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Mauricio-José Schwarz - La izquierda feng-shui

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Mauricio-José Schwarz La izquierda feng-shui

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Agradecimientos

Gracias a Cristina Macía y a Luis Alfonso Gámez, amigos y cómplices, por meterme en este proyecto.

A J. M. Mulet y a José Manuel López Nicolás, amigos y, además, ambos, investigadores, científicos y divulgadores de primer nivel y gran valentía para demoler mitos, por leer y comentar algunos capítulos de este libro a fin de garantizar que los datos científicos fuesen fiables y no hubiera omisiones graves. Las que hubiera, son responsabilidad única del autor, por supuesto.

A quienes a lo largo de los años han seguido, comentado y apoyado mis artículos en el diario El Correo, mis participaciones en radio, mis blogs El retorno de los charlatanes y No que importe, así como el canal de YouTube El rey va desnudo, en los cuales han aparecido, en formas distintas, algunos de los temas de este libro.

A todos los que, a lo largo de mi vida, me han educado en cuanto a la ciencia y la seudociencia, en el pensamiento crítico y cuestionador y en los mejores ideales de la izquierda que busca hacer, si no sociedades perfectas, sí cada vez más felices: pensadores, luchadores, profesores, amigos y compañeros convencidos firmemente de que la ciencia es asunto de todos.

Y a Marta, por todo, siempre.

Tres apuntes sin conclusión
PRIMERA: ASTRONAUTAS Y VAQUEROS

En febrero de 1986 estaba atrapado en una estación de baño de ganado situada en una carretera costera de Agua Dulce, Veracruz, en el golfo de México. Había llegado allí con la misión de tomar fotografías para un organismo de cooperación entre México y Estados Unidos para la erradicación del gusano barrenador del ganado. En ese punto, todo el ganado vivo que se transportaba en camiones del sur del país hacia el norte por esa carretera debía ser desembarcado, pasado por un baño destinado a matar los huevos y larvas de esa plaga —mortal para el ganado y, por tanto, potencialmente causante de graves pérdidas para los ganaderos— y vuelto a embarcar. Pero no pasaban camiones. Llevábamos dos días esperando un camión con ganado cuyo baño pudiera fotografiar, soportando un tiempo denso, gris, lluvioso y a la vez pegajosamente cálido. Mientras anochecía el estéril segundo día, y antes de irme al pueblo a cenar y dormir en un hotel andrajoso, entablé conversación con dos chiquillos que trabajaban en la estación de baño, dos adolescentes de unos trece o catorce años de edad que hacían de vaqueros, capaces de mover con habilidad y seguridad todo tipo de ganado, como pude comprobar al día siguiente cuando al fin tuvimos acción.

La conversación giró hacia un tema que les apasionaba: la explosión del transbordador espacial Challenger que había ocurrido apenas una o dos semanas antes, el 28 de enero. Hablamos del programa espacial, de los astronautas, de las posibles causas del impresionante accidente que todos habíamos visto en televisión. Uno de los dos quería ser ingeniero astronáutico y construir naves espaciales. El otro se conformaba con pilotarlas y se veía como astronauta. Lo querían con la pasión que se tiene a esos años, ciegos a su circunstancia y a lo enorme de la hazaña que se planteaban. Eran indígenas, desesperadamente pobres, en una zona poco interesante de un enorme país del Tercer Mundo, aspiraban cuando mucho a una educación pública en general deficiente y siempre rodeada de limitaciones que no todos los profesores rurales saben salvar. Hablaban del espacio y de todo lo que habían podido leer aquí y allá, en diarios y en alguna biblioteca escuálida donde muy probablemente había más catecismos que historias de la carrera espacial, pero habían logrado informarse en un momento en que la web para todos estaba aún a ocho años de distancia, y atreverse a imaginar.

