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Bernard Cornwell - Waterloo

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Bernard Cornwell Waterloo

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BERNARD CORNWELL Londres 1944 Novelista y periodista inglés Vivió su - photo 1

BERNARD CORNWELL (Londres, 1944). Novelista y periodista inglés. Vivió su infancia en el sur de Essex.

Perdió a sus padres a muy corta edad, un soldado de las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses y una recluta del Cuerpo Auxiliar Femenino Británico. El apellido Cornwell es el de su madre.

Se graduó en la Universidad de Londres y llegó a ser empleado como maestro tras pasar por la Universidad.

Tras esta experiencia, pasó a trabajar para la cadena inglesa de televisión BBC, donde comenzó como investigador para el programa Nationwide, y permaneció en ella durante los siguientes 10 años, llegando a ser Jefe de la sección de Actualidades de la cadena en Irlanda del Norte.

Fue trabajando en Belfast cuando conoció a Judy, una turista americana, de la que se enamoró y con la que se trasladó a Estados Unidos, donde comenzó las sagas históricas por las que se ha hecho famoso.

Según Cornwell, la decisión de escribir procede de una necesidad estrictamente económica: al no tener tarjeta de residente (Green Card), sólo la actividad intelectual le estaba permitida para ganarse la vida dentro de la legalidad.

Como reconocimiento a su labor como escritor, en junio de 2006 fue nombrado Caballero del Imperio Británico dentro de la lista colectiva en honor del 80 cumpleaños de la reina Isabel II.

Capítulo 1

¡Fantásticas noticias! ¡Napoleón ha vuelto a desembarcar en Francia! ¡Hurra!

«¡Mi isla es muy pequeña!», dicen que exclamó Napoleón al verse reducido a la condición de dominador de Elba, un diminuto pedazo de tierra situado entre Córcega e Italia. Había sido Emperador de Francia y regido los destinos de cuarenta y cuatro millones de personas, pero ahora, en 1814, no gobernaba más que un espacio de doscientos veintidós kilómetros cuadrados en el que únicamente disponía de once mil súbditos. Sin embargo, estaba decidido a ser un buen gobernante, de modo que nada más llegar a su nueva residencia empezó a promulgar una larga serie de decretos destinados a reformar la industria minera de la isla y su producción agrícola. Apenas habrá nada que escape a su atención: «Informe al intendente de lo mucho que me disgusta el desaseado estado de las calles», dice en uno de sus escritos.

No obstante, sus planes iban mucho más allá de la simple limpieza de la vía pública. Quería construir un nuevo hospital y añadir escuelas y carreteras a su reino, pero nunca había dinero suficiente para sus proyectos. En Francia, la recién restaurada monarquía se había avenido a conceder a Napoleón un subsidio de dos millones de francos anuales, pero pronto quedó claro que jamás se le iba a pagar esa suma, y sin metálico nunca podría ver materializados ni sanatorio, ni colegios ni calzadas. Frustrado por la impotencia a la que se le condenaba, el Emperador se encerró en un hosco ensimismamiento, pasándose el día entero jugando a cartas con sus ayudantes y divisando al mismo tiempo los buques de guerra británicos y franceses que vigilaban las costas de Elba para asegurarse de que no le diera la ventolera de abandonar sus liliputienses dominios.

El Emperador se aburría. Echaba de menos a su mujer y a su hijo. Añoraba también a Josefina de Beauharnais, y cuando llegó a Elba la noticia de su muerte el guerrero se mostró inconsolable. La pobre Josefina, con sus estropeados dientes, sus ademanes lánguidos y su cuerpo flexible, era una mujer que no sólo terminaban adorando todos los hombres que la conocían, sino que, pese a haber sido infiel a Napoleón, siempre había logrado que este la perdonara. Aunque por razones dinásticas se hubiera visto en la tesitura de divorciarse de ella, él la quería. «Te he amado todos los días de mi vida», escribirá el Emperador en las cartas que le dedica tras su muerte como si la desaparición no se hubiese producido. «No ha habido una sola noche en que no te estrechara entre mis brazos […], ¡jamás ha habido una mujer a la que se haya idolatrado con tanta entrega!».

