“LAS AMISTADES PELIGROSAS”
E NTRE los historiadores del pensamiento filosófico hay quienes lo conciben como una oscilación continua entre dos polos: el objetivo y el subjetivo. Las épocas se distinguen y se caracterizan por su actitud. Unas veces es de asombro ante el universo, de inquisición acerca de las leyes que rigen las apariciones y las relaciones de los fenómenos, de búsqueda de la Causa única que explique y englobe dentro de sí a todas las causas particulares. Otras veces la actitud es de recogimiento hacia la interioridad. El hombre se descubre y queda perplejo ante el panorama vasto y variado que le ofrecen sus propios problemas epistemológicos, éticos y psicológicos.
Este movimiento pendular permite a los historiadores establecer semejanzas entre épocas muy distantes y condiciones culturales muy diferentes. Así es como el alemán Wilhelm Windelband halla “todos los rasgos de la sofística griega en la filosofía de la Ilustración que se desenvuelve aproximadamente en el siglo XVIII ”.
Este llamado Siglo de las Luces es el del entusiasmo por la razón, el del apogeo de la idea de libertad, el de la exaltación del individualismo. Tal espíritu se inicia en Inglaterra con las doctrinas empíricas de Locke, Berkeley y llega a su culminación con Hume. De allí pasa al continente europeo, y en Francia, al entrar en contacto con algunos aspectos de la tradición cartesiana (especialmente los que se refieren a las teorías físicas y a la concepción de los animales como máquinas), se convierte en un materialismo del que son los principales exponentes Condillac y La Mettrie.
En Alemania la Ilustración se apoya en la filosofía de Leibniz (reducida a sistema y a manual por Christian Wolff) y se desenvuelve hasta el criticismo de Kant, donde encuentra perspectivas más amplias y nuevas soluciones a los problemas fundamentales.
La Ilustración, al igual que la sofística —sigue diciendo Windelband—, representa
el mismo retorno al sujeto, el mismo apartamiento lleno de tedio de las sutilezas metafísicas, la misma preferencia por una consideración empírico-genética de la vida anímica del hombre, el mismo afán de investigar la posibilidad y los límites del conocimiento científico y la misma pasión por la disputa en torno de los problemas de la organización social. En fin, no menos característico es para ambos periodos la penetración de la filosofía en los amplios círculos de la cultura general y el cruce del movimiento científico con el literario.
Examinemos esta última aseveración, que es la que más directamente nos atañe. Según don Agustín Millares Carlo, en su Historia universal de la literatura, las tendencias de la novela dieciochesca son muy disímiles. Se cultivan con igual fervor y con parejo éxito los géneros más variados. El de aventuras, por ejemplo, cuya máxima expresión es ese relato de Daniel de Foe que lleva el nombre de su protagonista: Robinson Crusoe. Representa al hombre, al individuo aislado, enfrentándose a la hostilidad de la naturaleza, sin más recurso que la razón que le permite penetrar sus secretos y dominarla; sin más armas que su capacidad de crear instrumentos que habrán de satisfacer sus necesidades y suplir sus carencias.
En el género satírico tenemos los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, alegoría de la que se concluye un relativismo sin paliativos, y el Cándido de Voltaire, en el que se ridiculiza el optimismo tan en boga en aquellos tiempos.
En las novelas psicológicas (los modelos del género lo constituyen entonces la Historia de Manon Lescaut y el Caballero des Grieux, escrita por el abate Prevost y Las cuitas del joven Werther de Goethe) se describen con minuciosidad, exactitud y verismo los más ligeros matices y los movimientos más fugaces de los estados de ánimo.
Los sentimientos, considerados como una de las partes esenciales del hombre, se reconocen como lícitos y se enaltecen con el afán de lograr la plenitud, en su lucha contra los prejuicios y las instituciones sociales que tienden a disminuirlos, a subordinarlos a otro tipo de intereses, a hacerles perder su autenticidad. En este terreno son varios los títulos y autores que gozaron de fama e influencia. Citaremos únicamente a los que guardan alguna relación con la novela que estamos prologando: Clarissa Harlowe, cuyas aventuras y desventuras son redactadas en forma epistolar por el inglés Samuel Richardson, Juan Jacobo Rousseau, que convierte a su personaje, Julia, en una Nueva Heloísa, y Bernardino de Saint Pierre, que sitúa en un ambiente exótico el idilio de Pablo y Virginia.
De la novela didáctica el cultivador más distinguido es Goethe, en sus libros Las afinidades electivas y Los años de aprendizaje deWilhelm Meister. Al cultivar este género declara su convicción, muy de la época, de que el hombre es un producto del medio y que su naturaleza es susceptible de ser corregida y mejorada, hasta alcanzar el grado de excelencia propio únicamente de lo humano, gracias a la educación que le inculca principios morales, que le revela conocimientos y que le proporciona la noción de lo que es la felicidad y de los medios idóneos para lograrla.