Washington Irving
Cuentos De La Alhambra
Cuando en la primavera de 1829, Washington Irving llega a Granada y se aloja en el bellísimo palacio-fortaleza de la Alhambra, es ya un escritor muy conocido, tanto en su país de origen como en el extranjero. Esta noticia no carece de importancia, puesto que Irving es el primero en dar presencia internacional a la literatura de su patria. Sucede que nuestro personaje había nacido en Nueva York el 3 de abril de 1783, último de once hijos de un escocés calvinista dueño de muchos oficios. Por aquel entonces, Estados Unidos llevaba siete años de independencia, y la huella de lo inglés seguía muy presente en diversos aspectos culturales de la nueva nación.
Así, la literatura no terminaba de encontrar su verdadera vocación norteamericana. Fue en los inicios de siglo que Washington Irving hizo los primeros avances en tal dirección. Por ejemplo, cuando su labor de periodista desemboca en un libro titulado Las cartas de Jonathan Oldstyle, caballero (1802-1803) y poco después en otro de nombre Los papeles de Salmagundi (1807-1808), ambos de prosa miscelánea, pero centrados en describir, generalmente con suave ironía, acontecimientos del vivir diario en las excolonias.
Esa labor se continúa en la que llamaremos de historiador romántico. Es decir, un autor cuyo propósito central es más la difusión que la exactitud o la interpretación de los hechos históricos. Resultado de este trabajo es una serie de libros amenos, de temática muy diversa. Citemos los de mayor importancia. Desde luego, Una historia de Nueva York (1809), publicada con el seudónimo de Diedrich Knickerbocker. Si bien humorística en un principio, se transforma enseguida en un intento serio por establecer la fundación y el desarrollo de dicha ciudad y queda como un texto rico en datos al que necesariamente vuelven los especialistas. Vendrán luego, producto de los viajes y los estudios hechos por Irving, Historia de la vida y de los viajes de Colón (1828), La conquista de Granada (1829), Astoria (1836), Mahoma y sus sucesores (1849), Vida de Washington (1855-1859), etcétera. En todos ellos, el crítico Austin Mc Fox encuentra "una cortesía gentil, una prosa agradable y, más que nada, la evitación de todo compromiso y responsabilidad característica" de Irving.
Pasamos así al tercer aspecto de Irving como escritor: el cuentista. Tuvo inclinación por lo que suele llamarse el cuento gótico: aquél centrado en narrar algún suceso sobrenatural, o en apariencia sobrenatural, ocurrido en atmósferas propicias para crear terror. En este sentido, Irving es la raíz de una corriente muy importante en la narrativa norteamericana, cuyos representantes mejores son Edgar Allan Poe (1809-1849), Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y muchos autores del sur. Sin embargo, una precisión es de rigor aquí: Irving trabajó con materiales ajenos. Es decir, trajo de sus visitas al extranjero cuentos que simplemente narró con su muy personal estilo. Citemos, como ejemplo, "La aventura del estudiante alemán", del libro Cuentos de un viajero (1824).
Por motivos de salud, Irving viajó por Europa de 1804 a 1806. A su vuelta sacó de sus morrales una buena cantidad de leyendas y cuentos folclóricos, la mayoría de origen alemán, que utilizó para adaptarlos al medio ambiente norteamericano. Volvamos aquí a una idea ya avanzada párrafos atrás: en su camino hacia la identidad propia, la literatura de Estados Unidos cruza un periodo de imitación, sin duda inevitable. Los cuentos escritos por Irving representan una etapa de esa trayectoria: los temas venían del extranjero, pero la ambientación era nacional. El libro de los bosquejos del caballero Geoffrey Crayon (1819-1820) es el producto más señalado de tal tendencia, y se cuenta entre los mejores libros dejados por el autor. En él aparecen dos textos clave para entender el desarrollo de la narrativa norteamericana: "Rip van Winkle" y "La leyenda de Sleepy Hollow".