Napoleón se sentía abrumado por el tedio y la cólera. Le enfurecían la actitud de Luis XVIII, que no le estaba abonando el subsidio acordado, y el comportamiento de Talleyrand, su antiguo ministro de Asuntos Exteriores, que ahora se dedicaba a negociar en el Congreso de Viena en nombre de la monarquía francesa. Talleyrand, hombre tan taimado como astuto y falso, estaba advirtiendo al resto de las autoridades europeas enviadas a la capital austríaca que resultaba totalmente imposible recluir con garantías a Napoleón en una pequeña isla mediterránea tan próxima a Francia. El político francés quería que el Emperador fuese recluido en un lugar mucho más lejano, en algún paraje remoto como el de las Azores, o mejor aún en uno de aquellos islotes de las Indias Occidentales devastados por la fiebre amarilla, o quizás incluso en algún puntito perdido en los mapas de los más distantes océanos, como Santa Helena.

Y Talleyrand tenía razón, todo lo contrario de lo que puede decirse del comisionado inglés enviado a Elba con el encargo de no perder de vista a Napoleón. Sir Neil Campbell estaba convencido de que Napoleón había aceptado su destino, y así se lo haría saber en sus cartas a lord Castlereagh, el ministro de Asuntos Exteriores británico. «Empiezo a pensar», señala, «que está prácticamente resignado a abrazar este retiro».

Del Emperador podía decirse cualquier cosa menos que se hubiera resignado. Seguía con atención las noticias que le llegaban de Francia y era consciente del descontento que había generado la restaurada monarquía. El desempleo era generalizado, el precio del pan estaba por las nubes y la gente que en su momento había recibido con alivio la abdicación del Emperador empezaba a recordar ahora con nostalgia los años del régimen napoleónico. Todo ello le había animado a hacer planes. Se le había permitido disponer de una esmirriada flota, nada que pudiera constituir una amenaza para los barcos franceses y británicos que patrullaban las costas de su prisión isleña, pero a mediados de febrero de 1815 el Emperador ordenó que el Inconstant, el mayor de sus bergantines, fuese llevado a puerto para que se le «reparara la quilla de cobre», añadiendo asimismo que se le «taponaran las grietas y […] fuera pintado igual que los veleros ingleses. Quiero que el 24 o el 25 de este mes se encuentre en la bahía, listo para zarpar». Exigió también que se fletaran otros dos grandes buques. Le habían permitido llevar mil soldados consigo a Elba, contándose entre ellos cuatrocientos veteranos de la Vieja Guardia Imperial y un batallón de lanceros polacos, tropas con las que pretendía nada menos que invadir Francia.

Nada de todo esto levantó la más mínima sospecha en sir Neil Campbell. En 1815, sir Neil era un hombre decente de treinta y nueve años que tenía tras de sí una exitosa carrera militar que no obstante se había visto prácticamente abocada a su fin en 1814, fecha en la que había sido designado agregado militar del ejército ruso, por entonces en plena campaña de invasión de Francia. Había sobrevivido a varias batallas en España, pero en Fère-Champenoise un cosaco de febril y excesivo entusiasmo le había tomado por un oficial francés, causándole terribles heridas.

Nuestro inglés había superado las lesiones y logrado que le nombraran comisionado británico ante su alteza el emperador Napoleón, gobernador de Elba. Lord Castlereagh, que según ya ha quedado dicho regía por entonces los Asuntos Exteriores de su país, resaltó que la misión de sir Neil no consistía en ser el carcelero del Emperador, aunque, evidentemente, parte de su cometido consistía en mantener estrechamente vigilado al francés. Sin embargo, sir Neil se dejó engatusar, así que en febrero de 1815, mientras se daban al Inconstant los últimos toques de su disfraz de barco británico, le dijo a Napoleón que tenía que embarcar rumbo a Italia para acudir a la consulta del médico. Es muy posible que no estuviera mintiendo, pero no es menos cierto que la signora Bartoli, la amante de sir Neil, vivía en Livorno, casualmente el puerto al que se dirigía el intrépido comisionado.

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