I NTRODUCCIÓN
E L ARCO TEMPORAL Y LA REGIÓN
Hace algunos años me encontraba “haciendo puente” para cruzar el río Bravo, una de las marcas físicas de la frontera internacional entre México y Estados Unidos, y así salvar los pocos metros que separan a las ciudades de Juárez, en Chihuahua, y El Paso, en Texas. “Hacer puente”, como puede adivinarse, es la colorida expresión que los habitantes de la frontera norte de México usamos para referirnos a la línea que hacemos para cruzar el puente internacional. Se cruza hacia las ciudades estadounidenses de California, Arizona, Nuevo México y Texas por múltiples razones: trabajo, estudio, visitas sociales y familiares y, por supuesto, para encontrar alguna forma de gozo en los paraísos de consumo que se ofrecen al pasar al otro país.
Poco antes de someterme a la revisión migratoria de rutina, me descubrí realizando un ritual de apariencias para librar mejor el escrutinio al que iba a ser sometido: me enderecé en el asiento, ajusté el cinturón de seguridad, bajé los cristales de las ventanas y liberé los seguros de las puertas de mi automóvil; me quité los anteojos oscuros, preparé mi visa y deseé haber lavado el carro.
Me encontraba representando un auténtico ceremonial contemporáneo de relaciones de poder interiorizadas. El sencillo acontecimiento cotidiano de cruzar una línea divisoria internacional es un vivo ejemplo de la relación, abismalmente asimétrica, entre dos Estados-nación que asumen su vecindad con cargas históricas y memorias colectivas muy distintas.
Mientras que al atender a la experiencia de consolidación del Estado-nación estadounidense —que incluye toda la parafernalia nacionalista e identitaria— encontraba una poderosa maquinaria montada desde fines del siglo XIX y principios del XX , para lograr una definición más precisa y vigilada de su frontera con México, como parte de su proceso de autoafirmación como nación-imperio, veía a la contraparte mexicana notoriamente débil, casi inexistente. Dos explicaciones me permitían dar respuesta a semejante disparidad: la primera la atribuía a un simple pero angustiante problema de falta de fuentes; la otra, de fondo mayor, hacía referencia a la fuerza y coherencia con que los dos Estados-nación hicieron presentes sus proyectos en la zona fronteriza.
¿Cómo entendieron, asumieron y construyeron Estados Unidos y México sus zonas fronterizas? Por principio rechacé la idea de que hubiese bastado el simple trazado de una línea divisoria para que los grupos sociales que habitaban la región hubiesen aceptado de manera inmediata una nueva forma de organización, una tabla rasa a la compleja y vieja historia de relaciones y movimientos humanos. Debía, pues, entender qué tipo de maquinaria cultural y de ingeniería social había sido necesaria para que conceptos como soberanía, ciudadanía, Estado-nación, raza, nacionalidad o extranjería se acreditaran como guía de la vida diaria de los habitantes de esta región que, súbitamente, a partir de 1848, se había convertido en binacional.
Este libro explora —utilizando el mirador que nos da la región de El Paso y Ciudad Juárez— algunas de las vías usadas por Estados Unidos para entender, inventar y construir una de sus dos fronteras continentales, la que da al sur con ese extraño país llamado México. También a proponer que esta frontera, como hoy la conocemos, es resultado de una larga cadena de relaciones complejas en las que se han expresado, en primer lugar, la suma de acciones e iniciativas hegemónicas por parte de Estados Unidos y que han dado cuerpo a una política bilateral consistente y de largo plazo; en segundo lugar, una política desarticulada y de largos periodos de semiabandono por parte del Estado mexicano, y, en tercer lugar, la actuación, imprevisible en ocasiones, de los grupos sociales que viven en ambos lados de la frontera, los cuales han llevado la relación fronteriza en direcciones que ninguna de las dos naciones previeron.
La frontera que vino del norte es, pues, algo más que un juego de palabras; intenta ser un recuento de prácticas socioculturales que relacionan los procesos de construcción y consolidación de los Estados nacionales con aquéllos dirigidos a dar forma e intención a sus fronteras comunes. No intenta ser un libro lineal sobre la frontera entre 1880 y 1930 sino uno que toque nuevas aristas. Es más una opción de investigación y de elaboración de una historia social que sigue la huella de algunos elementos menos conocidos y evidentes que han estado en la conformación de la región que separa a Estados Unidos de México, y que tuvieron como escenario espacios específicos —como el puente internacional— compartidos por dos ciudades: una mexicana, Juárez, y otra estadounidense, El Paso. No he intentado elaborar una cronología completa de la vida fronteriza, en general, o de las relaciones entre estas dos ciudades, en particular. Invito a que se piense este libro como una colección de ensayos que abordan temas no incluidos en los libros de historia tradicionales, tanto de México como de Estados Unidos.
El arco temporal es particularmente interesante, pues la construcción de la frontera moderna coincide con dos procesos diferentes en cada uno de los países. Estados Unidos se encuentra entonces en un momento clave en el proceso de afirmación de su poderío transnacional y la construcción de los límites físicos de su dominio imperial. México vive un periodo en el que cruzan varios acontecimientos: primero, el final de un régimen político de corte conservador que, habiéndose empeñado en el fortalecimiento del Estado-nación, se opuso a cambios en la estructura social del país; segundo, el estallido de una revolución y guerra civil que durante diez años convulsionó al país; tercero, el surgimiento de un régimen posrevolucionario que impulsó una combinación de Estado corporativo fuerte, movimientos de masas con cierta autonomía y un proyecto nacionalista de grandes alcances políticos, sociales, económicos y culturales.
Para Estados Unidos, la frontera se convirtió en un proceso de autoafirmación imperial con rasgos políticos, culturales, raciales, médico-científicos, económicos y militares. Para México, la frontera, a pesar del origen norteño de los hombres poderosos del nuevo régimen, continuó siendo una región ajena, atípica, a la que en buena medida se siguió viendo como el espacio que nos separaba y distanciaba del vecino poderoso: el vacío protector.
Desde Estados Unidos, el puesto fronterizo de El Paso, Texas, se convirtió en un laboratorio para las afirmaciones de su carácter imperial y de un nacionalismo basado en la exclusión. Fue un espacio política y simbólicamente importante para terminar de afinar el dominio sobre la barbarie de la frontier , con la finalidad de convertirlo en un lugar “políticamente correcto”: la border . El Paso-Juárez fue el escenario de la mezcla de políticas de Estado, comportamientos y talantes populares para hacerle evidente a los mexicanos de ambos lados de la frontera que ese punto era un resguardo de la civilización y la democracia occidentales, de las que evidentemente ellos no formaban parte. Desde Juárez, la ausencia de una política de Estado clara y continua fue sustituida con otros elementos de gran importancia para la comprensión y construcción del espacio fronterizo mexicano y el diseño de estrategias populares para enfrentar el poderío estadounidense.