Alfredo Iriarte - Bestiario tropical
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- Libro:Bestiario tropical
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1986
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Bestiario tropical: resumen, descripción y anotación
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Bestiario Tropical es un conjunto de crónicas ciertamente alucinantes en el que la realidad y la fantasía se mezclan para conformar un fresco demencial que muestra, en un tono sostenido de exquisito humor negro, todas las extravagancias y las actitudes tragicómicas y grotescas que fueron el rasgo esencial y el común denominador de quienes, vistos ya con perspectiva histórica, pueden considerarse como los exponentes más significativos de esta fauna delirante y sin precedentes históricos de los dictadores hispanoamericanos.
Alfredo Iriarte
ePub r1.0
Titivillus 23.02.17
Título original: Bestiario tropical
Alfredo Iriarte, 1986
Prólogo: Leonel Giraldo
Ilustración carátula: Pilar Caballero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
En Caligula, the untold story, una película triste y barata que pretende explotar al mismo tiempo la historia y el sexo, hay, sin embargo, para efectos de lo que aquí vamos a tratar, un parlamento que podría parecer verdadero. El diálogo transcurre en las gradas del trono del emperador romano. Calígula moja sus dedos en la sangre todavía fresca de las víctimas que han caído en su presencia.
—Los dioses van a empalidecer ante tanta sangre —le dice Petrelio, su consejero.
—Petrelio, ¿me odias? —le pregunta el emperador.
—No, para nada, aunque te parezca extraño. Pero no puedo dejar de ver tu crueldad, tu perversión, tu confusión.
—¿Te aterroriza la vista de la sangre? ¿Nunca mataste cuando estabas en las legiones?
—Los que murieron por mi causa murieron en batalla.
—Demasiada modestia, Petrelio. Te envidio porque nunca sabré qué es la modestia.
—No es verdad que me envidias. Son los dioses, el poder divino, lo que quieres. Pero acuérdate, César: ¡el poder divino está en la creación, no en la destrucción!
—No hay diferencia entre creación y destrucción. Y en cuanto a envidiar a los dioses, si es que crees en ello, te digo que para un hombre que ama el poder la rivalidad con los dioses tiene un sabor de provocación. Sin embargo, yo les comprobé que un hombre puede hacer las mismas cosas si no tiene miedo de existir.
—Eso es una blasfemia.
—No. Es una revelación. La única manera para ser igual a los dioses es rivalizando con su crueldad. Sólo entonces lo imposible se convierte en posible.
Unos mil novecientos años después de Calígula, cuando casi veinte siglos de vertiginoso progreso parecían haber desterrado a los dioses de los faldistorios donde se empolla el poder, el general Maximiliano Hernández Martínez le respondía al arzobispo de su país, que lo visitó para suplicarle que detuviera la matanza de la peonada rebelde, que él era dios en El Salvador. Por esa misma época, en 1938 y no lejos de allí, en República Dominicana, el general Rafael Leonidas Trujillo laureó y publicó con deliberada profusión una biografía que lo mostraba como un dios que tenía el poder de aplacar los huracanes. Según el libro, el ciclón que arrasó a Santo Domingo en 1930 «no tuvo otro origen que la rivalidad de los dioses. Neptuno temía que los caballos de crin dorada de su carroza raptasen a Afrodita, para ofrecerla al nuevo Dios latinoamericano (Trujillo), al cual bajo la cúpula de Quisqueya (nombre legendario de Santo Domingo) la gloria se le rendía en éxtasis de adoración». El texto prosigue relatando cómo Neptuno «llenó sus pulmones y sopló la marejada con su postura arrogante y provocadora» hasta que «viendo que su rival le desafiaba en medio de la infernal destrucción, sintió temor» y se retiró. Lejos del Caribe, en los helados desiertos bolivianos, el general Mariano Melgarejo había visto como una revelación providencial el hecho de venir al mundo en un domingo de Pascua. «Si Dios me ha escogido —decía— para nacer en el momento en que Él resucitaba, es porque desea que yo comparta con Él el delirio de los mortales y sustraerme a la vez de los estúpidos rigores del calendario».
Todavía hoy más de un jefe de Estado se presenta en público bajo la sombra tutelar de las alas de dios. Por ser «el enviado de Mahoma», uno desafía en vano a un imperio que abate sus bravuconadas a punta de misilazos y de rayos láser. Otro cree descubrir en el cristianismo al abracadabra para revivificar su mesianismo gastado. Un tercero anatematiza desde las matemáticas modernas hasta los bluejeans en nombre del meditabundo profeta que murió hace mil trescientos cincuenta y cuatro años. Y es que ninguno de los gobernantes que ha querido imponer su personalísima voluntad prefectoral a sus ciudadanos ha podido declarar impunemente, como Luis XIV, «El Estado soy yo», sin verse obligado, también como el protocolario soberano, a compararse con Júpiter y vanagloriarse de que su frente está adornada por un rayo. Los treinta arcontes que tiranizaron a Atenas no dejaron de proclamar en sus bandos algún grado de consanguinidad con el Olimpo. Tampoco cada uno de los treinta emperadores que acogotaron a Roma durante medio siglo prolongando la pavorosa dictadura de Heliogábalo. Nadie, sin embargo, pudo acusarlos de intentar engañar de manera deliberada a la plebe. En aquellos tiempos la supersticiosa mayoría vivía con la certeza de que los dioses descendían del cielo a pasar temporadas al lado de los hombres y rivalizar con ellos en hazañas.
Bastaron unos cuantos siglos para que las candorosas criaturas de la Creación creyeran en lo contrario. En la Europa inquisitorial, uno de cada tres habitantes sucumbió en la hoguera, víctima de la peste negra o de los juicios de Dios que determinaron que el demonio habitaba dentro de su cuerpo. En ningún otro período de la historia se parecieron tanto los monarcas europeos a nuestros sátrapas como en ese. Por entonces, Pedro I de Portugal se gana la reputación de cruel cuando tortura a dos de los asesinos de su amante y estando todavía vivos les arranca el corazón y lo devora. Luego hace desenterrar el cadáver de su amada, lo viste y lo sienta en el trono y obliga a la nobleza a que le rinda el ceremonial del besamano a los restos gusarapientos. Pedro I de Castilla manda freír vivos en aceite crujiente a los vencidos en la campaña de Toledo. Manuel el Afortunado de Portugal padece de una melomanía tan extrema que ordena tocar música a toda hora, y recorre las calles precedido por cuatro elefantes y acompañado de flautistas y timbaleros y la traílla de sus cinco mil cortesanos. Carlos V de Alemania exige que sus funerales se celebren en su presencia y gasta días y noches enteros en la febril obsesión de desarmar y volver a armar los relojes de sus colecciones. Sebastián de Portugal tenía tan llena la cabeza de libros de caballería que no cesaba de trazar planes para reconquistar a Constantinopla y el Santo Sepulcro. Alfonso VI de Portugal, un displástico obeso y sudoroso, sufre la manía de no permitir que ningún hombre fuera de él roce tan siquiera a su esposa. El día de la ceremonia matrimonial ordena que el lugar de su mujer sea ocupado por un tío de ella para evitar que sea tocada por otro. Entonces el ritual se lleva a cabo entre dos barones, que reciben la bendición nupcial y se ven obligados a cambiar de anillos de manera simbólica. En pleno siglo XIX, en Austria, gobierna durante catorce años Francisco II. Su mayor diversión consistía en atrapar moscas o llevar con el mayor escrúpulo un registro —que todavía hoy se guarda— de los coches que pasaban por debajo de su ventana en Schonbrunn.
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