“I don’t want to come off as arrogant here,
but I’m the greatest botanist on this planet”.
Mark Watney, The Martian
El “mal menor” es aquel criterio de descarte de candidatos que sucede cuando las identidades políticas negativas son mayores y más fuertes que las positivas. Cuando los ciudadanos se oponen fuertemente a un partido político o una candidatura sin mostrar apoyo coherente por otro. Cuando no sabemos lo que queremos, pero sabemos lo que no queremos. No es una lógica única de los sistemas políticos dominados por la desafección; se presenta también en democracias desarrolladas como pueden ser la francesa o la estadounidense. Pero en sistemas partidarios colapsados, como el peruano, el “mal menor” toma connotaciones más profundas por la escasez de identidades partidarias positivas. No se trata solamente de un voto estratégico, sino de la expresión de identidades negativas enraizadas en temores, odios y resentimientos que sobresalen ante la ausencia de adhesiones partidarias. Mal acostumbrados a que los partidos conquisten las “mentes y los corazones” de los electores, nos olvidamos de que en momentos de profunda crisi es, quizás, más fácil agitar los sentimientos más viscerales. Los vínculos políticos no siempre nacen de la razón o las simpatías, sino también de nuestras más oscuras entrañas.
Acudir al análisis de las identidades partidarias negativas nos permite avanzar en la comprensión del funcionamiento de la política peruana, caracterizada generalmente como pobre en su desarrollo orgánico partidario. Tienen razón quienes sustentan el argumento de la democracia sin partidos, pero también es una democracia con vínculos políticos. Muy pocos peruanos están conectados con la política de forma positiva; en cambio muchos —la mayoría quizás— lo están negativamente, pero enlazados al fin y al cabo. Así, las identidades negativas —las más, en una sociedad desafecta— terminan siendo una suerte de sustituto partidario ideacional, un atajo cognitivo que otorga a los ciudadanos una brújula en el mar de las ideas políticas donde ya naufragaron los partidos.
Los vínculos políticos que he estudiado son, quizás, poco convencionales para la teoría comparatista, pero usuales en la cotidianeidad política. Regularmente empleamos la categoría de vínculos personalistas de manera residual, como un cajón de sastre. Hurgando en esa caja negra, he encontrado como mínimo un tipo de imbricación: características personales que se solapan con posiciones programáticas. Los individuos no ponen su fe en el carisma de caudillos —hoy venidos a menos en gran parte del continente—, sino en su capacidad de desafiar al establishment o de defenderlo. Es la división pro/antiestablishment que al intersectar la convencional escala ideológica de izquierda/derecha cruza dos ejes ortogonales que definen el sustrato de los términos de competencia electoral y la estabilidad política.
Estos vínculos programático-personalistas —nada inéditos, sí poco explorados— son los que sustentan las identidades partidarias que estudio en este libro. Identidades en desarrollo o parciales: algunas emergentes, otras sobrevivientes, otras negativas y sin correlatos positivos. Perú carece de militantes partidarios en el sentido convencional del término, porque los vínculos programáticos que los agrupaban colapsaron. Por tal motivo, estas identidades parciales (emergentes, sobrevivientes y negativas) recurren tanto a atractivos personalistas como a referencias programáticas —ningunas completamente desarrolladas, pero son lo suficientemente sólidas— para organizar la arena política y generar cierta estabilidad al sistema de partidos poscolapso.
Esta primera pista arroja luces sobre cómo funciona la democracia electoral peruana a pesar de la debilidad endémica de las organizaciones partidarias. Eppur si muove .
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Antes de comenzar la investigación me proyectaba como un explorador de vida en Marte, buscando microscópicas muestras de seres orgánicos. En dicha empresa encontré algunos “botánicos” que, con más intuición que ciencia, persistían en el cultivo de identidades partidarias: a algunas las creyeron marchitas (el aprismo), a otras, incapaces de germinar (el fujimorismo). Estos jardineros de tierras áridas nunca imaginaron que la mala yerba, los “antis”, también daría sus propios frutos.
El oxígeno de nuestra atmósfera está contaminado por las batallas que una y otra vez se suceden entre “pros” y “antis”. El siglo XX fue una lucha incansable entre el aprismo y el antiaprismo; tal vez, si el APRA hubiese llegado al poder a mediados del siglo pasado, hubiésemos tenido una socialdemocracia y no la crisis generalizada de los años ochenta. El siglo XXI es, hasta el momento, una pugna entre fujimoristas y antifujimoristas en la que los primeros no logran —por las urnas— vencer los temores históricos que despierta su legado más nocivo.
Los académicos no somos inmunes a esta polución. Algunas veces hemos tomado partido —recuerdo la carta de “Politólogos contra Keiko Fujimori” que muchos firmamos en 2011—. Otras, sencillamente, hemos sido etiquetados en uno u otro bando, aunque nuestra profesión intenta conscientemente limitar los sesgos propios. Quienes hacemos opinión pública hemos sido blanco de tales “interpretaciones”. La polarización, se sabe, no admite medias tintas ni se pretende objetiva; encasilla a los actores en nosotros versus ellos. Esta simplificación del mundo es, quizás, lo que más ha dañado a las ciencias sociales, en general, y a la ciencia política, en particular.
La polarización estigmatiza, y por ello coloca muchos más obstáculos para el desarrollo de la academia politológica, la cual se encuentra aún en pañales en Perú. Frecuentemente, incluso colegas o intelectuales sostienen que el análisis riguroso del aprismo o el fujimorismo ha sido dominado por la condescendencia. “Las mafias no se estudian”, indican estos activistas camuflados de intelectualidad. Este reduccionismo también inhabilita el verdadero debate académico cuando se ultraja el prestigio profesional y se empaña la docencia. Por ejemplo, en el verano de 2018, una estudiante de ciencia política de una universidad privada peruana comentó a una de mis alumnas chilenas en Santiago —en el marco de una escuela de métodos— que mi “protagonismo” en el debate público peruano sucedía por declarar ideas “polémicas y radicales sin sustento”. Le confesó que eso le habían enseñado sus maestros en Lima. Este libro, constatarán, recopila el mayor sustento empírico y sistematizado de gran parte de mi opinión sobre la política peruana.
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Este libro es la traducción del inglés de mi tesis doctoral, que defendí en 2015 en la Universidad de Notre Dame (Indiana, Estados Unidos), y que gracias al Instituto de Estudios Peruanos ( IEP )llega a sus manos. Los años del doctorado fueron, para mí, una experiencia enriquecedora que guardo en mis recuerdos y en mi inspiración con mucho celo. Mi asesor, Scott Mainwaring, sigue siendo un gran guía intelectual y personal, un ejemplo de académico comprometido con la curiosidad científica. Su pausa y su detenimiento para el análisis contrastan con el calor y euforia que despiertan sus pasiones intelectuales. Me enseñó a encontrar en esa pausa la pasión intelectual. Michael Coppedge y David Nickerson, también integrantes de mi comité doctoral, fueron invaluables fuentes de aliento más allá de las aulas. Las clases de Frances Hagopian y Guillermo O’Donnell (†) son, a estas alturas, míticas por su legado en la formación de tantos comparatistas.
Los Fighting Irish latinoamericanos y latinoamericanistas sabemos que tenemos un hogar en el Kellogg Institute. Desde los debates académicos en el Hesburgh Center hasta las clásicas recepciones en las conferencias de LASA , nos brindaron un ambiente familiar que atenuó significativamente la distancia de nuestros hogares. Sharon Schierling, su Managing Director , y el staff nos apoyaron en recursos y afectos que coadyuvaron al final exitoso de tantas carreras.
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