Sea en su prosa periodística, sea en su trabajo de historiador o en aquel otro de cuentista, Irving exhibe una serie de características que lo identifican como escritor. La primera, desde luego, ese cortés alejamiento de toda emoción excesiva que ya comentamos. En segundo lugar, un interés real por las culturas ajenas, que lo llevaba al intento de comprenderlas sin altanerías y, desde luego, a tomar de ellas materiales para la obra propia. En tercer lugar, su estilo. Fue sin duda heredero de los prosistas ingleses del siglo XVIII, y la crítica lo ha venido subrayando sin cesar. Demos un ejemplo. El crítico inglés William Hazlitt (1778-1839) dijo, en una reseña sobre nuestro personaje, que "el lenguaje del señor Irving no sólo está modelado con gran gusto y buenos resultados en aquél de Addison, Goldsmith, Stern o Mackenzie, sino que los pensamientos y los sentimientos se cuelan también de rebote…" Es la cuota de imitación que pagan los países en crecimiento. La literatura norteamericana aún tardará unos años en llegar a su expresión lingüística natural, y lo hará en pluma de Mark Twain (1835-1910).
Volvamos ahora a ese interés genuino por la cultura propia y por las ajenas. Otro aspecto destacable de Irving es su amor por el folclor, que lo llevó a reunir materiales de orden diverso, con el propósito de rescatarlos mediante su inclusión en libros. En su obra tenemos lo venido de Europa, pero también lo aprovechado de los territorios de avanzada o frontera en los propios Estados Unidos. Y lo español, desde luego.
En 1815 Irving sale de viaje por Europa, y la estancia fuera de su país se prolonga por diecisiete años. En su deambular constante por el mundo llega a España en 1824, pues un amigo de apellido Everett lo había invitado a Madrid, con la propuesta de que Irving lo ayudara a traducir material para una vida de Cristóbal Colón que preparaba. En 1829 lo tenemos ya en Granada. Conviene ahora citar de una carta escrita por Irving, incluida en el libro Documentos españoles: "Estos temas hispanomoros poseen tal encanto, que me satisface escribir de ellos por el simple gusto de hacerlo. Tienen un espíritu elevado, la tendencia a lo caballeresco, y a la vez son extraños, pintorescos y en ocasiones un tanto humorísticos".
Irving había estado explorando viejos archivos españoles, de los que obtuvo material muy rico, parte de él vertido en el libro que presentamos: Cuentos de la Alhambra. Pero los archivos no fueron su única fuente de inspiración. Como lo establece el propio texto, el autor sabía congraciarse con la gente, y de sus abundantes pláticas con habitantes de Granada y, en especial, de la Alhambra, obtuvo cuentos y leyendas que agregar a lo sacado de documentos. El texto apareció en 1832, cuando Irving ya estaba de regreso en su país. Tuvo buena acogida por parte de la crítica y de los lectores.
No es de extrañar, porque La Alhambra, conjunto de cuentos y bosquejos de moros y españoles -que tal es el título original del libro-, es una obra simpática y generosa, cuya concepción supera el trabajo usual de reunir una serie de narraciones e integrarla con base en una visión de género. Por principio de cuentas, el autor se incluye en el texto como personaje, estableciendo así un enfoque personal, de relación directa con el ámbito de lo narrado. En segundo lugar, la estructura dada al material habla de cómo llegó a Granada, de por qué la Alhambra fue lugar de residencia del autor, y de la tristeza sentida cuando los asuntos lejanos hicieron obligatoria la partida. Tercer aspecto, Irving nos ofrece un retrato cordial y amable de las personas reales con quienes compartió su estancia en el lugar.
De esta manera, el libro avanza llevado por una mezcla de dos tiempos distintos: el presente, tiempo al que corresponde el universo de la realidad cotidiana (1829), rico en descripciones de edificios, calles, gente, costumbres, comidas, paisajes, etcétera, que constituyen un testimonio de primera mano sobre la España meridional de aquel momento. Y, desde luego, está el tiempo de los cuentos y las leyendas, generalmente indefinido, pero enclavado en un ayer muy lejano. A él corresponde el mundo de la fantasía, con clara huella de su procedencia oriental, pero injertado ya de esencia española.
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