Alan Pauls - La vida descalzo
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- Libro:La vida descalzo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
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La vida descalzo: resumen, descripción y anotación
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ALAN PAULS nació en Colegiales (Buenos Aires) el 22 de abril de 1959. Se licenció en Letras y fue docente de teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires. Es novelista, periodista, crítico de cine y guionista de cine. Con tan sólo trece años comenzó a escribir, notablemente influido por Ray Bradbury, si bien luego descubrió a Cortázar y a Kafka. Con la novela El pasado obtuvo el Premio Herralde 2003 y fue adaptada al cine por el director Héctor Babenco. Como novelista, Pauls utiliza un estilo intimista que juega con la forma y los giros lingüísticos, acompañado de humor negro y una prosa fluida.
Como ensayista ha escrito sobre Manuel Puig, Roberto Arlt, Lucio Victorio Mansilla y Jorge Luis Borges. Fue jefe de redacción de la revista Página/12 y presentador del ciclo televisivo Primer plano, un programa de cine. Fundó la revista Lecturas críticas, una publicación de investigación y teoría literaria.
«De día, en la playa, era distinto. Se habla con extraña cautela cuando se está semidesnudo: las palabras no suenan del mismo modo, a veces se calla, y se diría que el silencio hace soltar palabras ambiguas».
CESARE PAVESE, La playa
Alan Pauls, 2011
Fotografías: Archivo personal del autor
Editor digital: Un_Tal_Lucas
ePub base r2.1
No siempre un niño que veranea encuentra solaz y consuelo en un adulto que escribe. La sucesión de imágenes y escenas de la playa —única, singular: la del recuerdo, la de la infancia— nos ayuda encontrar la solución a este elegante enigma. Y el genio indescriptible de quien lo resuelve, contándonos en una varias vidas: el protagonista y el autor de La vida descalzo.
Alan Pauls
Playas
ePub r1.1
Un_Tal_Lucas 21.06.2019
Se sueña mucho en la playa. El programa de una noche normal en Cabo Polonio —la playa del Uruguay donde veraneo desde hace cinco años— tiene cierto aire de familia con las maratones continuadas que veíamos con mi padre y mi hermano, de chicos, en un cine de Las Heras y Agüero, el Roxy, que demolieron cuando ya todos habíamos olvidado cómo se llamaba. Cada sueño, digamos, equivale a una película. Cada noche incluye tres o cuatro sueños. Entre sueño y sueño, como en las viejas sesiones del Roxy, hay un intervalo. Son lapsos precarios, de duración incierta, nunca se sabe si premeditados o accidentales, de modo que una de dos: uno se queda donde está y espera quieto que se reanude la proyección, o se levanta de un salto y hace lo que tiene que hacer lo más rápido posible, de modo de volver a tiempo para el principio de la película siguiente.
Dado que en la temporada de verano 2005 la cartelera onírica fue especialmente frondosa, se me ocurrió llevar un registro esporádico de la programación. Transcribo la que me tocó la noche del miércoles 16 de febrero.
Primera función. Jack Nicholson nos invita a pasar unos días en su hotel de Los Ángeles. Antes de que la acción del sueño empiece, como los clips que en la entrega de los Oscars ilustran la actuación o la trayectoria de los nominados, veo un montaje de escenas de Nicholson tomadas de películas que no existen. Nicholson astronauta (manotea en el aire una maquinita de afeitar ingrávida). Nicholson estrella de fútbol americano (sufre un percance en el nervio ciático mientras se ata los cordones de los botines). Nicholson astrólogo (desesperado, busca una carta natal en medio de una parva de fotocopias de chicas desnudas). La acción del sueño no empieza nunca.
Segunda función. Una galería de arte. En pleno vernissage, un escritor que conozco (que en rigor conocí bastante bien hace muchos años, cuando no era todavía escritor sino un cuadro ascendente de la juventud demócrata cristiana, fanático de la ciencia ficción y devoto de la fe marianista) me comenta en voz baja los serios problemas en los que está metido otro escritor que conozco, que reside en Francia y sobre el cual yo, desconfiado por naturaleza de toda bondad que llame demasiado la atención y mucho más, por lo tanto, de la clase de altruismo que se desparrama alegremente a los cuatro vientos, como un nuevo rico desparrama sus billetes recién salidos de fábrica, nunca puedo evitar hacer circular el rumor de que es uno de los representantes de Satanás en la Tierra.
Tercera función. Voy a un concierto de Miguel Mateos, el único outsider genuino del rock nacional. Me impresiona sobre todo el público: chicos de provincia de veinte, todos engominados, vestidos de traje oscuro, corbata finita y zapatos abotinados. Me doy cuenta de que es el mismo público que va a ver a los predicadores que llenan los ex cines de la avenida Rivadavia, hoy reciclados en tenedores libres cristianos con crucifijos de neón, telones rojo sangre y alfombras sintéticas que transforman a los fieles en verdaderas baterías ambulantes.
¿Por qué se soñará tanto en la playa? En Cabo Polonio, supongo, para compensar los efectos de un cierto síndrome de abstinencia. El lugar no tiene luz eléctrica —no hay cine, no hay televisión, no hay computadoras—, y es tan indigente que las formas de comunicación publicitaria más elaboradas que tolera son las pintadas de la política municipal (Chiruchi Putazo, decía una de hace dos veranos destinada, según me contaron, a segar de raíz la carrera de un candidato a intendente) y los afiches de los cigarrillos Nevada, que, indiferentes a todo, casi comunistas en su intransigencia, se limitan a reproducir con orgullo la clásica bicromía —rojo, verde— de la marca. En otras palabras: si se sueña mucho es porque la playa es un territorio libre de imágenes. Todo su sex appeal —y también su envidiable capacidad de enajenar— descansa en esa especie de castidad icónica, que los paisajes marítimos sólo comparten, creo, con uno de sus dos precursores naturales: los desiertos. (El otro precursor es la isla). La arena y el mar toleran mal la actualidad de las imágenes, no su potencia; a diferencia de paisajes como la selva o la montaña, cuyas nervaduras y detalles, de un dramatismo flagrante, siempre saltan a la vista, tienen una textura homogénea, neutra, como de soportes o superficies, reacia a cualquier impulso de figurar pero a la vez increíblemente fértil a la hora de inspirar figuraciones. Así, los sueños, con sus imágenes virtuales, son a la playa lo que los espejismos al desierto: la otra escena de un espacio. (Las imágenes no pueden coexistir con el espacio: sólo aparecen cuando el espacio real se ha desvanecido en el dormir o en la alucinación).
De esa equívoca relación entre la playa y las imágenes deriva una de las grandes decepciones de mi prontuario vacacional: el autocine. Tenía alrededor de 6 años cuando fui a uno por primera vez, en Villa Gesell. Lo habían montado lejos del centro, en una franja perdida de la zona norte, entre la avenida 3 y el mar, y lo promocionaban con la pompa que por lo general merecen los afanes más espectaculares de modernización, como si celebraran el milagro de haber importado Disneyworld a un oscuro terraplén del sur de la provincia de Buenos Aires. Fue el primero y el único que conocí, y esa primera vez fue también la última. (En rigor, todo lo que sé sobre autocines lo aprendí después
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