Ana R. Cañil - La mujer del maquis
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- Libro:La mujer del maquis
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2008
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La mujer del maquis: resumen, descripción y anotación
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A Amalia y Victorio, mis padres.
Se fueron sin que les preguntara por su pasado.
A Joaquín, mi compañero,
por lo que compartimos.
Me arrastró cuando estaba vencida.
A Carlota y a Javier,
por las muchas horas robadas.
A mi hermana Sagrario y demás mujeres de mi familia.
Sin lo que mamé entre ellas no habría podido seguir
a las protagonistas de esta historia.
A mi hermano Miguel,
por lo que nos soportamos.
Cantabria, 1957. Paco Bedoya, el último maquis, cae bajo las balas de la Guardia Civil. Han pasado diecinueve años desde que Franco ganó la guerra, diecinueve años en los que un puñado de hombres, con el apoyo de las gentes de unos valles perdidos, mantuvieron su lucha por la libertad. Esta es la historia de esos hombres y mujeres que sufrieron torturas, cárcel y represión. Aún hoy, el miedo habita en los rincones de las casonas, en las grietas de las paredes, bajo el musgo y el verdín que cubre las piedras de sillería. El miedo, el miedo… Y la vergüenza. Ellos están dispuestos a recuperar un tiempo doloroso y oscuro, en el que nunca faltó el amor y la pasión, la solidaridad y el recuerdo silencioso. Y también es la historia de amor de Paco Bedoya, el último maquis, y de Mercedes San Honorio, dos jóvenes que se enamoraron antes de cumplir veinte años y tuvieron un hijo en común, que se vieron obligados a vivir su amor en la distancia y a soñar que algún día podrían reencontrarse.
Ana R. Cañil
ePub r1.2
Titivillus 06.03.17
Título original: La mujer del maquis
Ana R. Cañil, 2008
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
¿QUIÉN NOS DEVUELVE EL TIEMPO NO VIVIDO?
E l primer franquismo, el peor franquismo, el que transcurre desde el final de la Guerra Civil hasta el Plan de Estabilización de 1959, combina dos de las patologías más significativas de las dictaduras: la represión sin piedad de los que considera sus enemigos, y la oscura y viscosa opresión de las sociedades que las padecen. Este libro recoge la historia que se desarrolla en una pequeña sociedad —la de algunos pueblos de Val de San Vicente, en Cantabria— y en un tiempo —desde la década de los cuarenta hasta la segunda mitad de los años cincuenta del siglo XX— que son una muestra de las tendencias represoras y opresoras generalizadas en aquellos años, un período que fue más largo de lo que los historiadores acostumbran a definir como la posguerra.
A diferencia de lo que sucedía en esos momentos en otros lugares de España, la peor represión está aquí, en los lugares de nuestra historia, en carne viva y en su primera fase: la de la violencia directa. La opresión es común a la de otras zonas dominadas por el nacionalcatolicismo más rancio. La España represora y la España opresora en su sentido más literal: «La cruz y la espada de nuevo / triste recuerdo de España / se han juntado» (Alberti).
Este es el libro de una periodista, no de un historiador, aunque muchos de los hechos que en él se relatan derivan de fuentes primarias, de los testimonios de los supervivientes y de los documentos desenterrados, que en muchos casos corrigen la historia oficial que se tergiversó en los periódicos de la época con la única versión de la propaganda del Régimen.
El periodismo es el primer borrador de la historia. Para entender lo que hoy sucede es necesario saber lo que ocurrió ayer, y esto se consigue conociendo el contexto: cualquier hecho que no pueda ser puesto en relación con otros llega a ser incomprensible. No he tratado de hacer historia, sino periodismo. Tampoco he hecho literatura; todo lo que se cuenta en estas páginas pertenece a la realidad, aunque algunos elementos, por el surrealismo de sus argumentos y el esfuerzo de sus personajes, pudieran servir para la ficción y el realismo mágico. La única licencia que me he permitido ha sido recrear algunas escenas, algunos episodios de los que ya no quedan testigos directos. Y cuando esto ha sucedido, siempre he basado la reconstrucción y la interpretación en los testimonios de al menos dos o tres familiares o amigos que vivieron o escucharon la historia de boca del personaje desaparecido.
