PEDRO CAYUQUEO
HISTORIA SECRETA MAPUCHE
CAYUQUEO, PEDRO
Historia secreta mapuche / Pedro Cayuqueo
Santiago de Chile: Catalonia, 2017
ISBN: 978-956-324-417-5
ISBN Digital: 978-956-324-528-8
GRUPOS RACIALES, ÉTNICOS, NACIONALES
305.8
HISTORIA DE CHILE
983
Diseño y diagramación:
Diseño e imagen de portada del caricaturista político Fiestoforo www.fiestoforo.cl
Edición: Sergio Infante
Corrección de textos: Valentina Rodríguez
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
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Primera edición: octubre 2017
ISBN: 978-956-324-417-5
ISBN Digital: 978-956-324-528-8
Registro de Propiedad Intelectual N°A-281237
© Pedro Cayuqueo, 2017
© Catalonia Ltda., 2017
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros
Dedicado a todos quienes desde diversos espacios y lugares, en el campo y la ciudad, siguen honrando la memoria de nuestros ancestros.
Peleando por su cultura
derramando sangre en las tierras
terror y fe
castigados solo por ser.
Herederos del tiempo
forzados a ser guerreros
en armas, caras pintadas
defendiendo a su pueblo.
Solo por ser indios
presos de la ambición asesina.
A.N.I.M.A.L., “Solo por ser indios”.
El único deber que tenemos con la historia es reescribirla
Oscar Wilde
PRÓLOGO
Siempre tuve problemas con la Historia, con la de Chile, y más tarde, a medida que fuí creciendo, también con la de Argentina. En la escuela los profesores me hablaban del Desastre de Curalaba y yo pensaba: ¿Por qué desastre si fue la mayor victoria de nuestros antepasados? ¿Acaso el abuelo Alberto era un mentiroso?
Aprendí leyendo los manuales escolares que las machis eran brujas, el pillán era un demonio y nuestros ancestros una banda de cazadores-recolectores, situados apenas un peldaño arriba de zorros y pumas en la escala evolutiva. De cultura o civilización mapuche, ni hablar.
Nuestra espiritualidad eran supersticiones, nuestra medicina, cosa de brujos; nuestro arte, baratijas de feria costumbrista; nuestra lengua, un dialecto menor ya casi desaparecido y de nula utilidad en la vida moderna. También aprendí que los mapuche —perdón don Sergio Villalobos, quise decir los araucanos— habíamos habitado entre los ríos Biobío y Toltén en el sur de Chile. “Habíamos habitado”; así bien en el pasado, en pretérito pluscuamperfecto.
Muchas cosas, la verdad, me hacían ruido y algunas hasta me causaban risa. Siendo un niño mapuche nunca vi en mi lof materno de origen, allá en los fértiles campos de Ragnintuleufu, a ningún lonko cargando días enteros un pesado tronco para ganarse el puesto. Caupolicán, contaban mis profesores en la básica, lo hizo por tres o cuatro días, así les ganó a todos y fue nombrado toqui principal en la Guerra de Arauco. Era por lejos el más bruto.
Aquella imagen siempre me pareció surrealista, algo torpe, una burda caricatura de don Kalfulikan, su verdadero nombre. Todavía, cada vez que me cruzo con su estatua en la céntrica avenida que lleva su nombre en Temuco, reflexiono sobre ello; sobre cómo la historia oficial nos retrata y, también, sobre cómo nos miente.
Amankay, mi hija de 12 años, cierto día me preguntó quién era ese musculoso Tarzán con el tronco al hombro. Un obrero forestal, le respondí. Mi respuesta le hizo todo el sentido del mundo. Es lo que hubiera esperado yo de mis profesores cuando tenía su edad: una pizca de honestidad intelectual y de pensamiento crítico. Aquello sin embargo no sucedió.
