ÍNDICE
Introducción
1. La oleada de la automatización
2. ¿Será diferente esta vez?
3. Tecnología de la información: una fuerza disruptiva sin precedentes
4. Los empleos de cuello blanco están en riesgo
5. La transformación de la educación superior
6. El reto de la asistencia a la salud
7. Tecnologías e industrias del futuro
8. Consumidores, límites de crecimiento... y ¿crisis?
9. La superinteligencia y la Singularidad
10. Hacia un nuevo paradigma económico
Conclusión
Agradecimientos
Acerca del autor
Créditos
Para Tristan, Colin,
Elaine y Xiaoxiao
Durante la década de los años sesenta del siglo XX , Milton Friedman, premio Nobel de economía, fue invitado a dar una asesoría contratado por el gobierno de un país asiático en vías de desarrollo. Lo llevaron a conocer un proyecto de construcción de grandes dimensiones donde se sorprendió al ver que había una gran cantidad de trabajadores con palas y muy pocas excavadoras, tractores y máquinas para remover tierra. Cuando el economista preguntó por la ausencia de maquinaria, el representante del gobierno a cargo de la obra le explicó que el proyecto se había concebido como un programa para crear empleo. La mordaz respuesta de Friedman se volvió famosa: « ¿Y por qué no les dan cucharas en lugar de palas para trabajar?».
El comentario de Friedman refleja el escepticismo de los economistas, y en ocasiones su desdén, ante el temor de que los robots destruyan los puestos de trabajo y creen un desempleo masivo a largo plazo. Históricamente, ese escepticismo parece estar justificado. En Estados Unidos, sobre todo durante el siglo XX , el avance tecnológico siempre ha dado lugar a una sociedad más próspera.
Ciertamente ha habido saltos (y grandes alteraciones) a lo largo del camino. La mecanización de la agricultura causó el desempleo de millones de personas que tuvieron que emigrar a las ciudades industrializadas en busca de trabajo fabril. Más tarde, la automatización y la globalización hicieron que los trabajadores abandonaran el sector de la manufactura y buscaran nuevas alternativas laborales en el sector de servicios. Uno de los problemas más frecuentes en estas transiciones era el desempleo a corto plazo aunque nunca fue sistémico ni permanente.
Se creaban nuevos empleos y los trabajadores desempleados siempre encontraban nuevas oportunidades; es más, esos trabajos nuevos solían ser mejores, exigían más capacitación y estaban mejor pagados. En ninguna época esto fue más cierto que durante las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esta edad de oro de la economía estadounidense se caracterizaba por una simbiosis casi perfecta entre los rápidos avances tecnológicos y el bienestar de los trabajadores estadounidenses. A medida que la maquinaria de las fábricas mejoraba, los trabajadores aumentaban la productividad y eso les permitía exigir mejores salarios. Este crecimiento de la productividad en el periodo de posguerra se tradujo en un incremento de los salarios de los trabajadores, quienes al ver aumentados sus ingresos, demandaban cada vez más productos y servicios que ellos mismos estaban produciendo.
Mientras ese círculo virtuoso funcionó e impulsó el desarrollo de la economía estadounidense, los economistas gozaron también de su propia edad de oro . Durante ese periodo, eminencias como Paul Samuelson lucharon por convertir la economía en una ciencia con un fuerte fundamento matemático. Poco a poco, complejas técnicas cuantitativas y estadísticas comenzaron a dominar la economía y los economistas empezaron a formular complejos modelos matemáticos que constituyen hoy en día los fundamentos teóricos de esta disciplina. Cuando los economistas de posguerra hacían su trabajo, la próspera economía que se desarrollaba a su alrededor les parecía natural, y daban por sentado que el crecimiento económico sería constante y permanente.
En el libro que Jared Diamond publicó en 2005 con el título Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen se narra la fatídica historia de la agricultura en Australia. Durante el siglo XIX, cuando los europeos colonizaron aquellas latitudes, se encontraron con tierras fértiles y exuberantes. Igual que los economistas norteamericanos de la década de 1950, los colonizadores australianos asumieron que lo que tenían frente a ellos era normal y que aquella situación continuaría indefinidamente, por lo que decidieron asentarse y construir granjas y ranchos.
Después de una o dos décadas, los colonos se enfrentaron a la realidad. Descubrieron que el clima era más árido de lo que suponían, y que habían tenido la fortuna o el infortunio de haber llegado durante un periodo climático extraordinario, el momento preciso para que la agricultura prosperara. Hoy en día en el paisaje australiano abundan los vestigios de ranchos y granjas que tuvieron que ser abandonados en mitad del desierto y que, en su momento, fueron el sueño y la pesadilla de numerosas familias.
Hay argumentos de sobra para creer que el periodo de bonanza económica en Estados Unidos también ha llegado a su fin. Aquella relación simbiótica entre crecimiento productivo e incremento salarial empezó a difuminarse en la década de los setenta, y en 2013 un trabajador percibía alrededor de un 13% menos que en 1973 (ajustando la inflación), a pesar de que la productividad aumentó un 107% y los costos de vivienda, educación y seguridad social se dispararon.
El 2 de enero de 2010 The Washington Post publicó un artículo que afirmaba que durante la primera década del siglo XXI no se habían creado empleos, La llamada década perdida, que va de 2001 a 2010, resulta especialmente sorprendente si se considera que la economía estadounidense necesitaba crear aproximadamente un millón de empleos anualmente solo para mantener el ritmo de crecimiento de su población económicamente activa; es decir, durante los primeros diez años del siglo XXI dejaron de crearse más de 10 millones de empleos.
La desigualdad salarial ha ido en aumento con cifras que no se veían desde 1929, y ha quedado claro que el dinero que ganaban los trabajadores en los años cincuenta del siglo XX gracias al aumento de la productividad, hoy se lo quedan los propietarios y los inversionistas de las empresas. La proporción del PIB que perciben los trabajadores, en relación con la que percibe el capital, ha ido en picada hasta nuestros días. La edad de oro ha concluido y la economía estadounidense está entrando en una nueva era.
Se trata de una era que estará definida por un cambio fundamental en la relación entre los trabajadores y las máquinas. Este cambio desafía una de nuestras certezas más básicas de la tecnología: que las máquinas son herramientas que incrementan la productividad de los trabajadores. Por el contrario, estamos presenciando un momento en el cual las máquinas se están convirtiendo en trabajadores y la delgada línea que existe entre la competencia laboral de los trabajadores y la competencia laboral del capital se está desdibujando como nunca antes: el capital cada vez necesita de menos trabajadores para producir.
Este escenario es consecuencia de la incesante aceleración de la tecnología informática. Aunque la mayoría de las personas están familiarizadas con la Ley de Moore —según la cual la potencia de las computadoras se duplica cada dos años—, no todas han comprendido cabalmente las consecuencias de este enorme progreso exponencial.
Imaginemos que subimos a un automóvil y conducimos a 8 kilómetros por hora; después de un minuto, aceleramos y duplicamos la velocidad a 16 kilómetros por hora, después de otro minuto hacemos lo mismo y así sucesivamente. Lo sorprendente no es que la velocidad se duplique, sino la cantidad de kilómetros que habremos recorrido al final del trayecto. Después del primer minuto habríamos recorrido 132 metros. en el tercer minuto, a una velocidad de 32 kilómetros por hora, habríamos recorrido 528 metros. En el minuto 5 iríamos a 128 kilómetros por hora y habríamos recorrido más de un kilómetro. Al llegar a los 6 minutos necesitaríamos un automóvil más rápido y una pista de carreras.