Por suerte para los protagonistas de los acontecimientos narrados, y por desgracia para los perseguidores de los hechos, la memoria es selectiva y, en ocasiones, una misma vivencia fue percibida y recordada de diferentes maneras. Sin embargo, los archivos ya abiertos a los estudiosos, los documentos de los consejos de guerra, los expedientes carcelarios, han ayudado a subsanar las lagunas en la memoria de los protagonistas.
Creo en la necesidad de la memoria histórica como paso previo para la justicia histórica. La amnesia colectiva, que todavía pervive como resultado del miedo a la represión y a la opresión, puede estar justificada por ese temor ¡después de más de medio siglo!, (en este relato todos tenían razones fundadas para temer a los demás), pero conduce a una interpretación errada de los tiempos y de los hechos. Durante décadas, a quienes nacimos después de la guerra se nos escamoteó una parte fundamental de la historia, y crecimos con episodios de nuestro pasado que nos resultaban incomprensibles o desconocidos, oscuros.
En la posguerra española, el Estado dejó de ser el depositario de la ley y de la justicia para convertirse en el máximo depredador de sus oponentes: los que pensaban de otra forma. Ello dio lugar a crímenes, opciones perversas, errores trágicos, y a que muchas vidas dejaran de vivirse. ¿Quién las reparará? Sin olvidar la degradación cotidiana compuesta de traiciones y humillaciones, a las que tanto contribuyeron la Iglesia católica y sus epígonos.
Se podría parafrasear al escritor italiano Carlo Levi y decir que en aquel tiempo horroroso de penalidades y penurias Cristo se detuvo en Val de San Vicente. Han pasado sesenta años desde que en la madrugada del 31 de agosto de 1948, día de los Mártires, el traqueteo de los camiones arruinó el silencio de los pueblos del Val de San Vicente, en la comarca de la Marina Occidental de Cantabria.
Aquel agosto cambió la vida de sesenta y nueve personas y de sus familias. Una multitud, si se piensa que cada pueblecito, cada aldea, no superaba el centenar de habitantes y en muchos de ellos no vivían ni cincuenta personas. Aquel amanecer, mientras estos ciudadanos eran transportados de pie, en la caja del camión, sujetando los jóvenes a los viejos, los hombres a las mujeres, ocupados en no caerse, en intentar adivinar en qué casa harían la siguiente parada, quiénes serían sacados a gritos o a golpes de sus camas, nadie tuvo tiempo de echar una mirada alrededor. La mayoría de ellos tardarían muchos años —una vida— en volver a sus hogares, en ver los verdes prados, los Picos de Europa aún manchados por la nieve, la salida del sol sobre la ría de San Vicente de la Barquera.
Entre ellos estaba Francisco Bedoya, uno de los protagonistas de esta historia —el Bedoya, el último emboscado de Cantabria, el echado al monte que hizo pareja con Juanín y pasó con él a la categoría de mito, odiado o admirado, de estos lugares; loco, ingenuo o romántico, o todo a la vez—, el último hombre que ingresó en el maquis cuando daba sus estertores finales (1952) sujetaba a su tía y a su prima en lo alto de la caja del camión. Cerca de Paco, un amigo hacía lo propio con su anciano padre y su hermana, también prendidos por la Guardia Civil. Un poco más allá, pegados, otro detenido se las apañaba como podía para mantener firme entre él y su padre a su mujer embarazada. Las piernas del viejo fallaban desde que regresó del penal de la isla de San Simón, recién acabada la Guerra Civil.
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