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Índice
Al pueblo peruano
«If you are confronted with two evils, thus the argument runs, it is your duty to opt for the lesser one... the weakness of the argument has always been that those who choose the lesser evil forget very quickly that they chose evil».
Hannah Arendt, Responsibility Under a Dictatorship
«Quienes dividen la Historia entre buenos y malos, no saben nada de Historia, de la bondad ni de la maldad».
Rafael Gumucio
«Hay que cambiar la Constitución justamente porque no la hizo el pueblo, por eso decimos que es urgente tener una Constitución con olor, color y sabor del pueblo».
Pedro Castillo
Introducción
«Tírate, tírate», manda una voz que no se distingue en el tumulto que rodea al entonces dirigente sindical. Acatando disciplinadamente las órdenes, Pedro Castillo se deja caer sobre el hosco pavimento, en medio de la intersección de la avenida Abancay y el jirón Junín, a unos pocos metros del Congreso de la República. Sus colegas fingen asistirlo en medio del efecto de los gases lacrimógenos con los que la policía intentaba detener el pase de los maestros movilizados, en un día más de la huelga magisterial que —entre junio y setiembre de 2017— puso en serios aprietos al gobierno «de lujo» de Pedro Pablo Kuczynski. Por aquellos días, Castillo no usaba sombrero chotano; ni imaginaba que, cuatro años después, entraría a la sede del Legislativo, por la puerta grande, para juramentar como presidente de la República.
La historia de Pedro Castillo es digna de un cuento de hadas. Un maestro de escuela rural de una de las regiones más pobres del Perú —y con la mayor producción de minerales preciosos, para azuzar las contradicciones— es inesperadamente elegido presidente de la República, gracias a la varita mágica del anti- establishment , que le otorgó los poderes populistas requeridos para transformar en votos a su favor la profunda crisis de representación que cargamos los peruanos desde hace ya unas cuantas décadas. ¿En qué otro país latinoamericano un ciudadano sin privilegios ni recursos puede aspirar exitosamente a la máxima jerarquía nacional? La épica consagratoria no pudo tener mejor puesta en escena que la celebración del Bicentenario: doscientos años después de la Independencia, un campesino entra a la Casa de Pizarro para gobernar su nación. Y como en ningún cuento de hadas puede faltar un rey, Felipe VI cruzó el charco para atestiguar en persona semejante hito histórico en la capital de las excolonias que alguna vez su reino subyugó.
Los cuentos de hadas suelen emplearse para hacer dormir a los niños. Las historias como las de Castillo suelen embelesar a románticos demócratas. Pero la inestabilidad política peruana puede trocar el idilio en espantosa pesadilla, especialmente si el héroe de la fábula termina bajo el dominio de un «villano». Vladimir Cerrón, el jefe del partido Perú Libre, un médico formado en Cuba, cumple con varios de los requisitos que hacen falta para asumir el papel del «malo de la película». Fue sentenciado por delitos cometidos durante su gestión como presidente regional de Junín y, actualmente, es investigado por pertenecer a Los Dinámicos del Centro, banda criminal-política con presuntos negocios turbios desde la administración regional. Cerrón es portador de una retórica radical inspirada en el castrismo cubano en el que fue adoctrinado; y lo vemos todos los días tratando de hacer marxplaining desde Twitter para guiar al novato gobernante por el camino trillado de la lucha de clases. Es, qué duda cabe, uno de los personajes del entorno oficialista más detestado por la opinión pública (según cualquier encuesta), pero, a la vez, el artífice principal del arribo de Castillo al poder. ¿Es el profesor, entonces, un cómplice de las supuestas perversidades que rodean al «matasanos» entrenado en el Caribe? ¿O es el maestro un alma excesivamente confiada que apeló a la buena voluntad de quien le ofreció un partido inscrito para tentar el sueño presidencial?
Castillo y Cerrón, héroe y villano, respectivamente, según ese sector intelectual digno y ávido de cuentos infantiles, han conjugado sus discursos en la narrativa populista más exitosa de la historia reciente peruana. Con un pie en el sentido común de la agitación social y el otro en el manual del materialismo dialéctico, ensamblaron una oferta electorera poderosa, efectiva, a prueba de las balas provenientes del «terruqueo», del clasismo y del racismo. Desde la sencillez de un eslogan como «Palabra de maestro» hasta la imbricada complejidad reivindicativa del «No más pobres en un país rico», fueron sumando el populismo asambleísta y la ideología del materialismo histórico para parir una fase superior del ideario anti- establishment : el marxismo-populismo. Solo que esta «cuarta espada» no forma parte de la cadena evolutiva del marxismo-leninismo-mariateguismo, sino que culmina en una estructura «ideacional» (conjunto de ideas-fuerza que montan una visión del funcionamiento de la política y de la sociedad, de menor calado que una doctrina o una ideología) que no por espontánea es menos poderosa: el populismo como visión del mundo, como anteojera ideológica que, en el Perú, tiene más de informalidad que de lucha de clases.
A diferencia de lo que advierten los especialistas, quienes piensan que el populismo —como división maniquea del mundo entre élite corrupta y pueblo honesto, el cual es el máximo soberano— es una narrativa complementaria y anexa a doctrinas bases (esto es, una ideología «delgada» que se asocia a ideologías «gruesas» de izquierda o de derecha, como el socialismo o el neoliberalismo), la experiencia reciente peruana parece invertir dicha fórmula política. Es decir, el populismo como relato estructurante, sobre el cual pueden reposar ideologías de grueso calibre intelectual. La sencillez maniquea populista se impone así a las viejas tradiciones ideológicas, en tiempos de desafección política e informalidad rampante.
Una sociedad altamente informalizada —tanto en las zonas urbanas como rurales— implica el predominio del individualismo como patrón de conducta social, la ausencia de organizaciones sociales intermedias entre los ciudadanos y los gobernantes (como partidos enraizados y sindicatos modernos); y la levedad de las normas e instituciones. Así, reúne las condiciones para que la cosmovisión populista —esa que supone una relación directa, plebiscitaria, entre el líder y la masa— se adhiera en las mentes y en los corazones, tanto de los políticos aspirantes a gobernantes como de los integrantes de la comunidad. Mientras que ideologías «gruesas» —desde las promercado hasta las más estatistas, desde las más libertarias hasta las conservadoras— navegan en la esfera pública, buscando seguidores, en la batalla de las ideas se impone con más facilidad aquel conjunto de proposiciones simples y campechanas, que crean divisiones morales al interior de la sociedad entre los poderosos y los subyugados, y claman por la vanguardia de un supuesto «pueblo» que pocos saben cómo interpretar. Porque el populismo cala más fácilmente en una masa amorfa, informal, sin consciencia de clase ni virtudes cívicas, aunque imbuida en el sentimiento de compartir una situación de desventaja injusta, la misma que alienta su rebeldía permanente ante la norma, supuesto fundamental de la informalidad.