
El camino que llega hasta aquí
Hace cincuenta años, la estrategia se enseñaba en la mayoría de las escuelas de negocios como parte de la currícula general en administración. Tanto en el medio académico como en la práctica, la estrategia era considerada la labor más importante del presidente: la persona que tenía la responsabilidad de establecer el rumbo de una empresa, previendo la dimensión real del viaje. Este papel vital incluía tanto la formulación como la implementación: pensar y hacer combinados.
Aunque la estrategia ya tenía entonces una profundidad considerable, no tenía mucho rigor. Heurísticamente, los gerentes usaron el omnipresente modelo FDOA (Fortaleza, Debilidades, Oportunidades y Amenazas) para analizar sus negocios e identificar las posiciones atractivas y competitivas. ¿Cómo hacerlo de la mejor manera posible? Nadie lo tenía muy claro. Fuera de hacer listas de varios factores a tomar en cuenta, los gerentes disponían de pocas herramientas para tomar decisiones juiciosas.
Durante las décadas de 1980 y 1990, mi colega Michael E. Porter realizó importantes innovaciones en esta área. Su aportación consistió en reafirmar la parte de las Oportunidades y las Amenazas, aportando la muy necesaria teoría económica y la evidencia empírica; así logró un sistema mucho más sofisticado para determinar los detalles del ambiente competitivo que rodeaba a las empresas. Esto condujo a una revolución, tanto en la enseñanza como en la práctica de la estrategia. En particular, los gerentes llegaron a comprender el profundo impacto de las fuerzas de la industria en el éxito de los negocios, y en su manera de usar esa información para ubicar a sus firmas en posiciones destacadas.
Los avances realizados en las siguientes décadas no sólo refinaron esas herramientas, sino que dieron lugar a toda una nueva industria. La estrategia se convirtió en dominio de especialistas —legiones de especialistas y consultores estratégicos fueron armados con gráficas, técnicas y datos— ansiosos por ayudar a los gerentes a analizar sus industrias o las posiciones de sus firmas para lograr una ventaja estratégica. En realidad, tenían mucho que ofrecer. Mi propio entrenamiento académico y mis investigaciones de este periodo eran reflejo de este ambiente intelectual, y lo que hice en el aula durante muchos años fue la viva representación de este “nuevo” campo de la estrategia.
A pesar de ello, en su momento surgieron numerosas e imprevistas consecuencias. En particular, la estrategia se inclinó más por la formulación que por la implementación, sobresaliendo la detección oportuna y correcta del análisis sobre su dimensión a largo plazo. Otro problema igualmente grave fue la disminución del papel del líder como árbitro y administrador de la estrategia. A pesar de que se han escrito incontables libros sobre estrategia en los últimos treinta años, prácticamente no se ha escrito sobre el estratega, y lo que este rol vital requiere de la persona que lo encarna.
Tuvieron que pasar años desde el inicio de este cambio para que yo me percatara cabalmente de lo sucedido. El asunto tenía aires shakesperianos: como campo del saber, habíamos armado nuestra propia bomba. Habíamos llevado la estrategia desde la cúspide de la organización hasta convertirla en una función de especialistas. Al perseguir nuevos ideales, habíamos perdido de vista lo que se tenía: riqueza de juicio, continuidad del propósito, voluntad de comprometer a la organización con un sendero particular. Con toda la buena intención, habíamos arrinconado a la estrategia, reduciéndola a ser un ejercicio de los que se resuelven con el lado izquierdo del cerebro. Al hacerlo, perdimos mucha de su vitalidad y de su relación con el día a día de una compañía; también perdimos de vista lo que se necesita para liderar el esfuerzo.
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