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Introducción
Ya hace algunos años que los historiadores compartimos la inquietud por afianzar nuestras investigaciones en algo más que testimonios ocasionales o hipótesis probables. Con el afán de lograr certezas que se nos escapan, desconfiamos de referencias con múltiples facetas cuyas posibles interpretaciones se antojan inagotables y buscamos cimentar nuestras propuestas en lo que llamamos datos duros. Quizá movidos por el estímulo del prestigio de las ciencias y sin duda impulsados por nuestra propia necesidad de justificarnos, ya no nos conformamos con acercamientos, presunciones, probabilidades o vagas iluminaciones, sino que pretendemos dar la máxima solidez a nuestras teorías. En ese proceso, un solo acontecimiento o un único personaje no son suficientes. Lo extraordinario no adquiere verdadero valor sin confrontarlo con lo rutinario y cotidiano.
Sin olvidar posibles “golpes de fortuna” que nos ofrezcan información sorprendente de personajes excepcionales y de situaciones críticas, gracias al hallazgo de documentos trascendentales, necesitamos contar con una base amplia, que sustente cualquier afirmación; una base que nos diga si el testimonio aportado es representativo de su momento o, por el contrario, su propio carácter extraordinario puede interpretarse como contrapunto de lo que la mayoría compartía. Este método funciona con márgenes relativamente confiables cuando buscamos a los individuos que vivían en determinado momento y lugar: hombres, mujeres y niños, casados, solteros o viudos, clasificados, según la época y las circunstancias, por nacionalidad, raza, clase o estamento, edades para el matrimonio y porcentajes de celibato, tendencias en la natalidad e índices de mortalidad… También podemos aplicarlo con algún éxito a los movimientos económicos, los precios de algunos productos, las ganancias y las pérdidas en oficios, propiedades e inversiones. Ajuar doméstico, actividades escolares, rutinas cotidianas, son otros tantos temas que se van abriendo paso para darnos la imagen de la vida en tiempos pasados. Y no es que no persistan viejos prejuicios sino que el conocimiento de nuevas fuentes y la aplicación de tecnologías aportadas por los avances de la electrónica permiten atravesar lagunas de ignorancia y derribar barreras de errores y convencionalismos.
La búsqueda se hace más difícil cuando los testimonios disponibles se refieren tan sólo a opiniones y percepciones, expresiones estereotipadas o afirmaciones distorsionadas por la irreflexión, la costumbre o el miedo. Eso es lo que encontramos cuando buscamos modelos ideales de comportamiento femenino, trayectorias de vida adaptadas a las normas o indicios de inconformidad o rebeldía. Y no deja de ser lamentable que los prejuicios no se limiten a tiempos remotos sino a la mirada de los investigadores de ayer y de hoy. A veces se encuentran contradicciones que parecen irreductibles, porque requieren una mirada atenta y una reflexión que tome en cuenta la variedad de circunstancias. Conocemos bastante los prejuicios y las normas que pretendían regir la vida de las mujeres y que conseguían imponer limitaciones, al menos en algunos terrenos y para determinados grupos sociales. Al igual que en relación con el género, las calidades parecían fijas e indiscutibles, cuando en realidad eran flexibles y cambiantes. En el terreno de lo imaginario, se pudo pretender la imposición de un modelo de feminidad, de familia y de vida hogareña, pero la realidad se ocupó de desacreditarlo, mediante continuas inconsistencias y contradicciones. La cuestión es que las inconsistencias y no la homogeneidad es lo que proporciona información acerca de una sociedad viva en movimiento.
Por otra parte, si alguien está convencido de que la sociedad colonial se organizó sobre un sistema de castas, será suficiente que sitúe ligeramente distanciados unos de otros los muy conocidos cuadros así llamados (“de castas”) para afianzarse en su idea. Sin duda se dirá: así de separados, dentro de sus marcos, estaban los individuos. Sin embargo, al contemplarlos libre de prejuicios, con mirada “inocente”, vería lo que realmente hay: el testimonio de las mezclas, innumerables, aceptadas, sin límites ni normas. El alcance de esta afirmación no llega, ni remotamente, a sugerir que se tratase de una sociedad igualitaria. Lejos de tal pretensión, lo que los documentos muestran es que existieron diferencias y que la vida cotidiana pudo ser muy diferente según el espacio geográfico y el ámbito vital, las formas familiares y las tradiciones culturales, el prestigio familiar y la capacidad económica. Fue poco o nada lo que las leyes llegaron a influir en la forma en que se marcaron las distancias, y no se promulgaron normas que indicasen la existencia de muros difícilmente franqueables, pero esos muros existieron o como tales los vieron las mujeres, los indios, los ancianos y los pobres marginados en centros urbanos como la ciudad de México.
Hace más de tres décadas comencé a interesarme por la vida de las mujeres en el virreinato de la Nueva España. Tenía la certeza (que hoy mantengo) de que su situación tuvo que sufrir las consecuencias de la indiscutible autoridad masculina en la vida privada como en la pública. Al buscar la relación entre posición social y acceso a la educación encontré coincidencias previstas y contrastes inesperados. Mujeres analfabetas que podían hacer prosperar una tienda o un taller, monjas rebeldes y beatas laicas, enérgicas jefas de hogar y dóciles esposas maltratadas, madres adolescentes y ancianas consideradas niñas por todos y por ellas mismas. Los ejemplos a los que tuve acceso permitían intuir que la situación femenina fue mucho más compleja de lo que la legislación y los libros piadosos daban a conocer. Años de trabajo y oportunidades de reflexión orientaron mis investigaciones hacia la formación de doncellas en internados y conventos, la organización familiar y la convivencia doméstica, en la que eran protagonistas, las costumbres cotidianas y la adaptación a los cambios; facetas de la vida de quienes estuvieron presentes en los diversos espacios en que ellas participaron y en una sociedad en la que siempre ejercieron su influencia.
A raíz de mis estudios recientes sobre la organización de la sociedad virreinal volví a plantearme preguntas que no sólo afectan al mundo femenino sino a los mecanismos de movilidad social en que tanto ellos como ellas estuvieron interesados. Diferencias de calidad y de género afectaron a las posibilidades de ascenso, al nivel de bienestar material y al reconocimiento de la comunidad. Costumbres arraigadas y matices peculiares conformaron el mundo que por rutina acostumbramos llamar colonial. ¿Dónde y cómo buscar y qué es lo que encontramos? ¿Cómo leemos los documentos, interpretamos los símbolos, desciframos los emblemas y reconocemos la importancia de los gestos, de la cultura material, de las tradiciones y de los cambios?