Alfredo Jocelyn Holt - El peso de la noche
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- Libro:El peso de la noche
- Autor:
- Editor:Penguin Random House
- Genre:
- Año:2014
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El peso de la noche: resumen, descripción y anotación
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Para Sofía Correa Sutil
Aquel era para mí el primer terremoto, y por eso
conservé la serenidad que los demás habían perdido.
J OSEPH C ONRAD, Gaspar Ruiz
Fuerza sin mente cae por su propio peso.
H ORACIO
Cae
Cae eternamente
Cae al fondo del infinito
Cae al fondo del tiempo
Cae al fondo de ti mismo
Cae lo más bajo que se pueda caer
Cae sin vértigo
…
Cae la noche buscando su corazón en el océano.
V ICENTE H UIDOBRO , Altazor
Uno escribe los libros que le gustaría leer, por lo mismo —supongo— que lee fascinado esos otros libros, a los que a uno le hubiese gustado escribir. Dicho más sencillamente, los libros se leen y escriben en o en torno a bibliotecas.
Dije bibliotecas, no archivos. Y eso porque si bien los archivos puede que aporten alguna información puntual, factual, perdida o no sabida (información, a la larga útil, a la corta árida), la calidad y profundidad de obras basadas en archivos no se compara con las que entran a discutir libros sobre temas cruciales (no meras monografías sobre algún pelo de la cola) que así es como se avanza realmente el «estado de la cuestión». A lo que debemos aspirar, pues, es a densificar la conversación, aportar nuevas interpretaciones, aclarar, ofrecer otras miradas, enfoques, rescatar figuras y dimensiones olvidadas o que no se hayan tomado debidamente en cuenta. En fin, pensar en voz alta, que en una biblioteca solo puede hacerse «silenciosamente», escribiendo y publicando libros que, a través de los años, décadas y siglos, terminan creando esos extraordinarios laberintos que son justamente las bibliotecas. Laberinto, no túnel. Los túneles son unidireccionales; se precisa de la pura paciencia para lograr salir fuera de ellos. En cambio, los laberintos —bastante más complejos— suponen ingenio, cierta capacidad para «leer» las señas que, en el caso de las bibliotecas, proporcionan las mismas obras con que uno se va encontrando entre sus interminables pasillos y estanterías.
En definitiva, hacer historia supone pensar la historia: pensar históricamente. Pensar no en el aire o fuera del tiempo, sino teniendo en cuenta la evidencia histórica, ubicándonos en el (o los) tiempo(s). Lo que, en la práctica, resulta más complicado de lo que suena. A la mayoría de los historiadores no les interesa pensar la historia. Por eso la oferta de historias interpretativas, casi siempre muy influyentes, suele ser escasa. Me refiero a Chile por supuesto. Es que, por lo general, a la mayoría de los historiadores los motivan otras cosas. A muchos, desde luego, les obsesiona la historia por la historia, por la erudición, porque les permite almacenar y exhibir datos, minucia, detalles, con un celo puntilloso digno a menudo de análisis psicológico y aconsejable terapia psiquiátrica, ojalá prolongada.
Hay también historiadores que practican la disciplina y el oficio porque son simplemente nostálgicos (en el mal sentido de la palabra). Se interesan más por el pasado impensado que por la historia propiamente tal; el pasado les sirve de refugio. La historia implica hacerse preguntas desde el presente, preguntas las más de las veces imperiosas, difíciles, angustiosas inclusive. A estos historiadores a la violeta, en cambio, el presente los agobia, no quieren saber nada de ello y, por lo mismo, si uno los lleva a ese terreno suelen correr a perderse. A escaparse y perderse en un «pasado» donde obviamente el incómodo presente no existe o deja de existir. Ahora bien, si en alguna de estas incursiones que hacen al pasado dan con anticipos del futuro, como cuando se topan con ideas utópicas (que en este continente proliferan) y, por tanto, dan casualmente con el presente actual (no hay caso, el presente nunca desaparece), con mayor razón arrancan a perderse, de nuevo despavoridos. Lo de los historiadores nostálgicos es, en realidad, patético: cavan un pozo profundo (ni siquiera un laberinto o túnel), en el cual, por cierto, se sienten a sus anchas pero se hunden, y con ellos el desafortunado lector de sus penosas historias (atrapa bobos seguros). Simplemente, como no creen en la discusión, no ofrecen ninguna vía de escape.