Recuerdo que nos hacían recitar, con muy poco entusiasmo, los versos de Alonso de Ercilla y Zúñiga en su poema épico La Araucana. Sí, aquellos de la “gente que la habita es tan gallarda y belicosa, por rey jamás regida ni a dominio extranjero sometida”.
Con el tiempo entendí que La Araucana no era más que una bella pieza de propaganda, escrita para justificar ante el rey de España la inoperancia de sus soldados en los confines del mundo conocido. Hoy creo además que fue el primer libro de ciencia ficción escrito en América. Una versión local de los X-Men de Stan Lee y Jack Kirby: Galvarino nuestro Wolverine.
Lo cierto es que en La Araucana hunde sus raíces lo más rancio del nacionalismo chileno del siglo XIX. El mismo que tras pactar nuestra autonomía con el lonko Mariluan en Tapihue (1825), no dudó más tarde en retratarnos como una tropa de indios buenos para nada y avanzar militarmente sobre nosotros.
Pero a comienzos del siglo diecinueve, a falta de una épica propia, allí estaban los valientes e indómitos “hijos de Arauco”, los Lautaros y Galvarinos, Caupolicanes y Lientures, disponibles para dotar de sentido y razón la descafeinada y elitista causa patriota.
Lautaro, el Che Guevara de las guerras de independencia.
Eso fue la famosa Logia Lautarina, aquella junta de aristocráticos superhéroes criollos fundada en Europa a comienzos del siglo diecinueve y que integraban O'Higgins, San Martín, Blanco Encalada, entre otros; o las Cartas pehuenches, artículos publicados por el intelectual patriota Juan Egaña donde dos jóvenes pewenche dictaban pautas morales a la joven nación.
Y es que tal como escribió Pablo Neruda a propósito del vernáculo racismo chileno contra los mapuche: “La Araucana está bien, huele bien. Los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida. Y los usurpadores están ansiosos de olvidar o de olvidarse”.
Algo similar acontece al otro lado de la cordillera de los Andes, en la actual República Argentina, en Puelmapu, la tierra mapuche del este. Olvidos y silencios caracterizan su historia oficial. Y una que otra mentira no tan piadosa.
Desierto, así bautizaron los historiadores argentinos al extenso y rico territorio de las pampas y Patagonia, habitado desde hacía siglos por tribus rankülche, pewenche, puelche y aonikenk, cuya principal lengua franca —la lengua del comercio, la diplomacia y también de la guerra— fue el mapuzugun. Basta chequear la rica toponimia.
Pero no. La versión oficial asegura que se trataba de un desierto inhóspito y deshabitado, ocupado temporalmente por tribus salvajes, chilenas por añadidura, dedicadas al pillaje y al robo de haciendas en el patio trasero de Buenos Aires. Expulsarlas, aniquilarlas o someterlas fue por tanto un verdadero acto patriótico.
Los argentinos, repiten ellos hasta nuestros días, son todos nietos de gringos y europeos; descienden literalmente de los barcos. Eso creían hasta la Guerra de las Malvinas, allí los ingleses les recordaron su verdadero lugar en el mapa. Vaya película que se habían pasado por casi dos siglos.
La historia, invariablemente desde la antigua Grecia, la escriben y relatan para la posteridad los vencedores, incluso cuando pierden. Y es que si bien la Corona perdió la guerra con los mapuche —Quillín y los restantes tratados firmados durante tres siglos, una teatral capitulación— sus descendientes finalmente nos vencieron.
Lo hicieron en la Pacificación de la Araucanía y también en la Conquista del Desierto, vaya eufemismos para maquillar dos guerras que duraron décadas y más tarde borradas de la historia.
Sorprende lo poco y nada que chilenos y argentinos saben hoy en día de ambas. Se insiste, de manera a ratos exasperante, que el conflicto no resuelto entre ambos Estados con el Pueblo Mapuche —sea en La Araucanía o la vecina Neuquén— trata de los tiempos de Cristóbal Colón.
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