Pedro Lemebel - Loco afán: crónicas de sidario
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- Libro:Loco afán: crónicas de sidario
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2000
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Loco afán: crónicas de sidario: resumen, descripción y anotación
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DEDICADO:
A Olga Lemebel, mi abuela materna, madre soltera y ternura errante.
A Violeta, la mujer que me dio la voz.
A Carmen Berenguer, por la amistad de su pluma indomable.
A Francisco Casas, por las " Yeguas del Apocalipsis» y las huellas de ese carnaval ceniciento.
A Polo Escárate, le decíamos la Pola Negri.
A Elías Jamet, vivía en la calle París.
A Néstor Perlongher, nos encontramos en Valparaíso, la última vez.
A Juan Edmundo González, lo despedí en el Paseo Ahumada, vitrineando A Sigifredo Barra, recuerdo su sombrero con cinta de leopardo.
A la bendita suerte.
A la peligrosa pasión.
A tantos.
La plaga nos llegó como una nueva
forma de colonización, por el contagio
Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol
por la gota congelada de la luna en el sidario.
(o la última fiesta de la Unidad Popular)
Santiago se bamboleaba con los temblores de tierra y los vaivenes políticos que fracturaban la estabilidad de la joven Unidad Popular. Por los aires un vaho negruzco traía olores de pólvora y sonajeras de ollas, «que golpeaban las señoras ricas a dúo con sus pulseras y alhajas». Esas damas rubias que, pedían a gritos un golpe de Estado, un cambio militar que detuviera el escándalo bolchevique. Los obreros las miraban y se agarraban el bulto ofreciéndoles sexo, riéndose a carcajadas, a toda hilera de dientes frescos, a todo viento libre que respiraban felices cuando hacían cola frente a la UNCTAD para almorzar. Algunas locas se paseaban entre ellos, simulando perder el vale de canje, buscándolo en sus bolsos artesanales, sacando pañuelitos y cosméticos hasta encontrarlo con grititos de triunfo, con miradas lascivas y toqueteos apresurados que deslizaban por los cuerpos sudorosos. Esos músculos proletarios en fila, esperando la bandeja del comedor popular ese lejano diciembre de 1972. Todas eran felices hablando de Música Libre, el lolo Mauricio y su boca aceituna, de su corte de pelo a lo Romeo. De sus jeans pata de elefante tan apretados, tan ceñidos a las caderas, tan apegados a su ramillete de ilusiones. Todas lo amaban y todas eran sus amantes secretas. «Yo lo vi. A mí me dijo. El otro día me lo encuentro». Se apresuraban a inventar historias con el príncipe mancebo de la televisión, asegurando que era de los nuestros, que también se le quemaba el arroz, y una prometió llevarlo a la fiesta de Año Nuevo. A esa gran comilona que había prometido la Palma, esa loca rota que tiene puesto de pollos en la Vega, que quiere pasar por regia e invitó a, todo Santiago a su fiesta de fin de año. Y dijo que iba a matar veinte pavos para que las locas se hartaran y no salieran pelando. Porque ella estaba contenta con Allende y la Unidad Popular, decía que hasta los pobres iban a comer pavo ese Año Nuevo. Y por eso corrió la bola que su fiesta sería inolvidable.
Todo el mundo estaba invitado, las locas pobres, las de Recoleta, las de medio pelo, las del Blue Ballet, las de la Carlina, las callejeras que patinaban la noche en la calle Huérfanos, la Chumilou y su pandilla travesti, las regias del Coppelia y la Pilola Alessandri. Todas se juntaban en los patios de la UNCTAD para imaginar los modelitos que iban a lucir esa noche. Que la camisa de vuelos, que el cinturón Saint-Tropez, que los pantalones rayados, no, mejor los anchos y plisados como maxifalda, con zuecos y encima tapados de visón, suspiró la Chumilou. "De conejo querrás decir linda, porque no creo que tengas un visón." "Y tú regia. ¿De qué color es el tuyo?" "Yo no tengo", dijo la Pilola Alessandri, "pero mi mamá tiene dos." "Tendría que verlos." "Cuál quieres. ¿El blanco o el negro?" "Los dos", dijo desafiante la Chumilou. "El blanco para despedir el 72, que ha sido una fiesta para nosotros los maricones pobres. Y el negro para recibir el 73, que con tanto güeveo de cacerolas se me ocurre que viene pesado." Y la Pilola Alessandri, que había ofrecido los abrigos, no pudo echarse para atrás, y esa noche de fin de año llegó en taxi a la UNCTAD, y después de los abrazos, sacó las pieles sustraídas a la mamá, diciendo que eran auténticas, que el papá los había comprado en la Casa Dior de París, y que si algo les pasaba la mataban. Pero las locas no la escucharon, envolviéndose en los pelos posando y modelando mientras caminaban a tomar la micro para Recoleta, comentando que ninguna había probado bocado, menos la Pilola que en el apuro por sacar los abrigos se había perdido la cena familiar con langosta y caviar, por eso estaba muerta de hambre, con el estómago hecho un nudo, desesperada por llegar donde la Palma a probar los pavos de la rota.