Los hay también ideológicos:historiadores que usan la historia como arma de lucha; peor aún, de barricada. Poseen la ventaja estos historiadores que, al menos, no le hacen asco a las ideas. Por eso impresionan —a primera vista— como gente con coraje, audacia y capacidad para razonar; suelen hacerse preguntas y las responden. Concedo que estos historiadores resultan algo más pasables que los puramente eruditos o nostálgicos aterrados. Sin embargo, el problema con ellos —tanto más evidente cuando se trata de historiadores «de escuela», para qué decir los discípulos y, a su vez, los discípulos de los discípulos de quienes pusieron el primer huevo— es que terminan siendo dogmáticos, unívocos en sus tesis, siempre llegando al análisis del presente y del pasado con esquemas preconcebidos. Aplican fórmulas retóricas de manera mecánica y casi nunca se «asombran» con el magnífico material de estudio que tienen ante sus ojos. Son unos sabelotodo. Conocen de antemano lo que van a encontrar y lo repiten, se repiten, incansablemente. Cuestión que les asegura públicos cautivos, prestos a ser convencidos de lo que también ya intuyen o «saben» —gracias al terreno ideológicamente abonado—, y por eso mal no les va. Al menos a esta especie historiográfica se la lee aunque religiosa y doctrinariamente, esto es, «mántrica» y catequísticamente, arruinando el propósito inquisitivo y razonador que para que se dé de veras obliga a que el sentido siempre esté/quede abierto.
A estas tres categorías típicas de historiadores encorsetados se viene sumando recientemente una última, quizá más nociva fauna «preformateada», la de los historiadores a quienes se les ha adiestrado y obligado a prescindir de los libros y las bibliotecas, a los cuales prácticamente han abandonado; basta ver qué leen, cómo leen, qué citan, cómo citan. Nula exposición de ideas, nula discusión y revisión, nula también la provocación intelectual que producen. En efecto, lo suyo es fundamentalmente un propósito antiintelectual. Según ellos, solo cabe participar en «redes» y circuitos cerrados, seminarios y «proyectos concursables» —yo te convido/ tú me convidas—; de lo que resultan, a lo sumo, artículos indexables —yo te cito/ tú me citas—, que por supuesto nadie lee (salvo ellos mismos y sus interlocutores escogidos, más unos pobres estudiantes de posgrado obligados a hacer las debidas reverencias a sus mentores); por tanto, rara vez repercuten, aunque sí se los «mide» y computa, siempre que el «investigador responsable» llene previamente infinitos casilleros de no menos infinitos formularios cum rendición de infinitas cuentas. Con todo, así es como se escala en la «profesión» o «gremio» ahora último. Es que aquí el dogma es otro: consiste en creer a pie juntillas que esta es la única manera de hacer historia en círculos académicos cada vez más herméticos, ajenos a la discusión pública (el lenguaje o jerga que emplean lo confirma). Al punto que tachan como no ortodoxo, poco «serio» y de «no historiadores» (!) cualquier trabajo de otra índole, inclusive aquel que aspire a seguir con la mejor tradición histórica, la que siempre ha existido y existirá. He ahí la producción y el avance intelectual que las bibliotecas claramente dan cuenta y que, por supuesto, estos sectarios burocratizados obvian y desprecian. Lo de ellos es a todas luces otra cosa. No es pensar la historia, sino emprender un muy buen negocio lucrativo; de hecho, en «historias» de esta índole o, mejor dicho, lo que ellos osan hacer pasar por historia, siempre hay «recursos» de por medio.
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