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Pedro Lemebel - Zanjón de la Aguada

Aquí puedes leer online Pedro Lemebel - Zanjón de la Aguada texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Seix Barral Chile, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Pedro Lemebel Zanjón de la Aguada
  • Libro:
    Zanjón de la Aguada
  • Autor:
  • Editor:
    Seix Barral Chile
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Zanjón de la Aguada: resumen, descripción y anotación

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En Zanjón de la Aguada, Lemebel toma la voz de las minorías sexuales, de los habitantes de las poblaciones periféricas, de los desposeídos, de las mujeres, para entregar una denuncia moral, una invitación a mirar lo que más nos duele, ese Chile que carece de oportunidades, ese al que los discursos políticos no los tocan pues siguen siempre igual. Pero el autor no mira esta realidad de forma dramática, sino que lanza sus dardos llenos de ironía y sarcasmo, mostrándonos que la indiferencia y el arribismo son enfermedades más agudas que la pobreza.

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BIBLIOTECA PEDRO LEMEBEL Pedro Lemebel 1952-2 - photo 1

BIBLIOTECA PEDRO LEMEBEL


Pedro Lemebel 1952-2015 Escritor y artista visual En 1987 junto a Francisco - photo 2
Pedro Lemebel 1952-2015 Escritor y artista visual En 1987 junto a Francisco - photo 3
Pedro Lemebel 1952-2015 Escritor y artista visual En 1987 junto a Francisco - photo 4

Pedro Lemebel
(1952-2015)

Escritor y artista visual. En 1987, junto a Francisco Casas, formó el colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis, que realizó un extenso trabajo plástico en performance, fotografía, video e instalación. Desde 1989 publicó sus crónicas en diversos medios nacionales y extranjeros. En 1996 realizó el programa «Cancionero» en radio Tierra. Fue invitado a la Bienal de La Habana en 1996, a la Universidad de Harvard en 2004, a la Universidad de Stanford en 2007 y a la Universidad de San Marcos en 2003. El año 2006 la Casa de las Américas de La Habana le dedicó una semana de autor.

Recibió el Fondo de las Artes y la Creación del Ministerio de Cultura de Chile para proyectos de creación; la Beca Guggenheim en 1999; el Premio Anna Setgers, en Berlín, durante 2005, y en 2013, el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso que otorga la Universidad de Talca. En los últimos años sus obras han sido adaptadas al teatro y a registros audiovisuales. Ha sido traducido al inglés, alemán, italiano y francés.

Su obra narrativa está integrada por la colección de relatos Incontables (1986) y la novela Tengo miedo torero (2001). Sus libros de crónica, por otra parte, son La esquina es mi corazón (1995), Loco afán(Crónicas de sidario) (1996), De perlas y cicatrices (1998), Zanjón de la Aguada (2003), Adiós mariquita linda (2005), Serenata cafiola (2008) y Háblame de amores (2012). Mi amiga Gladys fue un proyecto que quedó interrumpido por su partida, pero que se publica en 2016 según las indicaciones que el mismo autor dejó trazadas.

Cuenta con dos estudios críticos de su obra, el primero realizado por Fernando Blanco, Reinas de otro cielo (2004), y el segundo, por la Universidad de Stanford, Pedro Lemebel (2009). Asimismo, en 2013 se publicó Poco hombre, antología a cargo de Ignacio Echeverría.

ZANJÓN DE LA AGUADA
(Crónica en tres actos)

Dedicado a Olga Marín,
con mi cariñoso agradecimiento

Primer acto:
LA ARQUEOLOGÍA DE LA POBREZA

Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa? Menos a los que confunden ese nombre con el de una novela costumbrista. Más aún a los que no saben, ni sabrán nunca, qué fue ese piojal de la pobreza chilena. Seguramente incomparable con cualquier toma de terrenos, campamento o población picante de los alrededores del actual Gran Santiago. Pero el Zanjón, más que ser un mito de la sociología poblacional, fue un callejón aledaño al fatídico canal que lleva el mismo nombre. Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria.

