Salomón Chertorivski - De la idea a la práctica: Experiencias en administración pública

Desde niño quise ser servidor público. Cuando en la escuela primaria me preguntaban al respecto, yo decía que deseaba ayudar a los demás. Muy rápido entendí que desde donde más era posible hacerlo, o desde donde más factible resultaba cubrir las necesidades de la gente, era desde el gobierno.

Creo haber tenido esa vocación, esa tendencia hacia las cuestiones sociales y sus retos, desde el principio. Era también lo que me rodeaba en casa, ya que provengo de una familia con acentuada convicción social. Mi madre fue servidora pública, casi siempre en puestos poco glamorosos y de mucho sacrificio, durante 25 años. Entre tanto, mi padre, cuando hablaba de los logros de la exitosa empresa privada que dirigió, no celebraba tanto los triunfos como el hecho de que en la compañía estuvieran los trabajadores que más salario percibían, comparados con los de otras empresas; todos con casa y prestaciones. Y sus hijos, todos con becas.

Cuando pasé de adolescente a joven adulto, un tío, que con el transcurso de los años también se ha convertido en mi amigo, me deseó lo siguiente: “Que se cumplan todas tus aspiraciones, pero que éstas no sean ni anodinas ni mezquinas”. No lo he olvidado, y ahora que lo pienso, estas palabras íntimas fueron y han sido también piedra de toque para mí en el ámbito externo, en todo lo que ha abarcado mi vida profesional.

Así que mi idea de servicio público siempre estuvo en las áreas sociales. Incluso mi paso casual por la iniciativa privada se orientó hacia allá. Fueron esfuerzos sociales a través de la empresa. Emprendí un proyecto para llevar viviendas a la gente que no tenía; viviendas de autoconstrucción. Asimismo impulsé otro negocio de venta de lentes económicos cuando supe de la demanda de estos objetos en las comunidades rurales del país. Realizamos una investigación social y descubrimos que más o menos uno de cada cinco niños necesitaba anteojos; en lo físico, en lo social, en lo académico, la vida de esos pequeños era por completo distinta según tuvieran dichos artículos ópticos o carecieran de ellos. Ahí aprendí que no todas las soluciones son iguales para todos los problemas; mejor dicho: a veces la solución no está en la asistencia social. En el caso de los lentes, cuando analizamos las fórmulas para llevarlos a los lugares donde resultaban indispensables, nos dimos cuenta de que la solución estaba en el mercado: lo que se requería era la oferta a buen precio. De modo que mi incursión en la empresa privada, aparte de ser una excepción y no la regla, también estuvo marcada por el compromiso con lo público.

Mis estudios de economía culminaron en una investigación de maestría con un tema especial, también con fuertes tendencias sociales: un análisis económico de la criminalidad. Ahí opté por no abordar esa problemática como normalmente se estila; por el contrario, me concentré en variables y factores asociados con el acto de delinquir, relacionándolos con las temáticas de la desigualdad y la pobreza, y me dediqué a revisar si esas variables y esos factores tenían algún impacto en el aumento de la criminalidad que había rebasado a México tras la crisis de 1994-1995. Incluso, en dicho análisis seguí muy enfocado al entendimiento de las necesidades y los determinantes sociales.

Cuando terminé la carrera hubo una curiosa coincidencia: eran los primeros años en México de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol). Ahí fui a buscar mi primer empleo en 1998 y ahí comencé mi vida como servidor en el sector social. Mi primer trabajo fue como secretario particular del jefe de la unidad de análisis económico y social de la Sedesol. En ese puesto me di cuenta de que las posibilidades de influir con mi labor eran limitadas, pero tuve una primera imagen de las inequidades en México. Entonces empecé a recorrer el país y a entenderlo de una manera más intensa y con profundidad.

