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orlando Arroyave ÁLvarez - Baila Sarah baila

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Baila Sarah baila: resumen, descripción y anotación

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Esta es la voz de una mujer que vivió la crueldad de un mundo hecho para hombres. Velas para el camino es una historia contada con la fuerza de la verdad que destapa ante los ojos del mundo la irracionalidad del siglo XX.

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Cancionero sariano

Los canasteros de Triana (Carmen Amaya)

La nana (Lola Flores)

Fandangos (Quise dormir) (Carmen Amaya)

La faraona (Lola Flores)

La culpa la tuvo una serrana (Pepe Marchena)

Carceleras del puerto (Concha Piquer)

Mi niña bonita (Amalia Rodríguez)

Fandangos (Quise dormir) Carmen Amaya)

Yo soy esa (Carmen Sevilla)

El día que yo nací (Imperio Argentina)

No te mires en el río (Concha Velasco)

A los pies del gran poder (Carmen Amaya)

Malagueña (Juan Breva)

La rosa (Pepe Marchena)

Rumba flamenca (Carmen Amaya y Lola Flores)

Fandangos (Que está llorando en la puerta) (Angelillo)

Si te encuentras desamparada (Pepe Marchena)

Fandangos (Quise dormir) (Carmen Amaya)

Orando inocente está (Canaleja de Puerto Real)

Reliquias de amor (Sexteto Nacional)

Anda jaleo (La Argentinita con García Lorca)

Rumba flamenca (Carmen Amaya y Lola Flores)

Zambra (Estrella Morente)

La nana gitana (Lola Flores)

La nana (Lola Flores)

Rosa enjertada (María Teresa do Carmo Noronha)

Los canasteros de Triana (Carmen Amaya)

Verde luna (Rita Hayworth o Chavela Vargas)

LA CARAVANA Una gitana no es más que un palillo cantándole a la nada mientras - photo 1

LA CARAVANA

Una gitana
no es más que un palillo
cantándole a la nada,
mientras va caminando,
la alegre caravana.

Hay en el cielo un lucero
que alumbra con luz lozana,
y va alumbrando el sendero
de la sufrida y alegre caravana

“Pronto llegaremos a Santa María de las Flores, antes de tomar la trocha para Villa Paradiso”, voceó don Ulises desde su megáfono a los otros carromatos y carros de la caravana. El cielo gris, un tanto muerto, acompañó el mensaje sin sobresaltos. El circo seguía su marcha por parajes cada vez más enlodados, que detenían los carros. Sus ocupantes se adormecían en el sofoco del calor húmedo entre las sabanas y las montañas con olor a tiempo lluvioso.

Al partir el circo se disipaba esa alegría súbita que daba a los habitantes del pueblo la presencia de un divertimento ya olvidado en estas tierras. Por muchos años ningún circo había venido a estos parajes, que agonizaban entre líque nes y masacres. Y de pronto, he ahí el Gran Carrusel, que no solo daba funcio nes gratis, pagadas por el Ministerio de las Artes y las Letras, sino que seguía su marcha hacia el puerto de su misión: Villa Paradiso, un mito, más que una zona concreta. Aunque quién no juraría que tenía parientes residiendo allí.

En una o dos semanas desplegaba el circo su castillo de lona en algún pueblo agónico, de habitantes dicharacheros, que disimulaban su tristeza con una alga rabía melancólica. Los soldados y los artistas se permitían con los habitantes, en esos pocos días de encuentro, algunos escarceos amorosos. Luego, la marcha ponía a cada quien en su sino: la caravana circense, custodiada por dos pelotones, de seis cada uno, uno en la vanguardia, el otro en la retaguardia; la escuadra de artistas del circo, comandada por don Ulises, a sus carromatos y “camerinos”; las gentes de los pueblos a la rutina de sus desgracias, ahora acompañadas de nuevos hijos bastardos dejados por la caravana.

Los carromatos se balanceaban entre el fango y los cuerpos arrojados como piedras de carne por el camino. Los gallinazos ni se disputaban los cadáveres: cada uno tenía bien servido su bocado diario y algunos se reventaban en los caminos, ahítos de una dieta tan surtida y monótona. Los cadáveres, sin desconocer el gran poder alimenticio para los gallinazos, presentaban un inconveniente para la marcha de la caravana: atascaban las ruedas pesadas de los camiones y carromatos del circo. El cadáver y el gallinazo cebado por su presa se hundían delicadamente en el fango, al paso del cortejo circense. El sobresalto continuo dejaba una náusea que se mezclaba con el sofoco, y no dejaba de ser un estorbo para los viajeros de la caravana que esos mullidos cuerpos todavía tuvieran huesos fuertes y sanos.

