Civiles
RAFAEL ARRAÍZ LUCCA
@rafaelarraiz
Agradecimientos
Estos ensayos se han ido tejiendo a lo largo de unos cuantos años. Quiero agradecer a varios amigos que leyeron algunos de estos textos y me formularon observaciones muy valiosas que, en la mayoría de los casos, acogí con gratitud. Dejo constancia de mi agradecimiento a Joaquín Marta Sosa, Gustavo Tarre Briceño, Carlos Fernández Gallardo, Edgardo Mondolfi Gudat, Fernando Egaña, Carlos Hernández Delfino, Magaly Pérez Campos; también, a mis amigos colombianos Plinio Apuleyo Mendoza, Enrique Serrano y Álvaro Pablo Ortiz. Todos, en algún momento, tuvieron la amabilidad de leer algún texto específico y formularme alguna sugerencia o expresar un comentario esclarecedor.
Dejo constancia de mi gratitud al personal de la Biblioteca Pedro Grases de la Universidad Metropolitana y al del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Úslar Pietri en la misma universidad.
RAL
Introducción
¿Qué tienen en común estos hombres de dos siglos (XIX y XX) aquí reunidos? Son civiles, es la primera respuesta. La segunda: los animó un amor sostenido por su patria, y a ella se entregaron en sus tareas vitales.
El vocablo «civil» proviene del latín Civilis, y este refiere a la ciudad y sus habitantes: los ciudadanos y, extremando el argumento, a los habitantes de la polis que se ocupan de sus asuntos se les denomina políticos. De modo que no tiene nada de extraña la sinonimia entre civil, ciudadano y político; precisamente, el perfil de casi todos los venezolanos trabajados en este grupo. Otra acepción del vocablo lo define por oposición, señalando que «no es militar ni eclesiástico», lo que nos obliga a advertir que la inclusión del presbítero José Cortés de Madariaga en este conjunto se debe a sus ejecutorias netamente civiles, de acusada relevancia política, y en ningún caso por su labor de pastor de almas.
Las tareas desarrolladas por estos 19 compatriotas fueron diversas. Hallaremos un abogado estadista, autor del texto teórico más importante del período independentista (Roscio); un sacerdote de raigambre liberal y valiente (Cortés de Madariaga); un autodidacta que descolló como gramático, filólogo, filósofo, abogado, educador y poeta (Bello); un médico que contra su voluntad desempeñó labores de gobierno y fue un educador destacadísimo, primer rector de la universidad republicana (Vargas); un médico enamorado de la historia, autor de nuestras primeras monografías de factura científica (Rojas); un pintor de formación académica y sentido épico (Tovar y Tovar); un médico viajero, naturalista, etnólogo, historiador, lexicógrafo, lingüista, dromómano (Alvarado); un historiador positivista, diplomático, periodista, maestro de esgrima, autor de la primera historia constitucional venezolana (Gil Fortoul); un ingeniero, empresario, modernizador y pionero de la energía eléctrica (Zuloaga); un verdadero maestro de juventudes y novelista principal (Gallegos); un pintor visionario y radicalmente singular (Reverón); un arquitecto pionero, con acendrada sensibilidad artística (Villanueva); un ensayista y biógrafo de primer orden (Picón Salas); un poeta, escritor y periodista de reciedumbre moral y carácter (Arráiz); un abogado laboralista, constructor de un partido de masas y hombre de Estado (Leoni); un humanista de saberes enciclopédicos, narrador formidable y hombre público y de las comunicaciones (Úslar Pietri); un político a tiempo completo, arquitecto de la democracia liberal representativa y del sistema de partidos (Betancourt); un católico confeso que llevó su doctrina al terreno de la vida política (Caldera); un autodidacta de legendario respaldo popular que intentó cambiar la vida nacional en dos oportunidades (Pérez).
