Vulnerabilidad, reconocimiento y reparación
Praxis cristiana y plenitud humana
©Carolina Montero Orphanopoulos aci
©Ediciones Universidad Alberto Hurtado
Alameda 1869 • Santiago de Chile
56-02-8897726
www.uahurtado.cl/
ISBN 978-956-8421-72-4
eISBN 978-956-9320-60-6
Registro de propiedad intelectual N° 218.880
Este texto fue sometido al sistema de referato ciego
Este es el noveno tomo de la colección T EOLOGíA DE LOS TIEMPOS
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
CONTENIDO
A mi padre,
siempre agradecida.
PRÓLOGO
V ULNERABLES Y VULNERADOS, HERIDOS E HIRIENTES, RECONOCIDOS Y OLVIDADOS
En el poema incompleto Aquileida, escrito por Estacio en el siglo I, se narra una versión del mito del nacimiento de Aquiles que no aparece en otras fuentes: cuando Aquiles nació, Tetis intentó hacerlo inmortal sumergiéndolo en el río Estigia. Sin embargo, su madre lo sostuvo por el talón derecho para introducirlo en la corriente, por lo que ese preciso punto de su cuerpo quedó vulnerable, siendo la única zona en la que Aquiles podía ser herido en batalla.
El libro de Carolina Montero que presentamos tiene el acierto de comenzar su camino con la vulnerabilidad, condición y raíz de nuestra común humanidad. Todos somos vulnerables y, en todos, nuestra vulnerabilidad ha sido vulnerada. ¿Por qué es este el principio y fundamento de un dinamismo ético inigualable? Me permitiré esbozar una respuesta acompañado de las intuiciones de fondo del libro de Carolina Montero en cinco puntos.
1. Todos somos vulnerables, pues todos somos heridos mientras dormimos, somos heridos en nuestra niñez. Cuando despertamos, cuando la conciencia va avanzando sobre la noche, descubrimos heridas propias y ajenas en nuestro cuerpo, heridas que han roto la piel, que han dejado huellas en el rostro. La herida es anterior al amanecer de la conciencia adulta. Nacemos en un mundo roto, en un mundo herido, en familias heridas y rotas, de relaciones heridas y rotas. Nacemos del don y de los abismos, de la gracia y del pecado, del compromiso y del olvido, del amor y del odio. Nacemos fuera del Edén, expulsados de territorios virginales y paraísos.
Las heridas quieren hacernos dormir y olvidar. Las heridas tienen muchas veces la tendencia a sumergirse, ocultarse, taparse. Las heridas primeras son guardadas en lo inconsciente para desde ahí determinar nuestra conducta, conformar ese fondo y trasfondo de toda nuestra conducta desde la infancia dormida. Freud habla de lo inconsciente con metáforas espaciales, como un reino lleno de instintos y emociones reprimidas, de situaciones traumáticas y heridas de nuestra infancia que olvidamos como defensa ante los recuerdos dolorosos. Este reino es el reino de las heridas primeras, del primer dolor insoportable. El ser humano no es una psique autoconsciente de sí en un cuerpo. No nos conocemos a nosotros mismos tan directamente, tan racionalmente, tan conscientemente, pues todos estamos en gran parte hundidos en una inconsciencia en la mayoría de los casos provocada por el dolor de las heridas de la infancia y de la familia, del mundo en el que nacemos.
