Alessandro Manzoni - Historia de la columna infame
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Historia de la columna infame: resumen, descripción y anotación
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Título original: Storia della colonna infame
Alessandro Manzoni, 1842
Traducción: Elena de Grau
Imagen de la cubierta: Cristo a la columna (detalle) de Luis Morales (circa 1520-1586)
Editor digital: IbnKhaldun
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En un pasaje del Gazzettino del Bel mondo, dice Foscolo:
Addison vio en Milán la columna infame erigida en 1630 como baldón de un barbero y un comisario de sanidad condenados a que les cortaran la mano, les quebraran los huesos con tenazas al rojo, los descoyuntaran en la rueda y, por último, los degollaran al cabo de seis horas de agonía. La peste asolaba por entonces la ciudad y aquellos dos infelices fueron acusados de untar por las calles venenos y maleficios para aumentar la pública desgracia. ¿Para qué? La posteridad, avergonzada de la estúpida ferocidad de sus mayores, arraso la columna infame antes de la revolución. Addison la vio en 1700, y al copiar la inscripción, que le pareció de elegante latinidad, cuenta de buena fe los hechos como si se los hubiera creído. ¡Y eso que era hombre aficionado a la investigación! ¿No habría aprovechado más a sus contemporáneos y descendientes que se hubiese interesado por lemas alejados de la bella latinidad? Si hubiera consultado a los ilustrados de su tiempo e indagado la verdad, habría podido llegar a las mismas conclusiones que Bayle sobre tan triste suceso.
Pero ¿por qué tomarla con Addison —en aquella ocasión distraído viajero preocupado por la elegancia del latín—, si ni siquiera el hermoso italiano de Manzoni logró, al dar a la luz los hechos, penetrar en la conciencia de sus conciudadanos, contemporáneos y postumos, y este pequeño gran libro sigue siendo todavía uno de los más desconocidos de la literatura italiana?
Pero vamos por partes.
La creencia de que la peste y el cólera eran arteramente diseminados entre la población es antigua. La mencionaba ya Tito Livio, como recuerda Pietro Verri en sus Observaciones sobre la tortura, que trata precisamente de los funestos caso a que dio lugar esa creencia en 1630:
Vemos a los propios sabios romanos, todavía incivilizados, es decir, en el año 428 de Roma, bajo Claudio Marcelo y Cayo Valerio, atribuir la pestilencia que los aflige a venenos preparados por una demasiado inverosímil conjura de matronas romanas.
Todavía incivilizados, porque parece que después, ya más civilizados, no volvió a darse entre ellos esa creencia. Y todo hace suponer que desapareció completamente en los siglos sucesivos, incluso en el XIII y el XIV. De hecho, no encontramos rastros de ella en los cronistas de estos siglos. En sus páginas no figuran más causas para las terribles epidemias que la voluntad de Dios o el influjo de los astros, y la propagación del morbo sólo se atribuye al intercambio y a los viajes. Sirva de ejemplo Giovanni Boccaccio:
Digo, pues, que habían pasado ya mil trescientos cuarenta y ocho desde la fructífera Encarnación del Hijo de Dios, cuando a la egregia ciudad de Florencia, la más noble de todas las italianas, llegó la mortífera pestilencia, la cual, por obra de los cuerpos celestes o enviada a los mortales por la justa ira de Dios para escarmiento de nuestros inicuos actos, había comenzado algunos años antes en tierras de Oriente, a las que despojó de un gran número de vidas, y sin detenerse, propagándose de un lugar a otro, se extendió, para gran desgracia, hacia Occidente.
La justa ira de Dios o el movimiento de los cuerpos celestes. Pero en el siglo XVII vuelve a prender y a extenderse la vieja creencia, aunque más elaborada, articulada y detallada, incluso codificada.
