Este libro nunca habría visto la luz sin el formidable trabajo de numerosos historiadores que le han servido de columna vertebral. Quiero dar también las gracias a los escritores, cineastas e intelectuales cuyas obras y pensamiento me han permitido ver detrás de los hechos.
Rindo homenaje a la familia Löbmann y a todos los testigos de aquella época que he podido ver, oír y leer, y a los que he tenido la oportunidad de conocer: Moïse, Jacqueline, Claude, Lotte Kramer, Ruth Löbmann, Roland Jahn, Martha y Elizabeth, Papi, la Oma y el Opa.
Gracias a mi familia, a mi hermana Nathalie, a mis amigos y, especialmente, a mis padres y a mi tía «Ingrid». Gracias a Flavio, que siempre ha estado ahí para mí.
Esta edición revisada y corregida nunca habría existido sin el compromiso intenso y la paciencia heroica de mis editores franceses y alemanes, Patrice Hoffmann, Emma Saudin, Pauline Kipfer, Joachim von Zeppelin y Christian Ruzicska.
No perderse en el laberinto de la memoria, en sus olvidos y sus mentiras, sus recovecos y sus excesos.
Vencer a los violadores de memoria, a los falsificadores de la historia, a los fabricantes de falsas identidades y de falsos odios, a los cultivadores de fantasmas narcisistas.
Encontrar mi camino a través de las múltiples huellas del pasado, coger el hilo de la memoria, una familia alemana ordinaria, una familia francesa ordinaria, un Mitläufer de los nazis, un gendarme en el régimen de Vichy, y tirar de ese hilo, con sus grietas y sus lagunas, hasta la generación de mis padres, hasta mí, la hija de Europa, una niña que no ha conocido ninguna guerra.
Cruzarlo con otro hilo, el de la Historia, la grande, repetir, con la cabeza fría, los hechos históricos que algunos quieren hacer olvidar: el suicidio de la civilización europea y su consecuencia, esa superación milagrosa del ser humano sobre sus demonios, de la paz sobre la gue rra, de la democracia sobre la dictadura.
Tejer los dos hilos juntos, dar amplitud al relato familiar sometiéndolo al juicio de la Historia, a la sabiduría de los historiadores, esos detectores de mentiras y de mitos. Ofrecer a cambio un alma a la ciencia, la carne y la sangre de una memoria familiar, la impresión de la condición humana.
Quiero comprender lo que era para saber lo que es, devolver a Europa sus raíces, que los amnésicos intentan arrancarle.
Los nombres seguidos de un asterisco son seudónimos.
Ser o no ser nazi
No estaba especialmente predestinada a interesarme por los nazis. Los padres de mi padre no habían estado ni del lado de las víctimas, ni del lado de los verdugos. No se habían distinguido por actos de valentía, pero tampoco habían pecado por exceso de celo. Simplemente eran Mitläufer, personas «que siguen la corriente». Simplemente, en el sentido de que su actitud había sido la de la mayoría del pueblo alemán, una acumulación de pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías que, sumadas unas a las otras, habían creado las condiciones necesarias para el desarrollo de los peores crímenes de Estado organizados que la humanidad haya conocido jamás. Después de la derrota y durante largos años, a mis abuelos les faltó perspectiva, como a la mayoría de los alemanes, para darse cuenta de que, sin la participación de los Mitläufer, incluso aunque hubiera sido ínfima a escala individual, Hitler no habría estado en condiciones de cometer crímenes de aquella magnitud.
