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II
SISTEMAS DE LOS SIGLOS XVII Y XVIII
Si es característico del Renacimiento el afán de probar nuevos caminos, lo es de los siglos siguientes el gusto por las construcciones sistemáticas. Una tras otra se alzan las construcciones filosóficas atrevidas y orgullosas. Como todo el Barroco en general, también la filosofía se lanza a construir. Los nombres de Descartes, Spinoza y Leibniz, y aun los de Hobbes, Locke y Hume, representan suntuosos edificios de nueva planta, que, al igual que los museos, ofrecen al que traspasa sus umbrales todo un mundo de elementos cuidadosamente organizado con orden y plan. Cada uno de esos edificios tiene su diseño enteramente particular, rebelde a un encuadramiento en los forzados esquemas del historiador de la filosofía. Si los miramos en sus líneas generales podremos distinguir dos principales estilos de construcción: el racionalismo y el empirismo.
El primero, de mayor aliento, encarna más tradición; hasta se podría decir que su tendencia sistemática es, en el fondo, la misma que la de la Edad Media. Le sirve de lazo de unión la escolástica española del siglo XVI y la subsiguiente metafísica cursada en los centros escolares de la época. Quien viene de este campo, si al menos no ha perdido el espíritu de los «grandes» del Medievo, no se sentirá demasiado extraño entre estos representantes del racionalismo, y aun podrá desenvolverse cómodamente junto a ellos, aunque una vez introducidas algunas correcciones. Los problemas son sustancialmente los mismos de la antigua metafísica, si bien hay que notar, y esto es lo típicamente nuevo, que sujeto y objeto se disocian ahora en una oposición forzadamente agudizada; de manera que la esfera de lo subjetivo es lo primordialmente dado, lo únicamente seguro, y aun autónomo, aunque también el reino de lo objetivo, la naturaleza, se mueve según sus propias leyes, las leyes mecánicas, y surge el gran problema, que preocupará todavía al idealismo alemán, de concertar de nuevo la res cogitans y la res extensa . Quien viene del pensamiento moderno y no ve en Descartes y sus sucesores más que lo nuevo —ya dejamos asentado qué clase de prejuicios llevaron a semejante apreciación unilateral ( cf. vol. I , pág. 682)— sospechará que sobrevaloramos las irradiaciones del pasado. Pero la continuidad histórico-ideológica es también aquí mayor de lo que comúnmente se cree. Cuando Nietzsche llama todavía a Kant un escolástico camuflado, no hay que ver en ello simplemente un desahogo de su genio apasionado. Después que, en nuestros días, la filosofía de la existencia ha trazado respecto de Descartes y de toda metafísica esencialista líneas de delimitación histórica completamente diferentes de las que el neokantismo trazó en su tiempo, habrá que tomar más en serio la expresión de Nietzsche.
La gran ruptura de la filosofía moderna se produjo en realidad en la otra vertiente, en el otro estilo filosófico que apuntábamos, el del puro empirismo y sus consectarios. Él es el que encarna la más moderna y revolucionaria manera de filosofar, la auténtica revolución filosófica y lo más sustantivo de la filosofía moderna, hablando en general; pues en lugar de las verdades necesarias de razón, con las que todo racionalismo hizo y hará siempre metafísica, irrumpe en él la validez de lo puramente fáctico, y con ello se consuma la ruptura con la metafísica clásica. Y de aquí deriva todavía otro carácter de oposición de la sistemática filosófica del empirismo frente a la del racionalismo. Aquélla es suma sin aglutinante; ésta es totalidad trabada en unidad.
Al lado de las grandes construcciones de los siglos XVII y XVIII se levantaron otras edificaciones más modestas. Tampoco éstas deberían ser subestimadas. Es la filosofía vulgarizada de la Ilustración. Aun sin presentarse con el empuje de los grandes maestros de este tiempo, proporciona alimento espiritual a amplios sectores culturales y crea además la atmósfera que respirarán los forjadores de un futuro más grande.
Racionalismo
Al hablar del racionalismo tenemos ante todo que salir al paso a un prejuicio muy generalizado que le hace injusticia y pervierte de antemano su recta comprensión. Es la creencia de que el racionalismo significa tanto como pura filosofía de conceptos. Se impone una distinción entre el racionalismo como una postura gnoseológica fundamental y el racionalismo como un método científico o escolar. Como postura gnoseológica fundamental el racionalismo no quiere ciertamente ser pura filosofía de conceptos o sacar exclusivamente de la razón todo conocimiento. Ya su primer representante moderno, Descartes, rebate a aquellos filósofos que imaginan que va a salir la verdad de sus propios cerebros, sin contar con la experiencia, como Minerva de la cabeza de Júpiter, y concretamente afirma que no avanzará la astrología sino después que se hayan podido examinar los movimientos efectivos de los astros, ni la mecánica sino después que se haya observado el movimiento físico de los cuerpos ( Regulae ad directionem ingenii , 5). No se desatiende, pues, la experiencia, pero lo típico del racionalismo es que para él reviste mayor importancia lo necesario, sea en el orden del ser, del espíritu o de los valores, que lo dado solo como «hecho». Y a esta visión de lo «necesario» pretende acercarse, tomando como vía de acceso la razón, las vérités de raison , que dirá Leibniz, y con un enfoque de los problemas enteramente clásico. El racionalismo quiere siempre ser «filosofía primera», dar ontologías fundamentales y regionales.