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Amin Maalouf - Las cruzadas vistas por los árabes

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Amin Maalouf Las cruzadas vistas por los árabes
  • Libro:
    Las cruzadas vistas por los árabes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1983
  • Índice:
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Las cruzadas vistas por los árabes: resumen, descripción y anotación

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Basándose en los testimonios de los historiadores y cronistas árabes de la - photo 1

Basándose en los testimonios de los historiadores y cronistas árabes de la época, Amin Maalouf relata la historia de las cruzadas tal y como las vieron y vivieron en «el otro campo», es decir, en el lado musulmán, un punto de vista hasta ahora olvidado. Las cruzadas vistas por los árabes abarca el periodo comprendido entre la llegada de los primeros cruzados a Tierra Santa en 1096 y la toma de Acre por el sultán Jalil en 1291, dos agitados siglos que dieron forma a Occidente y al mundo árabe y que aún hoy siguen condicionando sus relaciones.

Amin Maalouf Las cruzadas vistas por los árabes ePub r13 Himali 200515 - photo 2

Amin Maalouf

Las cruzadas vistas por los árabes

ePub r1.3

Himali 20.05.15

Título original: Les croisades vues par les Arabes

Amin Maalouf, 1983

Traducción: María Teresa Gallego & María Isabel Reverte

Editor digital: Himali

Corrección de erratas: kraken61, BathoryBaroness y Gargonpe

ePub base r1.2

A Andreé AMIN MAALOUF Nacido en Beirut Líbano en 1949 y afincado en - photo 3

A Andreé

AMIN MAALOUF Nacido en Beirut Líbano en 1949 y afincado en París desde 1975 - photo 4

AMIN MAALOUF. Nacido en Beirut (Líbano) en 1949 y afincado en París desde 1975, es un narrador y ensayista francófono y una de las voces más importantes de la literatura árabe.

Maalouf trabajó como periodista para el principal diario libanés, An Nahar. Fue enviado especial en zonas de conflicto como Vietnam y Etiopía. Al comenzar la guerra civil en Líbano (1975) se trasladó a París como refugiado, donde todavía reside.

Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas. En su narrativa, Amin Maalouf mezcla la realidad histórica con la ficción, y aspectos de dos culturas diversas como la occidental y la oriental. En 1993 recibió el Premio Goncourt por su novela La roca de Tanios. En 2004, publicó un notable libro de memorias: Orígenes.

Además de novelas, Maalouf ha escrito varios ensayos y libretos de ópera, especialmente con la compositora finlandesa Kaija Saariaho, con quien ha obtenido gran éxito tanto de crítica como de público.

En 2010 fue reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en 2011, elegido miembro de la Academia Francesa.

Prólogo

Bagdad, agosto de 1099

Sin turbante, con la cabeza afeitada en señal de luto, el venerable cadí Abu-Saad al-Harawi entra gritando en el espacioso diván del califa al-Mustazhir-billah. Lo acompaña una muchedumbre de acólitos, jóvenes y viejos. Éstos aprueban ruidosamente cada una de sus palabras y ofrecen, igual que él, el provocador espectáculo de una abundante barba bajo un cráneo rasurado. Algunos dignatarios de la corte intentan calmarlo, pero, apartándolos con gesto desdeñoso, avanza resueltamente hacia el centro de la sala y, a continuación, con la vehemente elocuencia de un predicador desde lo alto del púlpito, sermonea a todos los presentes, sin hacer distinción de rango:

—¿Osáis dormitar a la sombra de una placentera seguridad, en medio de una vida frívola como la flor del jardín, mientras que vuestros hermanos de Siria no tienen más morada que las sillas de los camellos o las entrañas de los buitres? ¡Cuánta sangre vertida! ¡Cuántas hermosas doncellas por vergüenza, han tenido que ocultar su dulce rostro entre las manos! ¿Acaso los valerosos árabes se resignan a la ofensa y los ardidos persas aceptan el deshonor?

«Era un discurso que hacía llorar los ojos y conmovía los corazones», dirán los cronistas árabes. Toda la concurrencia se estremece entre gemidos y lamentaciones. Pero al-Harawi no desea sus sollozos.

—La peor arma del hombre —grita— es verter lágrimas cuando las espadas están atizando el fuego de la guerra.