El propio Führer lo presentía y tanteaba regularmente a su pueblo para ver hasta dónde podía llegar, lo que se toleraba y lo que no se toleraba, a la vez que lo inundaba de propaganda nazi y antisemita. La primera deportación masiva de judíos organizada en Alemania que serviría para sondear el umbral de aceptabilidad de la población justamente tuvo lugar en la re gión donde vivían mis abuelos, en el sudoeste del país: en octubre de 1940, más de 6500 judíos fueron deportados de Baden, el Palatinado y Sarre hacia el campo francés de Gurs, situado al norte de los Pirineos. Para acostumbrar a los ciudadanos a este espectáculo, las fuerzas del orden habían procurado salvar un mínimo las apariencias, evitando la violencia y fletando va gones de pasajeros, en lugar de trenes de mercancías como harían más tarde. Pero los responsables nazis querían saber a ciencia cierta de lo que era capaz el pueblo. No vacilaron en actuar a la luz del día, obligando a cientos de judíos a recorrer el camino hasta la estación por el centro de la ciudad, con sus pesadas maletas, sus chiquillos llorosos y sus ancianos agota dos, ante los ojos de ciudadanos apáticos, incapaces de dar muestras de humanidad. Al día siguiente, los Gauleiter (jefes de distrito) comunicaron con orgullo a Berlín que su región era la primera de Alemania que había sido judenrein (depurada de sus judíos). El Führer debió de alegrarse de ser tan bien comprendido por su pueblo: estaba maduro para «caminar con él».
Un episodio en particular había demostrado que la población no era tan impotente como quiso hacer creer después de la guerra. En 1941, la oposición de ciudadanos y obispos católicos y protestantes alemanes había conseguido interrumpir el programa de exterminio de las personas discapacitadas menta les y físicas o consideradas como tales, ordenado por Adolf Hitler con el objetivo de purgar la raza aria de estas «vidas sin valor». Cuando esta operación secreta llamada Aktion T4 estaba en su apogeo y ya había causado 70.000 muertos, gaseados en centros especiales en Alemania y Austria, Hitler cedió ante la indignación popular y puso fin a su proyecto. El Führer había comprendido el riesgo que corría ante la población al mostrar se demasiado abiertamente cruel. Por otra parte, también es una de las razones por las que el Tercer Reich desplegó una energía absurda en organizar la logística extremadamente compleja y costosa del transporte de los judíos de Europa y de la Unión Soviética para exterminarlos lejos de la vista de sus compatriotas, en campos aislados en Polonia.
Pero, después de la guerra, nadie o casi nadie en Alemania se planteaba la cuestión de saber lo que habría ocurrido si la mayoría no hubiera ido a favor de la corriente, sino contra una política que había revelado bastante temprano su intención de pisotear la dignidad humana como se aplasta una cucaracha. Haber ido a favor de la corriente como el Opa, mi abuelo, estaba tan extendido que la banalidad se había convertido en una circunstancia atenuante de este mal, incluso a los ojos de las fuerzas aliadas que se habían empeñado en desnazificar Alemania. Después de su victoria, americanos, franceses, británicos y soviéticos habían dividido el país y Berlín en cuatro zonas de ocupación, en las que cada uno se había comprometido a erradicar los elementos nazis de la sociedad, con la colaboración de cámaras arbitrales alemanas. Habían fijado cuatro grados de implicación en los crímenes nazis; los tres primeros justificaban teóricamente la apertura de una investigación judicial: los «incriminados mayores», los «incriminados», los «incriminados menores» (Hauptschuldige, Belastete, Minderbelastete), y luego estaban los Mitläufer . Según la definición oficial, este último designaba «a quien solo ha participado nominalmente en el nacionalsocialismo», en especial «los miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) [...] que se contentaban con pagar las cuotas y participar en las reuniones obligatorias». En realidad, en el Reich, que contaba con 69 millones de habitantes en sus fronteras de 1937, el número de Mitläufer superaba el marco de los ocho millones de miembros del NSDAP. Unos millones más se habían unido a organizaciones afiliadas y muchos otros habían aclamado el nacionalsocialismo sin por ello adherirse a una organización nazi. Mi abuela, por ejemplo, que no tenía carné del partido, estaba más apegada a Adolf Hitler que mi abuelo, que sí lo tenía. Pero los Aliados no tenían tiempo para estudiar detenidamente esta complejidad. Ya tenían suficiente trabajo con los incriminados, menores y mayores, es decir, con la multitud de altos funcionarios que habían dado órdenes criminales en este laberinto burocrático que era el Tercer Reich y todos los que las habían ejecutado, a veces con un celo infame.