Este libro está dedicado a los seres de nuestro pasado mitológico que son como dioses y que vinieron del futuro para enseñarnos los seres en quiénes nos podemos convertir.
RECONOCIMIENTOS
E stoy agradecida a las muchas gentes que me animaron, me inspiraron y me aconsejaron en el proceso de escribir y de producir El regreso de los niños de la luz. En particular, me gustaría darle gracias a Ellen Kleiner y a sus empleados de la compañía Blessingway Author Services, y a John Lyons-Gould de Piñón Publications por su asistencia editorial, así también como a David Christian Hamblin de Blessingway Books por sus consejos.
Estoy muy agradecida por el apoyo nutritivo proveído por mis ami-gas Mara Senese, Trigve Despues, y Ruth Rusca en las coyunturas críticas. Estoy bendecida con una compañera, Gayle Dawn Price, a quién le debo una gratitud especial por su asistencia editorial y por su apoyo de manera incalculable a través de la amplitud y la profundidad de ésta jornada. Y finalmente mi gratitud eterna para todos los que ayudaron a iluminar a mi camino, incluyendo a don Miguel Ángel Ruiz, al H. H. Dalai Lama, a Sai Baba, y a Mark Griffin.
PREFACIO
M i primera experiencia mística ocurrió hace 20 años. Yo tenía 32 años y había vivido en Wisconsin toda mi vida. Acababa de terminar mis estudios de derecho en la Universidad de Wisconsin en Madison e iba manejando a través del país hacia Boston con todas mis pertenencias amontonadas en mi Toyota viejo. Habiendo dejado a mi hogar, a mi matrimonio de siete años, y a mi familia, estaba comenzando una vida nueva. Tan pronto de haber cruzado la frontera canadiense con Estados Unidos en Maine, me sentí encantada por una montaña azul pequeña en la distancia. Manejé hacia ésta, como si atraída magnéticamente por una fuerza que no podía comprender.
Dos horas antes de la puesta del sol, llegué a la base del Monte Azul, en donde agarré una manta y empecé a subir. La subida me llevó por un riachuelo montañoso rodante; a través de densos y coloridos matorrales de follaje otoñal; y arriba del límite de la arbolada, en donde los arbustos de arándano se amontonaban en medio del suelo de granito cubierto de líquenes. Cuando llegué a la cima descubrí que tenía a la cumbre esparsa, incluyendo a un lago glacial impresionante y acogedor, solo para mí. Y a medida que el sol se ocultaba, yo medité y luego pasé la noche escuchando a los secretos de la montaña.
Al amanecer me senté por la orilla del lago, mi atención en lo profundo de mí. De repente, a medida que el sol salía, mi mundo entero fué inundado —primero con onda tras onda de luz blanca brillante, y luego con onda tras onda de luz iridiscente de arco iris. Como si había sido despertada y engendrada por la luz, por que la energía pulsante que surgió a través de mí era como algo que yo nunca había experimentado. Me llenó con un amor profundo, con un sentido de bienestar, y una claridad penetrante.
Varias horas más tarde, cuando empecé a bajar de la montaña para volver a entrar al mundo, me dí cuenta sin embargo que todo había cambiado sutilmente y decisivamente. La luz del mundo había tomado un resplandor nuevo, haciendo a toda la naturaleza vistosamente viva. Mi percepción de los alrededores era más inmediata y enfática, y me sentí interconectada con las energías de todo lo que me rodeaba. En ciertos aspectos todavía estoy descendiendo de ésa montaña.
Desde ese encuentro deslumbrante con la luz de hace dos décadas, he tenido numerosas experiencias trascendentales, muchas de las cuales sucedieron en escenarios naturales espectaculares y en ruinas antiguas. Las experiencias fueron todas llenas de luz e imbuídas con mensajes. Lentamente, he llegado a entender mis experiencias y a comprender a algunas de las razones porque los sitios sagrados de nuestro mundo tienen tanto poder.
Antes de adquirir el entendimiento de estos eventos, yo —como cualquier persona sana y razonable— tendía a descartarlos. Después de todo era una abogada, con una mente racional bien entrenada. Al mismo tiempo, sabía que mis experiencias no eran alucinaciones inducidas por drogas o fugas imaginativas de fantasía, si no que encuentros con fuerzas reales. No podía comprenderlas, así que simplemente las separé por departamentos, y me dije a mí misma que éstas eran experiencias en realidades que estaban fuera de lo ordinario (éstas que no son percibidas con los cinco sentidos) y lo dejé así. Fué sólo años más tarde que me dí cuenta que éstas eran parte de un legado antiguo. Lentamente, la niña de la luz, la semilla de dios que estaba escondida dentro de mí, empezó a despertar.
