La regla principal es gustar y emocionar: todas las demás solo están hechas para alcanzar esta primera.
INTRODUCCIÓN
Desear gustar, atraer la atención sobre uno mismo, ponerse en valor y realzarse: ¿hay algo más invariable en la conducta de los hombres y las mujeres? El deseo de gustar y los comportamientos de seducción (adornos, cosméticos, regalos, miradas, coqueteos, sonrisas cautivadoras) parecen, en ciertos aspectos, atemporales, desafiar el tiempo, ser los mismos desde que el mundo es mundo y hay hombres y mujeres en él e incluso desde que existen especies que se reproducen por vía sexual. Algo universal y transhistórico parece estructurar la coreografía de la seducción.
Sin embargo, la seducción no es en absoluto un fenómeno ajeno al trabajo de las culturas y civilizaciones. Indiscutiblemente existe una historia de la seducción, de sus rituales, de su inscripción social en el todo colectivo. Y a este nivel, no hay duda de que nuestra época no se distingue de todas las que nos han precedido. La hipermodernidad marca una ruptura, una discontinuidad mayor en la historia milenaria de la seducción, debido a la destradicionalización, desimbolización e individualización de sus prácticas, pero también de la superficie social y de la fuerza de los poderes de atracción en el funcionamiento de nuestro universo colectivo. Dicha ruptura se lee en dos planos de relieves extremadamente desiguales. En primer lugar, en los modos de encontrarse, de entablar un idilio, de vestirse y acicalarse para gustar: en otras palabras, todo lo que tiene que ver con el ámbito de la seducción erótica. En segundo lugar, en la extraordinaria dilatación social de las estrategias de seducción, convertidas en un modo de estructuración de las esferas de la economía, la política, la educación, la cultura. La extensión social de los poderes de atracción, así como su capacidad para reorganizar de principio a fin los grandes sectores de la arquitectura del conjunto colectivo están en el principio del advenimiento de lo que es posible denominar legítimamente la sociedad de seducción.
¡Qué extraordinario destino histórico el de la seducción! Allá donde estemos, allá donde miremos, son pocos los ámbitos que escapan del imperativo de gustar, llamar la atención, ponerse en valor. ¿Dónde empiezan, hasta dónde llegan, actualmente, las estrategias, los imperativos, los territorios de la seducción? En las sociedades del pasado, estos estaban circunscritos, ritualizados, tenían una trascendencia limitada, remitían principalmente a las relaciones de cortejo entre hombres y mujeres. Esto es ya cosa del pasado: vivimos en una época en la que los procesos de seducción han adquirido una superficie social, una centralidad, una potencia estructuradora de la vida colectiva e individual sin precedente alguno. El principio de seducción se impone como una lógica omnipresente y transectorial con el poder de reorganizar el funcionamiento de las esferas dominantes de la vida social y de reorganizar de arriba abajo las maneras de vivir, así como el modo de coexistencia de los individuos. La hipermodernidad liberal es inseparable de la generalización y la supremacía tanto del ethos como de los mecanismos de seducción.
Es el momento de la diseminación social de las operaciones de seducción que se han hecho tentaculares, hegemónicas, destinadas a la innovación permanente. Ya no se trata de constreñir, mandar, disciplinar, reprimir, sino de «gustar y emocionar». Aquí es donde lo ultracontemporáneo halla un sorprendente punto de encuentro con la época clásica. Ya que es indiscutiblemente el lema clásico, «gustar y emocionar», inicialmente relacionado con el teatro, el que se ha impuesto como una de las grandes leyes estructuradoras de la modernidad radicalizada. Esta ley se aplica a todos los ámbitos, a la economía, los medios de comunicación, la política, la educación. «Gustar y emocionar»: el principio se aplica a los hombres, las mujeres, los consumidores, pero también a los políticos e incluso a los padres: estos son «la ley y los profetas» de los tiempos hipermodernos. Estamos en la sociedad del «gustar y emocionar», la última manera de actuar sobre el comportamiento de los hombres y de gobernarlos, la última forma del poder en las sociedades democráticas liberales.
