Nota del editor a la presente edición
La primera edición de Historia de la corrupción en el Perú apareció en inglés en 2008 en una coedición a cargo de dos prestigiosas instituciones, Johns Hopkins University Press y el Wilson Center for International Scholars, y propició elogiosas reseñas en los medios académicos más reconocidos de Estados Unidos. En 2013, el Instituto de Estudios Peruanos y el Instituto de Defensa Legal publicaron la traducción al español revisada, corregida y aumentada por el autor hasta poco antes de su fallecimiento, en enero de ese año. La primera edición se agotó en seis meses; la versión popular alcanzó el límite de nueve reimpresiones permitido por la Biblioteca Nacional del Perú, luego de lo cual presentamos esta tercera edición con algunos añadidos que la hacen particular.
El éxito del libro también se observa en el impacto que ha tenido en la política peruana. Referente imprescindible en la lucha anticorrupción, el texto es mencionado en debates periodísticos, contiendas presidenciales y alegatos judiciales. Partiendo de un trabajo amplio y minucioso en archivos nacionales y extranjeros, Alfonso W. Quiroz produjo una historia de larga duración que empieza en la época colonial tardía, cuando las autoridades reales comenzaron a combatir explícitamente la venalidad en cargos públicos y llega hasta el año 2000 en que cayó el régimen de Alberto Fujimori, dejando atrás una corrupción desenfrenada que produjo fuentes extraordinarias registradas en grabaciones clandestinas.
El esfuerzo de Alfonso W. Quiroz se sustentó en la firme convicción de que su trabajo podía contribuir a cambiar nuestra realidad, pues para lograrlo creía imprescindible que todos conociéramos ese pasado y entendiéramos los mecanismos de la corrupción, calculando sus daños a corto, mediano y largo plazo. El IEP reafirma su convicción de que este trabajo contribuirá a fortalecer el espíritu democrático y el respeto por la investigación académica.
introducción
S i uno pudiera escoger dos palabras para describir América Latina, desigualdad y corrupción serían apuestas seguras.
La primera ha definido, en distintas formas, las estructuras y los procesos sociales del continente desde la Conquista. La Independencia empeoró estas condiciones de diversas maneras, mientras que la etapa liberal consolidó la desigualdad, haciéndola menos oficial o legal. Los esfuerzos por enfrentar este problema a través de reformas, desarrollo y revolución lograron, en el mejor de los casos, resultados temporales. Los declives regionales de la última década del siglo XXI resultan tan quiméricos y falsamente fundados, como cualquier boom proveniente de los commodities .
¿Cuánto progreso se ha alcanzado en el control de la corrupción? La historia es angustiosamente parecida entre países latinoamericanos, con la diferencia de que en los últimos tiempos hemos gozado de muy pocos años abrigando la esperanza de tener gobiernos limpios de enriquecimiento personal. Es interesante notar que, a diferencia del ámbito de la desigualdad, contamos con excepciones significativas en los casos de Chile y Uruguay, países que han tenido gobiernos «más limpios». Mientras tanto, en el resto de la región, la corrupción continúa siendo un hecho más de la vida cotidiana.
¿Qué entendemos por corrupción? Por ser tan omnipresente, el tema engloba las distintas formas en que los individuos aprovechan su posición como un camino para el enriquecimiento monetario personal. Resultan enormes las distinciones entre los diferentes campos en el juego de la corrupción. El policía o empleado público que pide una «mordida» tiene una presencia ubicua y representa la cara más pública de este fenómeno. Por un lado, esta es una práctica corrosiva que lleva a desconfiar de las instituciones y redunda en la personalización de todas las transacciones públicas. Por otro, ese dinero inmediato suele servir como una forma de «impuesto al usuario» que ayuda a que las ruedas del sistema continúen moviéndose.
Más corrosiva es la corrupción que surge del uso privilegiado de la información. Esta puede manifestarse en impuestos a la compra de bienes raíces en áreas destinadas para una construcción. Los países con tazas de cambio fluctuantes son los más susceptibles a estos desafíos. La información privilegiada podría suponer también el acceso a compras de tierras en dichos terrenos, a materiales o a moneda extranjera. Otra forma de corrupción se manifiesta en el simple robo de fondos públicos mediante transferencias bancarias, montos de venta inflados o la venta exclusiva y monopólica de productos claves.
Finalmente, cabe añadir que entre las formas más dañinas de corrupción se encuentran las decisiones políticas basadas en sobornos. Estas pueden incluir vastos programas nacionales e inversiones que frecuentemente generan las más cuantiosas «ganancias».
La relación entre estos dos aspectos comunes de las sociedades latinoamericanas, desigualdad y corrupción, también merece atención. La corrupción derivada del acceso privilegiado a las decisiones reproduce desigualdades sociales. Estas, a su vez, respaldan prácticas corruptas en la mala distribución de los recursos. Tanto la corrupción como la desigualdad debilitan la legitimidad de los sistemas (contribuyendo así a mayor corrupción y más desigualdad) y —puede sostenerse— son la principal razón del fracaso latinoamericano en la provisión consistente de bienes y servicios públicos.
Mientras algunos culpan al gran tamaño y alcance de los Estados en las sociedades latinoamericanas, una observación quizá más útil sea señalar que los niveles de corrupción, o la ubicuidad y resilencia de la desigualdad reflejan, en realidad, la debilidad intrínseca de los límites de esos Estados. Es decir, empleando las distinciones de Michael Mann, podemos hablar de niveles altos de poder despótico (el crear disposiciones); el poder infraestructural que requiere obediencia a la autoridad y la observación de normas; estas son bajas en casi todos los lugares. La simple ubicuidad de la «economía informal», por ejemplo, puede ser vista como una forma de escape frente al poder estatal o como el fracaso del mismo.
No existe mayor prueba de la debilidad general del Estado latinoamericano que la tercera característica que describe la región: la violencia. Una crisis de violencia ha marcado a América Latina en las últimas décadas. Nuevamente, pese a notables excepciones, esta región lidera los índices internacionales en homicidios y enfrentamientos violentos. Si bien en algunos casos el Estado mismo es el responsable, en la mayoría este simplemente refleja la habilidad de la autoridad pública para monopolizar los medios de la violencia. Perpetrada a veces por milicias rurales y partidarios, bandas urbanas, o por los desesperados que sufren de hambre, la violencia también soporta el sistema de desigualdad y corrupción. Los pudientes siempre cuentan con los medios para influenciar o librarse de problemas, mientras que los pobres sufren las formas más despóticas de control.
Hace más de una década, Alfonso Quiroz identificó la práctica de la corrupción como el meollo de la incapacidad general del Estado peruano para cumplir promesas y satisfacer expectativas. Los sucesos que afectan a la región en la última década han confirmado la lúcida visión de Alfonso.
Argentina presenta un caso notable por el grado de corrupción en las adquisiciones públicas y por los niveles de enriquecimiento durante los gobiernos de los Kirchner, que han dejado anonadados incluso a los escépticos porteños. Por una parte, estaban las bolsas de dinero enviadas a la Casa Rosada, por otra, el asesinato de los magistrados que investigaban estos envíos. El estado de derecho en el ámbito rural de Colombia es tan frágil como inexistente. El soborno es, en todos los niveles, ubicuo en México. Los últimos cinco presidentes del Perú están siendo procesados por corrupción. El colapso del Estado en Venezuela es ya casi total y los ciudadanos temen cualquier interacción con las fuerzas de seguridad del Gobierno. Incluso Chile ha visto un cada vez mayor reconocimiento de que su reputación de probidad fue exagerada.
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