La marcha era tortuosa. Los carros no avanzaban, pese a que la escuadra de soldados, que precedía la caravana, había recogido previamente algunos cadáveres o cuerpos agónicos, y hacía la caridad de arrojarlos a un lado del camino. Los soldados se entretenían, para sofocar en algo ese mortecino aburrimiento, cazando con el rifle gallinazos y ratas de monte, adormecidos por la hartura.

Sergio, soldado y fotógrafo oficial de la caravana, tomó una foto: varios caballos con sus jinetes pudriéndose junto al camino. Don Ulises proclamó desde el megáfono que se trataba de los jinetes del Apocalipsis. ¡À la vie, à la mort!

“Dios y sus fechorías”, dijo don Ulises dándole nombre a esa viñeta que contemplaban los artistas, el empresario poeta, los soldados y las bestias, e indicó con la mano que la troupe no se detuviera ante la belleza mortecina de los jinetes y caballos copulando en su miasma verdosa.

JIRAFA MUERTA CUSTODIADA POR DOS ANGELITOS . Durante ese trayecto los viajeros tenían un convencimiento compartido: los cadáveres de más de dos días son poco olvidables. Espantan la disciplina militar. Los soldados evitaban arrojar algunos a los costados del camino, como ordenaba el capitán Valencia. Y la caravana pasaba sobre ellos, hundiéndolos en el pantano. Una sombra pegajosa, un vaho con sabor a náusea salían de los intestinos de los cadáveres. El aire y el cielo se detenían en ese vaho. La tierra se sofocaba en ese vapor que lo engullía todo.

Lucrecia, la jirafa, agonizaba en las alturas. El vaho, la lentitud de la tierra, el festín malsano de la muerte. Su larga nuca se balanceaba como una serpiente coronada con un breve sombrerito con orejas. La jirafa, en su estupor de agonía, se negaba a mover la cabeza para evitar los embates de las ramas de los árboles. Un árbol frondoso, despiadado, le arrancó los ojos con sus ramas puntiagudas. Un buitre cogió uno de los ojos. Otro se lo disputó. Dos buitres danzaron con el ojo de la jirafa en el aire.

El animal sin ojos ya no sufría; se dejaba llevar por el éxtasis de la agonía, las cuencas mustias y rojas. Varios soldados subieron a auxiliarlo, pero el cuello sin firmeza cayó sobre uno de los costados del camino. En su caída la jirafa arrastró al camión y a sus salvadores. Ningún contuso. El animal agonizó un instante sobre el lodo, todavía atrapado en su jaula y con el carro volcado sobre su vientre.

La muerte de la jirafa suscitó un dolor profundo entre los viajeros. Las mujeres, precedidas por Sarah, suplicaron un entierro honorable para Lucrecia. Don Ulises, propietario y vocinglero del circo, gritó que él se declaraba disidente de la compasión general; por él, que se fermentara con los jinetes del Apocalipsis; se lo tenía ganado, por inútil; un animal viejo es la plaga, la peste pura, la mala estrella de los circos. Y si no, vean cómo volcó el carro esa desgraciada; ella tranquilita en su muerte, y nosotros en cambio reparando daños de difunta. Sarah lloró. Hubo un consentimiento general. Por cortesía, lo simple: descargar la jirafa de su jaula y levantar el carro.

La jirafa se entierra aquí, consintieron los artistas y la tropa armada, cuando Berta la Oscura señaló una gran explanada junto al camino.

Por caridad, hubo consenso en que la jirafa huérfana no debería asistir al entierro de su madre muerta. Las jaulas de las crías, la jirafa y los dos chimpancés, fueron apartadas de la escena fúnebre para no contemplar a una de sus pares arrojada por la desgracia en un camino húmedo y sucio.

Y luego, un entierro como corresponde a cada uno de los mortales: una cruz, unas flores, algunas lágrimas. La novedad fueron dos angelitos sietemesinos y difuntos que mi capitán Valencia encontró en el camino. Los trajo y los puso junto a la tumba. Dorotea gritó que le faltaban las alas; ella tenía un par. Corrió a su “apartamento” y trajo dos imitaciones de alas de seda y alambre. Y todavía con lágrimas activas, dejadas por la jirafa y esos pobres muchachitos muertos, los viajeros colaboraron un poco para transformar esos niños sucios en ángeles. Un poco tiesos, dijo Ulises. No tanto, respondió el capitán Valencia, haciendo crujir un brazo del ángel terco.

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