Título original: Tercer mundo y petróleo
Enrique Ruiz García, 1985
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Notas
[*] Datos provisionales.
Entrega n.º 97 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado al Tercer mundo y el petróleo.
Enrique Ruiz García
Tercer mundo y petróleo
Cuadernos Historia 16 - 097
ePub r1.0
Titivillus 10.11.2021
Tercer mundo y petróleo
Por Enrique Ruiz García
Catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y UNAM, México
E N 1956, un grupo de intelectuales franceses, teóricamente reunidos en torno a Alfred Sauvy, inventaron el término Tiers Monde. Muchos años después uno de los miembros de ese grupo —el profesor de Sociología de la Sorbona Georges Balandier— resumía el éxito y el fracaso de la denominación con estas palabras:
Ese término lo empleamos entonces en una obra sobre demografía. Pero el enorme éxito de esa noción ha llevado consigo muchos errores. En efecto, al emplearla pensábamos en el Tercer Estado. Sin embargo, en inglés esta referencia no existe en modo alguno y mucha gente ha pensado en una clasificación, en una manera de dar un número (a esa clasificación), cosa que no estaba en nuestra mente…
El punto de partida, en efecto, de Alfred Sauvy, Balandier y otros más consistía en equiparar, como hipótesis dialéctica de trabajo, el papel del Tercer Estado en la Revolución francesa y la situación material y cultural de los pueblos coloniales o descolonizados, que entraban en la historia y parecían subrayar, con su presencia, un cambio radical en las relaciones entre las naciones: como el Tercer Estado lo determinara entre los estamentos sociales —nobleza, clero y Tercer Estado— del Antiguo Régimen.
Una imagen —en el sentido global del término— funcionaba literariamente en la denominación: la famosa interrogación (con su respuesta) de Emmanuel-Joseph Sieyès (el abbé Sieyès) en el curso de los debates que precedieron a la destrucción del Anclen Régime:
—¿Qué es el Tercer Estado?
—Nada.
—¿Qué aspira a ser?
—Todo.
Pero el Tercer Estado era un grupo social en ascenso —homogéneo políticamente, aunque no por su origen de clase que totalizaba un comportamiento sociológico. La equivalencia Tercer Estado y Tercer Mundo es falsa y peligrosamente generalizadora.
En efecto, las naciones que han logrado la independencia y constituyen hoy el Tercer Mundo no son, sociológicamente, clases homogéneas políticamente en lucha, totalizadamente, contra los estamentos, por decirlo así, externos: es decir, los imperialismos y las potencias económicas dominantes. Son, de mejor suerte, clases contra clases en el interior mismo del Nuevo Régimen.
Más aún: en el Tercer Mundo (cosa que no fue en el Tercer Estado) los intereses de grandes núcleos de la población están vinculados, materialmente, a los intereses de los grupos dominantes externos. Esa Situación real, inequívoca, ha hecho posible un doble lenguaje en el Tercer Mundo: el lenguaje metademagógico de la condena del Primer Mundo y un permanente acuerdo, subyacente, de sus clases dirigentes con él. Esa realidad, indisputable, es una realidad explosiva. Moral y materialmente.
Por si ese mecanismo dialéctico de ambigüedad y confusión ideológica y semántica fuese poco, el 10 de abril de 1974, en las Naciones Unidas, el actual demiurgo de China hacia la economía de mercado socialista, Deng Xiaoping, presentó, en un discurso ante la Asamblea General —todavía Mao Tse-tung estaba vivo, lo que añade equivocidad a la nueva Weltanschauung—, la Teoría de los Tres Mundos.
Según Deng, que hablaba entonces sobre el problema de las materias pumas, el primer mundo está compuesto por las dos grandes superpotencias, que tienden a dominar a todas las demás. De las dos superpotencias, la que enarbola la bandera del socialismo le parecía a Deng más peligrosa que Estados Unidos. El segundo mundo, en esa teoría, está conformado por las potencias industrializadas, y el tercero, añadía, es el que se conoce como Tercer Mundo.
Esta tesis suponía una ruptura violenta, y no sólo epistemológica, con el planteamiento anterior de China sobre los cuatro mundos. Todavía cuando China ingresó en las Naciones Unidas, en 1971, mantenía una interpretación de la lucha de clases internacionales bajo el signo de los cuatro y no de los tres mundos.
La globalización previa presuponía que el primer mundo estaba compuesto, ciertamente, por las dos superpotencias (pero rompía con la generalización mecánica de la guerra fría, que amparaba la idea de una contradicción única y formalizada entre el capitalismo y el socialismo); el segundo lo estructuraban China y los países que compartían su versión marxista-leninista de las contradicciones mundiales. Eliminaban de ese componente a los países socialistas de Europa oriental, que, según China, estaban reducidos a la dependencia a la URSS bajo el manto de una pretendida comunidad. El tercer mundo, paradójicamente, lo formaban los países industrializados, y el cuarto las formaciones sociales en vías de desarrollo.
Es patente que la segunda versión —teoría de los tres mundos— arrancaba de la necesidad china de incorporarse, por otro camino, a una realidad internacional donde el Tercer Mundo, al cual se une China a partir de 1974, tenía una valoración distinta. Pero es objetable la creencia, o por lo menos difícilmente aceptable como praxis, de que los países industrializados puedan plantearse una alianza de clases con el Tercer Mundo frente a las dos superpotencias; una de las cuales, además, según China, es el enemigo principal: la URSS.
Ni la teoría de Alfred Sauvy —por tomar el nombre motor del grupo— sobre la equivalencia entre el Tercer Estado y el Tercer Mundo, ni la teoría de Deng Xiaoping sobre los tres mundos constituyen, coherentemente, una interpretación absolutamente válida. El problema, no obstante, existía y existe. Por otra parte, la connotación ideológica y política conllevaba otra simplificación que no es enteramente cierta: la suposición de una confrontación mecánica del Tercer Mundo (cuando ya se reconoce, en cuanto a indicadores de pobreza total, la existencia de un cuarto mundo), que aglomera a las formaciones sociales periféricas frente a las formaciones sociales centrales del capitalismo.
Como bien se sabe, la URSS se niega a asumir ninguno de los pillajes y exacciones del imperialismo y el capitalismo respecto a las formaciones sociales periféricas. De todas maneras es difícilmente soslayable lo real: que los intereses de la URSS como potencia, si realmente chocan con los del capitalismo altamente desarrollado, también coinciden con ese mismo capitalismo altamente industrializado en sus aspiraciones planetarias.
A la hora de la revolución energética, la URSS ha diseñado, por ejemplo, una estrategia de intercambios —oleoductos, gaseoductos, etcétera— que la integran en la dialéctica económica de la competitividad del desarrollo y no sólo de la competitividad ideológica. Esta se ha circunscrito a la esloganización del texto, pero pasando sobre la teoría y, por tanto, sobre la esencia misma del discurso. Este se ha mineralizado en el slogan