Al cruzar el grupo frente a una comisaría, las regias se adelantaron para no tener problemas, pero igual los pacos algo gritaron. Entonces la Chumilou se detuvo, y haciendo resbalar el visón por su hombro, sacó un abanico y les dijo que estaba preparada para la noche. Después en la micro no dejó de arrastrar el tapado por el pasillo haciéndose la azafata. Cantando un cuplé, transformando el viaje en un show de risas y tallas que respondían las otras acaloradas por el verano nocturno. Cuando llegaron, no quedaban rastros de pavo; una ponchera de vino con frutas y trozos mordidos de canapés regaban la mesa. La Palma pidiendo disculpas, corriendo de un lado a otro porque habían llegado las regias, las famosas, las pitucas culturales, las chupas de muelas bajando del avión. Esas rucias estiradas que en la calle Huérfanos le hacían desprecios, las mismas locas jai que odiaban a Allende y su porotada popular. Ellas, que derramaban chorros de perlas, lagrimeras porque a la mamá los rotos le habían expropiado el fundo. La Astaburuaga, la Zañartu y la Pilola Alessandri, tan peladoras, tan conchudas, tan elegantes con sus abrigos de visón Porque llegaron hasta Recoleta con abrigos de visón como la Taylor, como la Dietrich, en micro. No te digo. El barrio se despobló para verlas, a ellas, tan sofisticadas como estrellas de cine, como modelos de la revista Paula. Y las viejas pobladoras no lo podían creer, se quedaron sin habla cuando las vieron entrar a la casa de la Palma. A esa fiesta coliza que ella había preparado por meses. Y al verlas llegar, todas empieladas con ese calor, mirando con asco la casa, diciendo de reojo: Regio tu plaqué niña por los candelabros de yeso que decoraban la mesa, la pobre mesa con mantel plástico donde nadaban algunos huesos de pollo y restos de comida, la Palma no hallaba dónde meterse, dando explicaciones, reiterando que había tanta comida; veinte pavos, champaña por cajas, ensaladas y helados de todos los sabores. Pero estas locas rotas son tan hambrientas, no dejaron nada, se lo comieron todo. Como si viniera una guerra
Toda la noche salpicaron las cumbias maricuecas ese primer amanecer del año 73. Al correr la farra con nuevas botellas de pisco y de vino que mandaron a comprar las reglas, los matices sociales se confundieron en brindis, abrazos y calenturas desplegadas por el patio engalanado con globos y serpentinas. Alianzas de gueto, seducciones comunes, agarrones de n algas y apretones de los vecinos obreros que Regaban a saludar a las regias Pompadour, amigas de la dueña de casa. Conchazos y más ironías que estallaban en risas e indirectas por la ausente comilona. En medio de la música, la Pilola gritaba: «Se te volaron los pavos niña» y otra vez la Palma volvía a las explicaciones, juntaba los andamios descarnados y las plumas, mostrando un cementerio de huesos que fue arrumbando en el centro de la mesa. Al comienzo fue el bochorno sonrojado de la dueña de casa disculpándose, cuando paraban la cumbia y las regias gritaban: «Ataja ese pavo niña», pero después el alcohol y la borrachera transformó la vergüenza en un juego. Por todos lados, las locas juntaban huesos y los iban arreglando en la mesa como una gran pirámide, como una fosa común que iluminaron con velas. Nadie supo de dónde una diabla sacó una banderita chilena que puso en el vértice de la siniestra escultura. Entonces la Pilola Alessandri se molestó, e indignada dijo que era una falta de respeto que ofendía a los militares que tanto habían hecho por la patria. Que este país era un asco populachero con esa Unidad Popular que tenía a todos muertos de hambre. Que las locas rascas no sabían de política y no tenían respeto ni siquiera por la bandera. Y que ella no podía estar ni un minuto más allí, así que le pasaran los visones porque se retiraba. ¿Qué visones niña?, le contestó la Chumilou echándose aire con su abanico. Aquí las locas rascas no conocemos esas cosas. Además, con este calor. ¿En pleno verano? Hay que ser muy tonta para usar pieles linda. Entonces el grupo de pitucas cayó en cuenta que hacía mucho rato no veían las finas pieles. Llamaron a la dueña de casa, que borracha, aún seguía coleccionando huesos para elevar su monumento al hambre. Buscaron por todos los rincones, deshicieron las camas, preguntaron en el vecindario, pero nadie recordaba haber visto visones blancos volando en las fonolas de Recoleta. La Pilola no aguantó más y amenazó con llamar a su tío comandante si no aparecían los abrigos de la mamá. Pero todas las locas la miraron incrédulas, sabiendo que nunca lo haría por temor a que su honorable familia se enterara de su resfrío. La Astaburuaga, la Zañartu y unas cuantas arribistas solidarias con la pérdida se retiraron indignadas jurando no pisar jamás ese roterío. Y mientras esperaban en la calle algún taxi que las sacara de esos tierrales, la música volvió a retumbar en la casucha de la Palma, volvieron los tiritones de pelvis y el mambo número ocho dio inicio al show travesti. De pronto alguien cortó la música y todas gritaron a coro: «Se te voló el visón niña. Ataja ese visón.»
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