Seis de ellos vivieron en el siglo xix; tres fueron hombres de ambos siglos; diez pertenecen al siglo pasado. Sus vidas y obras imantan doscientos años de vida republicana. Me interesa sopesarlas, intento catar sus influencias en la sociedad que integraron. Creo que los individuos jamás pueden ser dejados de lado en ofrenda a la diosa de los procesos sociales. De carne está tejida la historia, de gentes, de humores, de carácter. Ninguno de estos venezolanos empuñó las armas para incidir sobre la realidad. Sus instrumentos fueron otros: la palabra, el estetoscopio, el pincel, el crucifijo, la regla de cálculo, el croquis, los códigos.
Es poco probable hallar en los anaqueles de las librerías un libro como este en ningún otro país de América Latina. La razón es sencilla: desde la fundación de las repúblicas americanas en ningún otro país ha pesado tanto la impronta militar como en Venezuela. Lamentablemente, el hombre de armas ha copado los espacios civiles durante muchos años. Si bien es cierto que los hechos del 19 de abril de 1810 y los del 5 de julio de 1811 son protagonizados por civiles, después de la pérdida de la Primera República el primer lugar en el escenario pasan a ocuparlo los hombres en armas. Durante todo el siglo xix su preponderancia fue abrumadora. Apenas el doctor Vargas, Manuel Felipe de Tovar y Juan Pablo Rojas Paúl ejercieron la primera magistratura, signados por la debilidad. Los tres no suman seis años en el poder.
Durante el siglo xx hubo de llegar la democracia liberal representativa de la mano de un golpe de Estado civil-militar (1945), para luego volver el país a su cauce militar tres años después (1948), y sumergirse en una década de dictadura castrense. Finalmente, la democracia resurge sobre la base de un pacto político (Puntofijo): muestra evidente de la necesidad de acordar el juego democrático en aras de su supervivencia. Es evidente que de los doscientos años de vida republicana el signo lamentable ha sido el militarismo invadiendo el ámbito de la ciudadanía; mandando, más que gobernando; girando instrucciones, más que buscando consensos. Dominados como hemos estado por el mito del «hombre fuerte», la tarea democrática de los civiles en Venezuela ha sido una larga, accidentada y titánica tarea. Suerte de mito de Sísifo a la venezolana.
Pero no debemos incurrir en simplificaciones: algunos militares fueron civiles en su conducta, en su respeto a las leyes. Fue el caso ejemplar de Páez restituyendo a Vargas en la Presidencia de la República; fue el caso de Soublette en su manera de conducirse en el ejercicio de la primera magistratura, por solo citar dos ejemplos. Y lo contrario también ha ocurrido: basta recordar el collar de perlas de intelectuales destacadísimos que el general Gómez se puso al cuello durante su larga dictadura. De modo que como ocurrió con Sancho y el Quijote, que el primero se fue quijotizando y el segundo fue sanchizándose a lo largo de la andadura, vamos a hallar hombres de armas que respetaron el entorno constitucional democrático (Larrazábal) y civiles que le tendieron la cama al dictador todas las mañanas, sin ruborizarse.
¿Por qué a Venezuela le ha costado tanto la democracia liberal representativa? ¿Por qué una parte significativa de la población respalda los desmanes, violaciones del marco constitucional, insultos, vejaciones, abusos de determinados gobernantes en ejercicio del poder? Más aún: ¿por qué celebramos estas conductas contrarias a la civilidad en personajes que ni siquiera provienen del mundo militar? La respuesta forzosamente contempla varios factores, de tal modo que difícilmente es una sola. No obstante, no cabe la menor duda de que el factor militar en nuestra tradición, el mito del «hombre fuerte» que se impone, pesa toneladas en nuestra psique colectiva. Nos embelesa una espada cortando un nudo de cuajo y nos desespera el trabajoso cabildeo de los demócratas tejiendo un acuerdo. Es como si no entendiéramos por qué se teje para que haya democracia y viéramos claro el nudo roto por la espada, sin comprender las consecuencias negativas de esto y las positivas de lo primero.