Me tocó atestiguar igualmente cómo nacía el programa Progresa, hoy Oportunidades: su diseño, su formación, la manera en que se concretaba. Me atrajo tanto, que lo escogí como tema de mi tesis de maestría en la Universidad de Harvard. Ese instrumento, focalizado en el desarrollo de las capacidades de la gente para darle un mínimo de posibilidades, me pareció una instancia de política pública muy inteligente. Considerando lo anterior, desarrollé mi estudio sobre la educación y el referido programa, todo en torno de la microeconomía aplicada al combate a la pobreza. En Oportunidades a los niños en edad escolar se les proporciona una beca para apoyar su alimentación, con la condición de que asistan a la escuela y tengan revisiones médicas periódicas. La beca —es decir, la transferencia monetaria— se entregaba a los padres, lo que alguna vez el premio Nobel de economía, Gary S. Becker, calificó como “dar una mordida” a estos últimos. Y me parece el mejor concepto utilizado: pagar a los progenitores para que sus vástagos vayan a las aulas y a la clínica. Pero el objetivo de mi investigación era descubrir si en los padres, además del dinero que recibían, influía en la decisión de mandar a sus hijos a la escuela el hecho de que percibieran mayor o menor calidad en las instalaciones: si tenían pizarrón y ventanas, y si éstas estaban limpias; si contaban con agua potable, etcétera. Ésta era una manera de saber si les interesaba solamente el recurso económico obtenido mediante los hijos, o si estimaban más importante enviarlos a mejores instituciones para que consiguieran oportunidades reales.

Ahora bien, la realidad es completamente distinta de lo que uno puede aprender en las universidades, Harvard incluida. Son invaluables las herramientas, las metodologías para llevar a cabo análisis, los programas profesionales, pero cuando realmente se aprende es cuando interactuamos en la vida real, cerca de la gente y de sus necesidades. Más allá de los estudios universitarios, se requiere otro tipo de habilidades para impactar con el propio trabajo y desenvolverse día con día. En política pública el diseño es fundamental, y la evaluación, insustituible; pero la magia está en la implementación.

Algunas problemáticas de México me han conmovido profundamente, pero todo me ha llevado a confirmar que hay muchas posibilidades de hallarles solución. Creo que ni siquiera la angustia se encuentra al marge de encontrar una solución. Soy, sin más, un optimista radical o un radical del optimismo.

De los 14 años en los que he formado parte de la administración pública, los que más me han enseñado son —claro— los seis que estuve en la dirigencia. Ahí aprendí que las situaciones difíciles también son una oportunidad para reflexionar sobre lo que hemos hecho en el momento y trabajar para cambiarlo.

Una primera coyuntura crítica ocurrió cuando yo era director de Diconsa y el presidente de la República me llamó a una junta de gabinete: el precio del maíz comenzaba a subir de manera importante y urgía actuar desde nuestra trinchera, con prontitud y eficacia. Todos los augurios señalaban que fracasaríamos en el intento por lanzar nuestra propia harina de maíz, que no podríamos competir contra los grandes productores de dicha gramínea ni seríamos capaces de hacerles frente. Contra todos los pronósticos la lanzamos y hoy representa 80% de toda la harina de maíz que se vende en la red de la mencionada empresa de participación estatal.

Otro momento crucial se presentó durante las inundaciones en Tabasco y la ayuda de emergencia a esa entidad. ¿Qué capacidad de operación teníamos para distribuir los bienes básicos que se destinarían a la población tabasqueña? No la suficiente. Entonces hubo que inventarla, crearla sobre la marcha y todo el tiempo. En otra ocasión alerté al secretario de Desarrollo Social acerca del inminente aumento de los precios de los productos básicos. En Diconsa teníamos un buen termómetro para identificar y medir la magnitud de este problema. El secretario me ordenó diseñar una solución para evitar el empobrecimiento de la población con mayor vulnerabilidad y menor ingreso. Ahí, con la Secretaría de Hacienda, y luego de largas y arduas discusiones, logramos un plan, que implementamos con éxito.