Hablando con los dos vaqueritos, recordé mi breve año estudiando antropología, diez años antes, cuando mis compañeros más radicales ponían el grito en el cielo porque cualquier influencia que se acercara a los indígenas, como ropa, música, dispositivos electrónicos o prácticas novedosas —que por aquel entonces eran, como mucho, una radio, una televisión y acaso un casete, medicinas, semillas híbridas, mejores técnicas de cultivo y un largo etcétera—, caía dentro de la definición de «aculturación», es decir, de colonialismo cultural que destruía la pureza de sus tradiciones, usos y costumbres, para sustituirla con otra cultura, muy sospechosa, la occidental, que no les pertenecía. Aquellos compañeros de pupitre de la Cuarta Internacional de la que fui brevemente compañero de viaje (el viaje acabó mal), ¿qué opinarían de estos vaqueritos espaciales, de sus sueños? ¿Los verían acaso como el resultado desastroso del choque de dos culturas que debían permanecer separadas? ¿Me volverían a recriminar que yo tildara esa actitud de antropólogos revolucionarios como neocolonialista y paternalista? ¿Dirían que yo estaba contaminando la pureza indígena de los chicos al hablarles de ciencia y ciencia ficción, en vez de desalentarlos?

No sé si lograron avanzar algo en el camino, nunca los volví a ver. Pero pienso en ellos con frecuencia.

SEGUNDA: EL MANICOMIO EUROPEO EN MANOS DE LOS PACIENTES

En junio de 2016 se discutía una resolución propuesta por la Unión Europea para pedir a los países del G8 —los más ricos del mundo— que no apoyaran los cultivos transgénicos (OGM) en África. Un agricultor de Kenia, Gilbert Arap Bor, publicó una carta abierta a la UE en protesta contra esa medida. Después de recordar las brutales acciones coloniales de Europa desde el reparto de África en una reunión en Berlín en 1855, que hoy nos parecerían repugnantes y vergonzosas, Arap Bor escribía:

Como agricultor keniano que participa en la lucha diaria por cultivar alimentos en una tierra que no los produce en cantidad suficiente, tengo un breve mensaje para los bien alimentados políticos que se podrían plantear apoyar esta medida neocolonialista: «Dejen a África en paz».

Su hostilidad hacia los OGM ya nos ha retrasado una generación. Por favor, no den un paso que puede empobrecernos durante otra generación desalentando a los gobiernos africanos de la aceptación de importantes tecnologías de cultivos que los agricultores en tantos otros lugares dan por sentadas.

[…] En lugar de ordenarles a los africanos que abandonen la ciencia, los europeos deberían escuchar lo que dicen sus propios científicos: tanto la Comisión Europea como la Organización Mundial de la Salud han avalado la seguridad de los OGM. También lo ha hecho la Academia Nacional de Ciencias, el principal grupo asesor de Estados Unidos, que acaba de publicar un estudio exhaustivo que respalda los OGM.

Si el Parlamento Europeo quiere ayudar a África, debería intentar difundir el conocimiento científico entre los legisladores y ciudadanos de las economías menos desarrolladas, permitiéndonos llegar a ser autosuficientes en la producción de los artículos básicos, especialmente los que mejoran la suerte de los agricultores africanos para garantizar la seguridad alimentaria.

Lo que no necesitamos son sermones de europeos cuyos estilos de vida parecen lujosos a ojos de los africanos comunes.

Quieren que sigamos siendo primitivos agrícolas, atascados en tecnologías que ya eran anticuadas incluso antes de que entráramos en el siglo XXI.

Hemos visto cómo la capacidad agrícola, científica, médica y tecnológica europea se ha ido sometiendo a una visión anticientífica y apoyada —mas ilegítima que legítimamente— por las nobles ideas de la izquierda. Donde no había conquistado el poder político, una parte de la izquierda había conseguido la capacidad de presión necesaria para dirigir a ese poder, para condicionarlo sin atender a los hechos. Y es que el rumbo asumido por la Unión Europea (tan odiada por un sector de la izquierda, un sector paradójicamente tan nacionalista, proteccionista y divisionista como algunos de sus adversarios ideológicos) no afecta sólo a los países que pertenecen a ella. El liderazgo antitransgénico del continente, con su poder económico y político, se refleja de manera especialmente dolorosa en países que necesitan, desesperadamente, soluciones para alimentar a su población. Son países donde no hay la abundancia y las opciones que ofrece el anaquel europeo de supermercado, presto a ofrecer cualquier producto si tiene clientes: orgánico, bio, natural, sin conservantes, sin pesticidas, sin colorantes, sin gluten, sin sabor, sin sal, tibetano, malgache o boliviano.

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