De acuerdo a la perspectiva cultural con la que me crié, si Dios no estaba muerto, entonces él estaba por lo menos muy separado de mi realidad. Conforme con la objetividad científica del tiempo, a mí me enseñaron que si algo era verdadero, ésto podía ser percibido con los cinco sentidos y su exterior podía ser medido. Aprendí que sólo una capa o dos de mi corteza nueva me separaba de los otros animales y que la evolución era un hecho, no una teoría. Desde el punto de vista de mi tradición judeo-cristiana y de la mitología occidental, la condición humana era deprimente. Desterrada del paraíso y manchada con el pecado original, la única oportunidad de redención para la humanidad existía en una fuerza fuera de si misma.
En contraste, mis experiencias en otras dimensiones gradualmente me dieron una perspectiva total diferente acerca de la condición humana. Cada experiencia lúcida nueva representaba una pieza del rompecabezas, hasta que finalmente, durante un viaje a los sitios antiguos de los Andes peruanos, una visión más completa de nuestra condición humana colectiva tomó forma. Pero antes de que pudiera asimilar verdaderamente ésta visión, tuve que buscar muchas avenidas de exploración. Visité a sitios sagrados en Europa y las Islas Británicas —desde Delfos hasta Stonehenge— y, así como los muchos otros entrando a estos campos de energía antiguos, sentí algo palpable pero indefinido. Hasta estudié al arte de zahoría (la práctica de detectar a los campos de energía con una varita bifurcada, especialmente esos asociados con el agua fluyendo bajo la tierra) para refinar mi habilidad de percibir tal energía. Pero, al principio, no podía comprender por entero las relaciones entre los varios fenómenos que estaba experimentando.
Luego, en el medio de los 1980, descubrí a los sitios antiguos de las américas. En un viaje con un antropólogo cultural para aprender acerca del chamanismo en la península de Yucatán (la tierra de los mayas), una experiencia extraordinaria alteró radicalmente mi percepción. Una tarde un grupo de nosotros fuimos a una caverna recién descubierta que había sido usada por los mayas antiguos con un propósito ceremonial. Entramos a una cámara grande, oscura llena con un olor fuerte a copal (una resina de árboles tropicales que era quemada frecuentemente en prácticas ceremoniales antiguas). A medida que mis ojos se acostumbraban, ví a una luz espectacular. En el centro de la cámara había un árbol de estalagmitas con ramas que tocaban el cielo raso de la caverna —una representación del árbol de la vida. Que inspiración asombrosa debe haber sido ésta imagen para los antiguos. Arraigado en el mundo de debajo de la tierra, el árbol se extendía hasta los cielos, como si fuera un puente entre los dos mundos. Alrededor del árbol habían quemadores de copal y otros objetos ceremoniales que me dijeron que habían estado allí, sin ser tocados por cientos de años. La energía era casi intoxicante.
A medida que gateábamos a través de los pasillos estrechos a un arroyo subterráneo, perdí mi conciencia y entré a un estado de sueño en el cual experimenté una iniciación. Entre los toques de tambor y bocanadas de copal ardiendo, yo era el iniciado, un guerrero joven. Mis músculos eran firmes y tensos; mis facciones oscuras y talladas elegantemente, era distintivamente un Maya. Mi cara estaba pintada en colores vívidos y plumas iridiscentes brillantes enmarcaban a mi cabeza. Mientras estaba tendido en la oscuridad, repentinamente ví encima de mí la cara siniestra de un jaguar —la máscara del sumo sacerdote. Tomé lo que yo estaba segura que sería mi último aliento y me entregué, manteniendo firmemente el foco en mi luz interna, como me habían enseñado a hacerlo. A medida que un cuchillo descendía dentro de mi cuerpo, no sentí dolor sino que en vez dí mi corazón enteramente y por completo a la luz, permitiendo a mi conciencia que ascendiera y que se mezclara con la fuerza eterna dentro de la luz. Tan pronto así como había entrado al estado del sueño, así volví a emerger a la realidad normal. Luchando por respirar, recuperé a la conciencia de mi realidad inmediata en el suelo de la caverna. Momentariamente desorientada, no sabía ni quién era ni a donde estaba. Entonces escuché a un hombre hablando acerca de los peces que vivían en el arroyo subterráneo; éstos eran ciegos, dijo él, porque sus antepasados habían experimentado una mutación, al no haber visto nunca la luz. Continué gateando hacia el arroyo, en donde pasé un gran tiempo bebiendo de su agua fresca, dulce.
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