2. Solo cuando nos hacemos conscientes, solo cuando crecemos y despertamos, descubrimos la existencia de heridas en el mundo y en los cuerpos y nos reconocemos heridos por los otros e hirientes con los otros. Solo cuando en la altura de la vida oteamos la conciencia, descubrimos el tejido de la limitación, el dolor, el mal, la injusticia y el pecado con claridad. Esto se debe a que nuestras relaciones sociales —sanas y enfermas, justas e injustas—, como bien descubrió el joven Marx, son anteriores a nuestra conciencia de ellas y nuestro poder determinarlas. Incluso nuestras creencias —adultas o infantiles, comprometidas o alienantes— están formadas antes de ser aceptadas. Las relaciones sociales plenificantes e hirientes conforman nuestra conciencia antes de emerger. Nada hace sufrir al ser humano más que las relaciones en las que nacemos o nos enredamos. Lo que nos mata o nos da la vida no es el trabajo, sino las relaciones. La adultez y la conciencia, por eso, son el tiempo del reconocimiento, la falta de reconocimiento o el falso reconocimiento personal, familiar, social y cultural, como bien pone de manifiesto Carolina Montero en su libro. Por eso, al hacernos conscientes, lo primero que hacemos es reconocernos referidos, vinculados, lanzados y enredados en relaciones con otros. Al detener la mirada en las heridas curadas sobre la piel recordamos cómo fueron provocadas por otros y cómo se curaron gracias a otros. Esa conciencia es la que nos posibilita, al despertar, reconocer desde la vulnerabilidad vulnerada una realidad externa llena de hambre, injusticia, paro, hacinamiento, muerte, que afecta a los otros y que me afecta a mí. Ese autoconocimiento adulto no intelectualista, sino desde las heridas, más o menos sanadas, es el que nos permite reconocer al otro, sentir las heridas del otro, reconocer al otro-yo herido.
La conciencia, para Freud, no es otra cosa que la capacidad de reconocer el propósito de los propios actos e intenciones. La conciencia conlleva un reconocimiento. La conducta neurótica, por el contrario, es regresiva, huye del presente, está estancada en ciertas situaciones de la primera infancia donde se originó esa situación traumática. Solo recordando esas situaciones de la infancia se puede alterar la conducta, porque esos recuerdos infantiles han sido reprimidos en el inconsciente y permanecen reprimidos, conformando nuestra conducta neurótica. Por eso, solo se puede alcanzar la madurez desde el reconocimiento de las heridas, bajando a las heridas que siempre hablan de los otros, de los otros que nos construyen y destruyen. No somos esos seres autónomos que postulan los racionalistas. Solo reconociendo las heridas primeras y los propósitos inconscientes —de amor y de odio, de cercanía y distancia, etc.— podemos cumplir con el ideal socrático del “conócete a ti mismo”. Por eso, las heridas propias y ajenas son, a veces, las que nos despiertan, las que abren nuestra conciencia a nuestra común vulnerabilidad humana. Decía C. S. Lewis que el dolor es el altavoz por el que Dios despierta a este mundo de sordos. La conciencia de la vulnerabilidad es, por eso, no solo camino para el reconocimiento propio, sino el camino del reconocimiento del otro, para ver al otro, como señala una y otra vez con razón la autora.
3. Solo la conciencia de las heridas marca un camino de curación. La historia de pecado arroja luz para la historia de salvación. “¡Oh feliz culpa que mereció tan grande salvador!” dice la liturgia cristiana. De igual modo, para Freud, el neurótico —esa persona que en gran parte somos todos— dominado por motivaciones inconscientes solo puede despertar a la conciencia y reconocer lo que hace, tras serle señalado su motivo o deseo más inconsciente. Confesar-reconocer el propósito es lo que distingue al no neurótico freudiano. El neurótico se resiste y no ve, es incapaz de confesar sus motivos. El pecador y el alienado tampoco ven y viven ciegos. Por eso, curarse es percatarse de la verdadera naturaleza de la situación en que uno se halla, ser capaz de enfrentarla en vez de quedar avasallado por ella. El neurótico es el que no observa bien la realidad ni la de sus deseos interiores ni la que le circunda. Padece rituales compulsivos, le asedian creencias engañosas, no comprende su conducta ni la puede gobernar. El sano es el que se conoce a sí mismo, tiene autodominio y elige sin compulsividad, es el que se reconoce a sí mismo y el que es capaz de ver al otro sin proyecciones, deformaciones y alienaciones.