Si ha hecho el viaje desde Damasco hasta Bagdad, tres largas semanas de verano bajo el implacable sol del desierto sirio, no ha sido para mendigar lástima sino para avisar a las más altas autoridades del Islam de la calamidad que acaba de abatirse sobre los creyentes y para decirles que intervengan sin dilación para detener la matanza. «Nunca se han visto los musulmanes humillados de esta manera —repite al-Harawi—, nunca, antes de ahora, han visto sus territorios tan salvajemente asolados». Los hombres que lo acompañan han huido de las ciudades saqueadas por el invasor; algunos de ellos cuentan entre los escasos supervivientes de Jerusalén. Los ha traído consigo para que puedan contar, con su propia voz, el drama que han vivido un mes antes.

En efecto, el viernes 22 de shabán del año 492 de la hégira, el 15 de julio de 1099, los frany se han apoderado de la ciudad santa tras un asedio de cuarenta días. Los exiliados aún tiemblan cada vez que lo refieren, y la mirada se les queda fija, como si todavía tuvieran ante la vista a esos guerreros rubios cubiertos de armaduras que se dispersan por las calles, con las espadas desenvainadas, degollando a hombres, mujeres y niños, pillando las casas y saqueando las mezquitas.

Cuando, dos días después, cesó la matanza, ya no quedaba ni un solo musulmán dentro de las murallas. Algunos aprovecharon la confusión para escabullirse a través de las puertas, que los asaltantes habían echado abajo. Los demás yacían a miles en medio de charcos de sangre en el umbral de sus casas o en las proximidades de las mezquitas. Había entre ellos gran número de imanes, de ulemas y de ascetas sufíes que habían abandonado sus países para ir a vivir un piadoso retiro en esos lugares santos. A los últimos supervivientes los obligaron a llevar a cabo la peor de las tareas: llevar a cuestas los cadáveres de los suyos, amontonarlos sin sepultar en terrenos baldíos y quemarlos a continuación antes de que los mataran a ellos también o los vendieran como esclavos.

La suerte que corrieron los judíos de Jerusalén fue igualmente atroz. En las primeras horas de la batalla, muchos de ellos participaron en la defensa de su barrio, la judería, situado al norte de la ciudad. Pero cuando se desplomó el lienzo de muralla que dominaba sus casas y los caballeros rubios empezaron a invadir las calles, los judíos enloquecieron. La comunidad entera, repitiendo un gesto ancestral, se reunió en la principal sinagoga para orar. Los frany bloquearon las salidas y, a continuación, apilando haces de leña todo alrededor, le prendieron fuego. A los que intentaban salir los mataban en las callejas próximas. Los demás se quemaban vivos.

Unos días después del drama, llegaron a Damasco los primeros refugiados de Palestina, llevando con infinitas precauciones el Corán de Othman, uno de los ejemplares más antiguos del libro sagrado. A continuación, fueron acercándose a su vez a la metrópoli siria los supervivientes de Jerusalén. Al divisar a lo lejos la silueta de los tres minaretes de la mezquita omeya, que se recortan por encima de las murallas cuadradas, desplegaron las alfombras de oración y se prosternaron para dar gracias al Todopoderoso por haberles alargado así la vida, cuyo fin creían llegado. En su calidad de gran cadí de Damasco, Abu Saad al-Harawi recibió bondadosamente a los refugiados. Este magistrado de origen afgano es la personalidad más respetada de la ciudad; prodigó consejos y reconfortó a los palestinos. Según él, un musulmán no tiene que avergonzarse por haber tenido que huir de su tierra. ¿No fue el primer refugiado del Islam el mismísimo profeta Mahoma, que tuvo que abandonar su ciudad natal, La Meca, cuya población le era hostil, para buscar refugio en Medina, dónde la nueva religión tenía mejor acogida? ¿Y no fue acaso desde su ciudad de exilio desde dónde lanzó la guerra santa, el yihad, para liberar a su patria de la idolatría? Los refugiados, por tanto, deben ser muy conscientes de que son los combatientes de la guerra santa, los muyahidin por excelencia, tan venerados en el Islam que la emigración del Profeta, la hégira, se eligió como punto de partida de la era musulmana.

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