Elogios para Goliat debe caer
Goliat debe caer avivará tu deseo de ver derrotados a tus gigantes y entrar en todo lo que Dios tiene para ti.
— CHRISTINE CAINE, FUNDADORA DE A21 Y PROPEL WOMEN
Louie Giglio nos invita amablemente a escuchar la voz del Pastor que «liberta nuestros corazones». Este libro te dará aliento y te inspirará.
— RAVI ZACHARIAS, AUTOR Y CONFERENCISTA
En mi vida yo tenía un gran gigante llamado «temor». Si estás batallando contra ese mismo gigante, Goliat debe caer es lectura obligada para ti.
— SADIE ROBERTSON, AUTORA, CONFERENCISTA, ACTRIZ Y FUNDADORA DE LIVE ORIGINAL
Yo tengo fe en que Dios va a liberar de sus gigantes a muchas personas por medio de la maravillosa verdad que Louie presenta en este libro.
— DR. CHARLES STANLEY, PASTOR PRINCIPAL, PRIMERA IGLESIA BAUTISTA DE ATLANTA, PRESIDENTE DE IN TOUCH MINISTRIES
Los grandes jugadores han tenido grandes entrenadores. Louie nos ayuda a comprender que Dios nos ha proporcionado el mejor de todos los entrenadores para que nos ayude a obtener la victoria sobre nuestros Goliats.
— STAN SMITH, PRESIDENTE DE STAN SMITH EVENTS, ANTIGUO JUGADOR DE TENIS CLASIFICADO COMO #1 Y ROSTRO DEL ICÓNICO «STAN SMITH SHOE»
Louie es magistral en su esfuerzo por conectar a las personas con el mensaje del evangelio.
— BRIAN HOUSTON, PASTOR MUNDIAL PRINCIPAL Y FUNDADOR, IGLESIA HILLSONG
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© 2017 por Grupo Nelson®
Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.
Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson, Inc.
www.gruponelson.com
Título en inglés: Goliath Must Fall
© 2017 por Louie Giglio
Publicado por Thomas Nelson.
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Editora en Jefe: Graciela Lelli
Traducción: Andrés Carrodeguas
Adaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.
Epub Edition September 2017 ISBN 9781418597627
ISBN: 978-1-41859-737-5
Impreso en Estados Unidos de América
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Contenido
Guide
El rey inclinó la cabeza, salió de su tienda arrastrando los pies y contempló la lejana colina justo afuera del campamento militar. El desayuno le había caído mal, en un estómago hecho nudo. En todo el valle se escuchaba el ruido de las cacerolas de los hombres que encendían fuegos y comían pan con queso. No faltaba mucho para que se oyeran de nuevo los gritos de aquel hombre. El rey dejó escapar un profundo suspiro.
«¿Cuántos días llevamos?», preguntó a su ayudante.
«Cuarenta, señor», fue la respuesta. Un círculo de guerreros resguardaba la tienda del rey. El ayudante no necesitaba molestarse en responderle, solo que su vida dependía de que le diera la respuesta correcta al rey. Tanto el ayudante como el rey sabían que el rey Saúl estaba consciente del número de días.
«¿Lo puedes ver venir?», preguntó el rey.
El ayudante entrecerró los ojos, con la mano se protegió la vista del sol y asintió. «Justo a tiempo, señor».
El rey rezongó mientras se ponía sus vestiduras reales, luego se quedó en silencio y encogió los hombros.
«¡OIGAN!», tronó el grito desde el otro lado del valle. «¿Por qué no se organizan hoy para la batalla…? ¿O es que tienen miedo?». Todos los guerreros del campamento israelita se volvieron para mirar, muchos de ellos temblando. Aquella provocación no tenía nada de nueva, pero los guerreros no hicieron nada. No habían recibido órdenes. No tenían instrucciones que seguir. No había voluntarios. Ninguno podía apartar su mirada, y aunque detestaban al que tenían enfrente, ninguno tenía el suficiente valor para tratar de callarlo.
El que les gritaba era una bestia de hombre, velludo y feo y maloliente. Curtido de cicatrizes de un centenar de batallas, sobre su cabeza descansaba un casco de bronce. Una inmensa armadura de placas metálicas le cubría el cuerpo; placas de bronce le protegían las piernas. Llevaba una jabalina, también de bronce, colgada a la espalda. En la mano, el enorme guerrero sostenía una lanza más gruesa que un rodillo de tejedor, y delante de él sonreía su escudero, esperando con gusto la pelea. Con esa cantidad de armadura, los arqueros no podrían penetrar sus defensas. Y con todo un ejército respaldándolo, los soldados no podrían abalanzarse sobre él. Los lanceros y jinetes no se le podrían acercar sin ser aniquilados. Aquel gigante era impenetrable. Invencible. Y nadie lo sabía mejor que él mismo.
«¡Bola de nenes!», les gritó el gigante. «¿No soy yo filisteo, y ustedes los siervos del rey Saúl? ¡Compitamos como hombres! Les voy a proponer lo mismo que ayer. Escojan ustedes a un hombre; nosotros escogeremos a otro. Que peleen esos dos, y el que gane, gana la guerra. Yo representaré a los míos. ¿A quién tienen ustedes que los represente?». Se rio con una larga y desagradable carcajada. Aquel gigante ya sabía la respuesta. Nadie se le iba a enfrentar. Desde el campamento de los filisteos se oyeron abucheos e insultos.
El ayudante miró al rey Saúl. «Señor, ¿alguna respuesta hoy para Goliat?». La voz del ayudante insinuaba lo importante que era ese hoy.
El rey no hizo caso a su pregunta. No; hoy no habría respuesta. No la hubo ayer, ni tampoco antes de ayer, ni el día anterior. Su ayudante lo sabía. En toda la semana no había dado respuesta alguna, como tampoco la semana anterior, ni durante las seis semanas previas, cuando había comenzado toda aquella debacle. No había respuesta, porque en el ejército israelita no había nadie que pudiera derrotar a aquel gigante, y todos en el campamento lo sabían. Nadie lo sabía mejor que el propio rey Saúl, el guerrero más alto, más fuerte y más experimentado de todo el ejército israelita.