Y como siempre el asunto de la vivienda ha sido una excursión aventurera para los desposeídos, aun más en ese tiempo, cuando emigraban familias enteras desde el norte y sur del país hasta la capital en busca de mejores horizontes, tratando de encontrar un pedazo de suelo donde plantar sus banderas de allegados. Pero ese no fue el caso de mi familia, que desde siempre habitó en Santiago, traficando su pellejo pasar en piezas de conventillo y barrios grises que rondan al antiguo centro. Pero un día cualquiera llegaba el desalojo; los pacos tiraban a la calle las cuatro mugres, el somier con patas, la mesa coja, la cocina a parafina y unas cuantas cajas que contenían mi herencia familiar. Y tal vez alguien nos dijo que existía el Zanjón y para no quedarnos a la intemperie, llegamos a esas playas inmundas donde los niños corrían junto a los perros persiguiendo guarenes. Y la cosa fue tan simple, tan rápida, que por unos pesos nos vendieron una muralla, ni siquiera un metro de terreno, solo era un muro de adobes que mi abuela compró en ese lugar. Y a partir de ese sólido barro, fue armando el nido garufa que en pleno invierno cobijó mi niñez y le dio alero a mi núcleo parental. A partir de esa muralla que como una bambalina cinematográfica se convirtió en el frontis de mi primer domicilio, mi abuela le puso un techo de fonolas y un encatrado de palos que confeccionaron la arquitectura piñufla de mi palacio infantil. Pero a diferencia de mis vecinos, la fachada entumida de mi casa tenía cara de casa, por lo menos desde el callejón parecía casa, con su ventana y su puerta, que al abrirla, mostraba un escampado; no tenía piezas, solamente el fondo abierto del eriazo donde el viento frío del amanecer entraba y salía como Pedro por su casa.

Pareciera que en la evocación de aquel ayer, la tiritona mañana infantil hubiera tatuado con hielo seco la piel de mis recuerdos. Aun así, bajo ese paraguas del alma proleta, me envolvió el arrullo tibio de la templanza materna. En ese revoltijo de olores podridos y humos de aserrín, «aprendí todo lo bueno y supe de todo lo malo», conocí la nobleza de la mano humilde y pinté mi primera crónica con los colores del barro que arremolinaba la leche turbia de aquel Zanjón.

Segundo acto:
MI PRIMER EMBARAZO TUBARIO

Existe un eslogan que dice: «Pobre, pero limpio», y es verdad, en algunos casos donde existen los materiales básicos de la higiene. Pero en el Zanjón, el agua para beber, cocinar o lavarse había que traerla de lejos, donde un pilón siempre abierto abastecía el consumo de la población callampa. Así también la evacuación de las aguas servidas y el alcantarillado se resumían en una acequia hedionda que corría paralela al rancherío, donde las mujeres tiraban los caldos fétidos del mojoneo. En contraste a este sórdido barrial, el albo flamear de las sábanas y pañales, deslumbrantemente blancos a puro hervido de cloro, confirmaba el refregado pasional de las manos maternas, siempre pálidas, azulosas, sumergidas en lavaza espumante de remojo. Y quizás esa utopía blanqueadora era la única forma como las madres del Zanjón podían simbólicamente despegarse del lodo, y con racimos de chiquillos a cuestas, se encumbraban a las nubes agarradas del fulgor níveo de sus trapos, vaporosamente deshilachados, como banderas de tregua en esa guerra entintada por la supervivencia.

Mi niñez del Zanjón mariposeaba al mosquerío del sol que mi madre espantaba cuidadosa, pero al primer descuido, cuando ella atareada, en un minuto me perdía de vista, la aventura del gatear fuera de la callampa me conducía al borde de aquella acequia, donde metía mis pequeñas manos, donde mojaba mi cara y sorbía el lodo en la curiosidad infante de conocer mi medio a través del sabor. Y así fue como un día mi barriga se fue hinchando como si me hubiera embarazado un príncipe moscardón. Al correr los días, el tamboreo de la colitis permanente y el dolor abdominal eran un llanto sin tregua. Mi madre no sabía qué hacer, sobándome la guatita inflamada como un globo y dándome aguas de hierbas, azúcar quemada y cocciones de canela. Y allí entonces, no era tan simple como tomar el teléfono y llamar al médico de la familia. Sobre todo si había que levantarse a las cinco de la mañana y salir con la guagua colgando para alcanzar un número en el policlínico repleto. Así no más llegué a las manos de una doctora con lentes de acuario, quien me vio la panza pobre, pensando en la

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