Las cosas son lo opuesto de lo que parecen.
HERÁCLITO DE ÉFESO
INTRODUCCIÓN
El mar de la historia
Aristide Maillol, El Mediterráneo , 1923-1927, Museo de Orsay, París. (© 2021. Digital image, The Museum of Modern Art, New York/Scala, Florence)
Entre tantas cosas que pasan algunas hay que son el soporte de un argumento, de una «pasión» que las hace estar siempre pasando sin acabar de pasar.
MARÍA ZAMBRANO , El hombre y lo divino
Hacia finales del siglo IV a. C., un joven audaz llamado Piteas, natural de Marsella, comenzó un largo periplo que le llevó a cruzar el estrecho de Gibraltar en dirección noroeste, hacia la isla de Thule y más allá, hacia las maravillas de los horizontes árticos, desde las auroras boreales hasta las tierras de nieves perpetuas, pasando por los géiseres y los icebergs flotando en el mar. El helenismo estaba en su apogeo y, bajo el impulso de Alejandro Magno, la cultura del Mediterráneo ilustraba bien lo que es la conciencia de un territorio forjado en unos mitos que visualizaban una historia inmortal.
El relato de Piteas ilustra un estilo de vida basado en la curiosidad, donde se fusionan las cuatro fuentes del saber de la Antigüedad clásica: filosofía, geografía, historia y poesía. Según este proceder, el objetivo del viaje era comprender, por primera vez, el mundo como un enigma a resolver; y se dispuso a descubrirlo, no para satisfacer una necesidad práctica (por ejemplo, las rutas del estaño o de la púrpura), sino porque se había apoderado de él, siguiendo la vieja sentencia de Anaximandro, la necesidad de saber dónde las cosas tienen su origen. La hechura del relato es griega —la vida es una incesante destrucción del pasado y exaltación del destino—, pero la descripción de los lugares visitados y las impresiones de viaje son, casi sin excepción, helenísticas; por tanto, una descripción llena de una poderosa carga de fantasía que tanto se le censuró, en especial por el historiador Polibio y el geógrafo Estrabón. ¿Qué se puede esperar si la contemplación de la naturaleza rebasa todo lo conocido anterior y por eso mismo el antaño sentido de lo arcaico queda diluido para dar paso a una superación del destino?
La voluntad humana se concreta como la única vía de entender la vida: lo ilustra el famoso gesto de Alejandro ante el nudo gordiano; es lo mismo cortar que desanudar. Las historias del Mediterráneo se centran en este gesto que es el mismo de Piteas al apostar por el viaje para desentrañar lo que estaba oculto a los ojos de sus contemporáneos. Si pensamos a base de entender los mensajes que nos lanza la naturaleza, concluiremos que el azar es la respuesta al destino. Pero ¿acaso podemos llevar a cabo la representación de un determinado pasado sin recurrir a la historia que lo hizo posible? Tal vez la narración de esa historia inmortal sea para nosotros el medio más ineludible de actualización del sentido de la vida ingénito al ser humano.
Sin embargo, el desarrollo de la especialización ha creado una brecha en la conciencia de esa realidad. Cuanto más se la valora, más se disipa la larga duración, hundiéndose el conocimiento del pasado en lo que el historiador checo František Graus denominó, con una expresión altamente melancólica, «un gabinete de fruslerías». Al fragmentar el conocimiento, el ser humano se ha convertido en un acumulador para servir a una gran base de datos controlada por unos algoritmos que cada vez más bloquean la creatividad renovadora. Para este modo de analizar el pasado las formas de vida y las preocupaciones personales no tienen valor alguno: lo mejor del ser humano es marginado de antemano.
Por sugerencia de Georges Duby aprendí a situar el marco preciso de la larga duración promovido por Fernand Braudel, sobre todo en el estudio del mundo mediterráneo. Por las lecturas que hice, y los cursos que seguí, entendí que en todas las civilizaciones hay una estructura latente que las fundamenta, es decir, las impregna de razón. Y en ese hallazgo empezó la aventura que ha dado lugar al presente libro que deberá ser entendido y juzgado, si cabe, de acuerdo con el orden del tiempo de su gestación cuarenta años atrás.
El 28 de enero de 1980 me encontraba en la ciudad de Nápoles para leer en la sesión inaugural del XVII Coloquio Internacional de Historia Marítima una ponencia bajo el título «El sueño de Ulises: la actividad marítima en la cultura mediterránea como un fenómeno de estructura». Traté de resumir, con la economía de tiempo propia de estos actos académicos, los argumentos que a mi juicio habían sido postergados en los estudios sobre el Mediterráneo y que en sustancia venían a subrayar, según recuerda Luigi de Rosa en la introducción a las actas del citado Coloquio, «una estructura de civilización, un canal a través del cual se transmitieron técnicas de navegación, conocimiento de las rutas marítimas, tipos y formas de actividad, productos y técnicas productivas, competencias e iniciativas, contratos y comportamientos, modelos de consumo, mentalidades e ideales. Un sistema funcional y dinámico que transformó el proceso histórico de las gentes que vivían en y para ese mar, difundiendo instituciones y mecanismos de desarrollo, sin cancelar del todo las características propias de cada una de las singulares civilizaciones; más bien al contrario, favoreciendo en el interior de un sistema general tal variedad de modelos que cada uno a su manera asumió el dinamismo propio del mar». Y en esa línea, mi trabajo quería llenar un vacío en el contexto de la historiografía, ya que resultaba evidente —señaló el reputado profesor Antonio Di Vittorio en las páginas de The Journal of European Economic History— «que me había propuesto explorar el papel de la navegación marítima en la formación de esa tradición cultural que dominó el Mediterráneo a partir de la epopeya homérica en adelante, y relacionar el desarrollo de las actividades marítimas con el desarrollo social y económico que se produce a lo largo de las costas del Mediterráneo».
Sin duda, en aquella gélida mañana napolitana fui desvelando uno a uno los diferentes aspectos de la existencia de las gentes que hicieron la historia de este mar y me pregunté por el sentido de las aventuras descritas ejemplarmente en la Odisea de Homero, tratando de desvelar la vida secreta de los sentimientos y su efecto en las decisiones cotidianas. De este modo, pude llegar a la conclusión de que el «sueño de Ulises» (un viaje de regreso a casa cargado de éxitos) se adueñó de la cultura mediterránea para orientar la vida concreta de los hombres de este mar y para protegerlos contra la tendencia al olvido de la tradición en los momentos de cambio de era, y para que mantuviera un estilo de vida bajo una permanente lectura de los clásicos como base de sus iluminaciones de lo que ha de hacerse en todo momento y circunstancia. En ese sentido comprendo y comparto la obstinación con la que mi maestro Georges Duby me insistía en la necesidad de imaginar los intersticios de la vida, allí donde los documentos solo ofrecen indicios, pues la revelación del imaginario de la sociedad es la principal motivación del oficio del historiador; y añado ahora por mi cuenta una observación que me ha ayudado a trabajar en los tiempos difíciles, y que muy bien podría considerarse un epílogo de aquellos años donde se transformó el oficio del historiador con unas técnicas de acceso al conocimiento nada usuales: no tiene sentido una narración del pasado que no sea capaz de descubrir las partes desconocidas de la historia que se cuenta.