DESEO DE GUSTAR Y SEDUCCIÓN SOBERANA
¿Cómo gustar? ¿Cómo iniciar un idilio? En el pasado, las técnicas de acercamiento obedecían a estrictas reglas consuetudinarias; los encuentros eran raros, poco numerosos, vigilados por los padres o por todo el grupo. Actualmente, son de una facilidad extrema, se ofrecen en cantidad casi ilimitada debido a la explosión de las páginas web de encuentros on line. En este ámbito ya casi nada está prohibido, todas las libertades están permitidas: estamos en una sociedad de ligue conectado, liberado de los límites del espacio-tiempo, así como de los controles colectivos y de las formas ritualizadas. Los modos de acercamiento y las maneras de gustar han entrado en el ciclo de la destradicionalización, la desregulación y la individualización llevada al extremo.
Al mismo tiempo, ya no hay ningún principio social ni ideológico que obstaculice el derecho de todos, mujeres, hombres, adolescentes, minorías sexuales, a realzar sus encantos físicos. Tras el imaginario milenario de la «seducción peligrosa», llega una cultura marcada por las incitaciones permanentes a ponerse en valor a cualquier edad, la proliferación infinita de productos y cuidados cosméticos, la exaltación del glamour y de lo sexy, el auge de la cirugía estética. Todos los antiguos límites, todos los frenos, que pretendían alertar de los peligros de la belleza seductora, han caído. Querer gustar, mejorar la propia apariencia, subrayar los encantos del cuerpo ya no suscita críticas morales. La seducción soberana contemporánea designa una cultura que reconoce el derecho absoluto de poner en valor los propios encantos, erotizar la apariencia, eliminar las imperfecciones, cambiar las formas del propio cuerpo o los rasgos del rostro a voluntad y a cualquier edad. Ahora el cuerpo es lo que pide una mejora continua en una carrera sin fin hacia la estetización de uno mismo para gustar, pero también para gustarse. La edad hipermoderna es aquella en la que el derecho a gustar ha entrado en una dinámica de diseño hiperbólico de uno mismo, en la que el principio de seducción reina en toda su grandeza.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, los comportamientos relativos a la seducción entre sexos se han armonizado bajo la autoridad de reglas tradicionales resistentes a los cambios. Estructuralmente ligados a cosmogonías y creencias mágicas, los artificios de la seducción disfrutaban igualmente de una legitimidad sin fisuras, al ser unánimemente reconocidos y valorados. Al mismo tiempo, las sociedades premodernas pusieron en marcha todo un conjunto de dispositivos rituales, simbólicos, estéticos, destinados a aumentar la atracción de los seres. No ha existido ninguna comunidad humana que no haya organizado rituales de seducción: no existe el subdesarrollo estético, ni la subseducción «primitiva»; hasta donde conocemos, las comunidades humanas siempre se han empeñado en intensificar la potencia seductora de los individuos mediante artificios de la apariencia y prácticas mágicas.
Pero mientras que adornos, maquillajes y bailes tienen por cometido aumentar el encanto erótico de los seres, el orden tradicional se empeña en impedir que las atracciones recíprocas desempeñen el más mínimo papel en el ámbito de las uniones legítimas. Dirigida por las familias y la ley del grupo, la formación de parejas legítimas se lleva a cabo sin tener en cuenta las preferencias personales: excluye de su orden el principio y la fuerza de las atracciones interindividuales. En todas partes, las instituciones tradicionales han contenido, refrenado, acallado los efectos provocados por los encantos personales, aunque estas aumentaran la atracción erótica de los individuos desplegando una desbordante imaginación. Desde tiempos inmemoriales, las sociedades han sido máquinas amplificadoras del poder de atracción y, a la vez, de los sistemas contra el imperio de la seducción. Ninguna sociedad del pasado ha escapado a esta contradicción inicial entre el proceso de incremento de la fuerza de atracción de los seres y el proceso de exclusión social de la misma.