Una recaída en la barbarie, en el oscurantismo, no basta para explicar el violento retorno. Se podría formular una hipótesis sugestiva: que la creencia surgiera como contrapunto a la «razón de Estado» en el período en que se ponía en marcha y se adoctrinaba la separación entre política y moral. Pero sostener semejante hipótesis requeriría más meditación e investigaciones. Lo que sabemos con casi total certeza, aquí y ahora, es que en el siglo XIV nadie planteó la sospecha de una peste manufacturada y difundida por gentes convenientemente inmunizadas, por decisión del poder (visible o invisible) o de una asociación que conspirara contra el poder, o de un grupo delictivo que se propusiera, durante los estragos, una más fácil depredación. En cambio, en el siglo XVII no sólo se formula esa sospecha, sino que llega a tener incluso carta médica y jurídica, y se prolonga —aunque, por fortuna, ya no en la esfera de la ciencia médica y del derecho— hasta tiempos de la memoria reciente. Del cólera de 1885-1886 y de la «española», la última epidemia letal que padeció Italia inmediatamente después de la Gran Guerra, se tabulaba sobre medidas, por así decirlo, maltusianas; de la «española», que sobrevino tras la gran matanza de la guerra, se decía que era consecuencia de un cómputo que revelaba un exceso de población porque la guerra había terminado, por un error de cálculo, un poco antes de lo debido. De ahí que los gobiernos introdujeran una corrección para cuadrar las cuentas (ni uno más ni uno menos). La convicción de que la mortandad era deseada y programada por el gobierno estaba tan arraigada que, cuando se objetaba que altos funcionarios también morían de lo mismo, la respuesta era que se habían equivocado de botella, que habían cogido el veneno en lugar del antídoto (llamado abreviadamente «contra»). Esta opinión, que durante el cólera de 1885-1886 tuvo en Sicilia sangrientas consecuencias, está, curiosamente, registrada en las Memorie del vecchio maresciallo, de Mario La Cava (1958). Después de recordar que «el primero que murió en Catania fue el prefecto, y dijeron: se equivocó de botella», a la pregunta: «Pero ¿se creía de veras que había gente que envenenaba a la población?», el ex brigada de los carabinieri responde: «Todos lo creían, y, la verdad, también yo pienso que algo de eso había…».
Pero la peste que diezmó a Milán en 1630 no fue solamente atribuida a los cálculos maltusianos avant la lettre del gobierno. Éste había azuzado a los milaneses contra Francia, entonces enemiga de España, de cuyos dominios formaba parte el Estado de Milán, porque los malos gobiernos, cuando se hallan ante situaciones que no saben o no pueden resolver, que ni siquiera tratan de afrontar, han recurrido siempre al expediente del enemigo externo al que endilgar todos los contratiempos y calamidades. Pero la supuesta y nunca comprobada presencia de agentes franceses no alcanzaba a disipar del todo la sospecha de que el propio rey Felipe IV, y quienes lo representaban en Milán, habían ordenado la mortandad, y de ahí el encarnizamiento de gobernantes y jueces cuando tuvieron delante a quienes la opinión pública señalaba como propagadores del morbo. No obstante, la vulgar personalidad de los acusados llevó a que la opinión de la mayoría se limitase a considerar la conspiración como puramente delictiva, que no política (interna o externa), y a creer que el grupo de ungidores sólo aspiraba al desorden, al robo y al saqueo al sembrar la muerte.
La figura del ungidor se había materializado ya durante la peste de 1576, cuando —como dice Nicolini— se sorprendió a un desconocido en flagrante delito (¿de qué?) y fue ahorcado (y quedó memoria, apócrifa sin duda, para descargo de la conciencia colectiva, de que ya a punto de ser ahorcado reveló la receta de un antídoto. Por consiguiente, nadie dudaba de que conociese también la del veneno). La figura del ungidor tuvo en 1630 una más trágica, amplia y prolongada apoteosis. Y no sólo en Milán. Pero sobre la de Milán, sobre el recuerdo ciudadano que de ésta se guardaba, sobre los escritos que la describían, se descarga en el siglo siguiente la indignación del ilustrado Pietro Verri, y también, un siglo después, en el XIX, la no menos indignada, pero más dolorosa, inquieta y aguda meditación del católico Alessandro Manzoni.
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