I NTRODUCCIÓN
La noche del día 23 de febrero de 2022, y la madrugada del día siguiente, una fuerza militar cercana a las 190 000 tropas Rusia lanzó una operación militar de gran envergadura contra Ucrania, con la pretensión de invadir el país, controlar su territorio, derrocar el Gobierno y reintegrar este extenso país a Rusia, presidida desde agosto de 1999 por Vladímir Putin. Estas acciones están basadas en tres ideas que han rondado el discurso político ruso, de forma creciente, en las últimas dos décadas: primero, que la Rusia histórica es un territorio más grande que el que ocupa la Federación de Rusia actual, lo que además explica que muchas de las sociedades que habitan en esos territorios no son naciones independientes de la identidad rusa; segundo, que Rusia tiene derecho a tomar todas las acciones necesarias para defender lo que considera su espacio exterior, y consecuencia de ello, la habilita para tomar el territorio de los Estados que están sobre la esfera de la Rusia histórica, con el fin de defenderse de enemigos globales, o incluso locales, entre ellos de forma explícita de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de la Unión Europea; y tercero, que todo esto se hace para restaurar a Rusia como poder global, que es en sí misma una sociedad que ha sufrido de forma indescriptible, que debió luchar la Gran Guerra Patriótica, que fue víctima de la implosión soviética, y que además, desde la década de 1990, no se le otorga la importancia que se merece.
Ucrania fue invadida de forma contundente, debió activar, para sorpresa de las sociedades europeas contemporáneas, e incluso de muchos en el mundo, una fuerza militar para defenderse, en una guerra que era real, no un videojuego, en la que tropas invasoras tomaban carreteras, bombardeaban ciudades, asesinaban civiles, atacaban hospitales, centros comerciales, y a la vez destruían cultivos, zonas industriales y las infraestructuras críticas del país, mientras que luchaban por tomar las principales centrales nucleares ucranianas, responsables de gran parte de la energía eléctrica que consume el país. El Gobierno de Kiev, presidido por Volodímir Zelenski, un abogado cuya profesión antes de la política era la de hacer de comediante, ha rechazado vehementemente la invasión rusa, ha fortalecido los mecanismos de identidad para la consolidación de la nación ucraniana, y ha defendido el derecho de su país a ser uno soberano, independiente y con integridad territorial. Ucrania, además, a pesar de diversos problemas, sostiene ser una democracia, que reconoce y defiende las libertades y derechos individuales de sus ciudades, el derecho a la diversidad social y política, y se precia de ser, lo más que ha podido, una sociedad abierta, que se diferencia cualitativa y cuantitativamente de los rasgos de autoritarismo ruso, replicados con profundidad en Bielorrusia.
Una perspectiva de análisis sobre la guerra requiere hacer evidentes las cifras entre los dos Estados comprometidos en la misma, y estas que se presentarán corresponden a los datos cuantitativos consolidados al comienzo de la pandemia del COVID-19, en el año 2020:
Rusia, para el año 2020, tenía una población de 141 944 641 personas, con un PIB nacional de $ 1.64 billones de dólares, y un PIB per cápita de $ 11 163 dólares. El gasto en defensa fue de $ 48 200 millones de dólares, y un pie de fuerza de 900 000 tropas en las fuerzas militares regulares, complementadas por más de 554 000 tropas de las llamadas fuerzas paramilitares, y unas reservas militares de 2 000 000 de tropas. Dentro de las fuerzas paramilitares se cuentan organizaciones militares estatales como el Servicio de la Guardia Fronteriza, el Servicio de la Guardia Federal, el Servicio Federal de Seguridad de Propósitos Especiales y la Guardia Nacional. Dentro de las tropas regulares, Rusia cuenta con un comando de Fuerzas de Disuasión Estratégicas, que son las que tienen a disposición el uso de armas nucleares. Al inicio de la guerra, Rusia contaba con más de 28 000 tropas desplegadas dentro de la península de Crimea, básicamente derivadas de la estructura naval, y en disposición de combate. Diversas fuentes señalan que Rusia tiene más de 5990 cabezas nucleares disponibles, en diversos mecanismos de disparo y transporte, y al parecer tiene el mayor arsenal nuclear existente en la actualidad, superando la capacidad de los Estados Unidos.
En el caso de Ucrania, las cifras son completamente diferentes: para el año 2020 contaba con 43 964 969 habitantes, con un PIB nacional de $150 mil millones de dólares, y un PIB per cápita de $ 3592 dólares. Los gastos en defensa no superaban los $ 3830 millones de dólares, que se invertían en una fuerza militar compuesta por 209 000 tropas regulares, complementadas por 88 000 tropas regulares, y 900 000 tropas regulares de reserva. Las tropas paramilitares están compuestas por la Guardia Nacional y la Guardia de Frontera. Ucrania carece de armas nucleares, aunque tenga plantas nucleares importantes, incluida la herencia de la planta de Chernóbil, que luego de fallas graves generó una catástrofe sin precedentes en 1986. El Gobierno de Kiev entregó las armas nucleares que tenía a su disposición luego del llamado Memorándum de Budapest de 1994, y con ello dio lugar a una vulnerabilidad estratégica, que desde los acontecimientos de 2022 se puede calificar como una falla permanente.
Durante las primeras semanas de la guerra aparecieron diversas expresiones e interpretaciones sobre esta, que iban desde los generadores de opinión que afirmaban que las guerras en el siglo XXI son un anacronismo, hasta aquellos que decían que estaban prohibidas. Surgió otro grupo de analistas, ciudadanos corrientes e incluso funcionarios de algunos gobiernos, que consideraban que esta era una guerra que debía detenerse de inmediato a través de la rendición de Ucrania para satisfacer las demandas rusas, queriendo pasar por alto tanto la legalidad como la legitimidad de las mismas, y los crímenes que la guerra misma implicó. Esta era una postura que parecía en principio pacifista, pero que en realidad era mucho menos que eso, era una postura legitimista de la agresión de Moscú y de su concepción del orden internacional.
El debate político sobre la guerra y sobre quién era responsable de la misma, en el mundo occidental, fue girando entre dos posturas abiertamente confrontadas: de una parte estaban aquellos que consideran que el responsable es el conjunto de los países occidentales, y especialmente aquellos con liderazgo visible en la OTAN y en la Unión Europea, por animar a los Estados que lograron la independencia como resultado de la implosión soviética de 1991, a establecer relaciones con las mismas, e incluso a integrarse dentro de ellas. En esta postura, claramente representada por John Mearsheimer, se afirma que la OTAN ha actuado de una forma específica que Moscú percibe como agresiva, e incluso Mearsheimer afirma en este texto que hechos como la toma de Crimea de 2014 hay que entenderlos como un acto impulsivo y que, por tanto, no era responsable que los Estados occidentales diesen crédito a las solicitudes y peticiones presentadas por los Estados surgidos de la órbita de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Esta posición de Mearsheimer fue respondida por sir Adam Roberts, y comienza afirmando que el argumento central del profesor de Chicago carece de perspectiva sobre los procesos de independencia de sociedades distintas y en proceso de diferenciación, alejándose de un Estado en crisis profunda, política, económica y cultural, y que a partir de esas transformaciones fueron dando lugar a la formación de nuevos Estados. Ello tuvo serias repercusiones sobre Moscú y su concepción del mundo, pero, para decirlo de forma abreviada, una situación era que existiesen Estados nuevos independizados, con sociedades que gobernaban y que en general se diferenciaban y distanciaban de lo “ruso”, y otra situación es si Rusia lo acepta o no, independiente del discurso historicista, político y geopolítico con el que quiera interpretar los hechos.